Cuando se trata de la crítica sobre Jorge Luis Borges, suscribo el viejo adagio “no aclares que oscurece”. Me aventuro a decir que parte de la aparente dificultad en abordar la lectura de Borges reside en la casi total ausencia de categorías para describir el contexto sociocultural que forjó este hombre de letras, lo liberó del peso de la tradición y determinó algunas claves de su subyugante misterio. A riesgo de sonar pedante, sinceramente dudo que alguien recurra a los críticos para encontrar las verdaderas claves literarias de Borges. Esto es así pues las fuerzas y los materiales que modelaron al Borges que hoy celebramos son inasibles desde un plano solamente académico: requieren bucear en un ámbito donde las ideas se trafican de un modo único e irreproducible, de una manera que se ha perdido y que es irremisiblemente argentina, o más bien, rioplatense. Así como la filosofía nace, suponemos, del tráfico de ideas en el mercado de Mileto, pues allí se dan condiciones necesarias y muy específicas, así también Borges sólo es posible en Buenos Aires. (...)
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Borges retorna de Europa en 1921 con su familia, para instalarse nuevamente en Buenos Aires. Trae en sus alforjas muchas lecturas y perplejidades metafísicas que darán sustento a su obra, en especial de Schopenhauer y Nietzsche. De pronto, un hombre amable, amigo de su padre, irrumpe en su vida. Paulatinamente ese hombre, o quizá la ficción que Borges hace de él, va convirtiéndose en su iniciador y maestro en la escena intelectual porteña. Ese hombre es Macedonio Fernández (Buenos Aires 1874-1952). En sus exequias, Borges confiesa con devoción, casi con fervor, que Macedonio fue una figura tan medular en su formación intelectual que llegó a recurrir al plagio [sic] para apoderarse plenamente de su influencia.
Macedonio, el hombre que influye tan decisivamente en Borges, y también en Marechal, y en el mismo Cortázar, era un hombre que huía del éxito con tenacidad. Nadie parecía eludir voluntariamente la fama como él. A la manera de Diógenes, el filósofo cínico que vivía en un tonel, Macedonio pasó sus últimos años viviendo en pensiones miserables, envolviéndose en papel de diario para aplacar el frío de la noche, hasta que fue recogido por uno de sus hijos. La verdadera fortuna de Macedonio, según él mismo, era la plena libertad que poseía para pensar y escribir, las únicas actividades que él consideraba esenciales y dignas. Borges nos dice que fue esencialmente un maestro oral, a la manera de Sócrates, Buda o Cristo.
Obviamente, Macedonio nunca mostró demasiado interés en publicitar su obra. Tampoco podemos decir que ésta invite a la lectura. Macedonio confiesa que escribe para dignificar su existencia. Al abordar su lectura, uno tiene la impresión que Macedonio tal vez no quiere que lo lean. Su obra, prima facie aparece como una metaficción con demasiados prefijos “meta”, proponiendo artificios que suscitan más tedio que interés. Los artificios suelen envejecer rápidamente. El destino de los escritos de Macedonio es un poco como el de Rayuela, de su también discípulo Cortázar, novela de artificios que fascinaba a los franceses (donde el esnobismo es el deporte nacional) pero que ahora yace como un naufragio en un atardecer dorado. Si la máxima latina “verba volans scripta manent” (las palabras vuelan, quedan los escritos) guarda algún valor, evidentemente no lo tenía para Macedonio.
Esta vocación inquebrantable de antihéroe porteño ubica a Macedonio en un lugar inasequible para la crítica académica y mucho más si esta última proviene de los claustros norteamericanos. El crítico Harold Bloom, un curioso y desaforado exponente del exitismo académico y comercial norteamericano, escribió asiduamente sobre Borges con resultados diversos, pero jamás podría haber entendido la figura de Macedonio, ni sabría cómo catalogarlo. Macedonio está tan en las antípodas de Bloom que este último sería incapaz de verlo, como un millonario que se cruza en la Quinta Avenida de Nueva York con un mendigo y sólo atina a eludirlo, como si fuera un obstáculo en el paisaje urbano. Y sin poder encuadrar intelectualmente a Macedonio, me temo que tal vez no se entiende del todo a Borges, impresión que se refuerza por las propias palabras de gratitud de Borges al elusivo demiurgo de su universo literario.
De joven, Macedonio ejerció su profesión de abogado, e incluso fue fiscal en la provincia de Misiones, en la región subtropical de Argentina, pero sus acusaciones eran tan benignas y humanitarias que fue rápidamente considerado no apto para ejercer la magistratura. Según parece, condonó el horrible crimen de un padre que mató a sus dos hijas aduciendo que el hombre quiso ahorrarles a ellas el destino nefasto que les aguardaba, viendo el ejemplo de su madre (seguramente una mujer de mala vida). Macedonio era amante de la naturaleza indomable de los trópicos, un poco a la manera del poeta Horacio Quiroga. Argentina, por su lejanía geográfica de los núcleos de la civilización y su vastedad y diversidad territorial, posibilita que un hombre pueda deliberadamente perderse, escapar a los registros y designios de la vida civil, para reinventarse a sí mismo en la espesura. Macedonio también jugó con la posibilidad de crear una comunidad utópica en una isla del Paraná, abrazando los ideales del anarquismo, que llegó a la Argentina a principios del siglo XX en las maletas del inmigrante Severino Di Giovanni.
Si nos atenemos a las palabras de Borges o de Marechal, Macedonio enseñaba a pensar adoptando una especie de mayéutica anárquica en clave porteña. Sugería un tema, que podía ser cualquiera, y aventuraba una opinión o tomaba una posición con signo impersonal, como si se la diera por sabida, como si estuviera ya instalada en el dominio público (“se dice que…”, “como todos sabemos…”). Luego dejaba que la gente se afianzara en sus puntos de vista para luego sembrar la duda, induciéndolos a pensar con más cuidado. Su método era el del café de Buenos Aires, es decir, operaba dentro de la total clandestinidad académica, desdeñando la cita exhaustiva o precisa pero con absoluto rigor de pensamiento. Desde las perplejidades metafísicas de los números transfinitos de George Cantor hasta el tema del honor de compadritos en los arrabales de Buenos Aires, ningún tema escapaba al procedimiento instaurado para la indagación intelectual en el café porteño. A diferencia del ámbito académico, las claves eran siempre lúdicas y desestructuradas, pero no carentes de rigor intelectual, y siempre teñidas del eterno complejo resultante de la ausencia de tradición.
¿Y dónde encontramos la influencia de Macedonio en la obra de Borges? La encontramos por doquier, podríamos decir que Macedonio atraviesa toda la obra de Borges, como él mismo confiesa en las exequias de su maestro. Borges aprende de Macedonio a resguardarse del academicismo anquilosante y para ello recurre a la ficción como medio para adoptar posiciones filosóficas. Si alguien objeta, Borges siempre puede argüir que lo suyo es la literatura fantástica, y eso automáticamente lo ubica más allá de las críticas. Incluso sus ensayos o géneros híbridos entre cuento y ensayo no pueden ser alcanzados por la esquematización académica, son invulnerables a ella. Tomemos, a modo de ilustración, “Tres versiones de Judas”. Con total liviandad y desparpajo típicamente porteño, pero también con gran lucidez y rigor intelectual, Borges aventura en unas pocas líneas que Judas es el más modesto de los apóstoles pues renuncia a la santidad, a la que fácilmente hubiera podido acceder, para traicionar a Cristo y así hacer posible la redención del género humano. Si un académico hubiese tenido la temeridad de aventurar algo semejante, se le exigirían interminables citas recorriendo toda la Patrística, la Summa Theologica, Plotino, etc. En cambio, desde los confines del mundo, el tal Borges se permite aventurar esa idea brillante en pocas líneas y con el total desenfado de un diletante porteño. La conclusión de este cuento de Borges puede resultar escandalosa, pero es al mismo tiempo irrefutable: si Judas no traiciona, no hay Redención. Judas es necesario y por lo tanto no es culpable ni inmoral. Estaba previsto en “la economía de la Redención”. El protagonista es un teólogo sueco que se convence de que el verdadero sacrificado e hijo de Dios es Judas: “Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno”.
Así también, el problema filosófico de qué es un texto aparece tratado con pasmosa liviandad pero también con absoluta lucidez en “Pierre Menard, autor del Quijote”. Borges aventura que no hay tal cosa como texto absoluto, pues cada lectura modifica el texto de manera decisiva y no se puede concebir un texto sin su exégesis hermenéutica y además esta última es tan importante como la contribución palabra-por-palabra del autor. Es decir, el lector es partícipe esencial en la construcción del texto, siendo éste último una incesante y progresiva mutación. Estas divagaciones de café del epígono de Macedonio, seguramente celebradas en rueda de amigos y motivadoras del mentado cuento de Ficciones, fueron elevadas a la categoría de “ideas brillantes” o “nuevos paradigmas de la crítica” por los académicos cuando Borges es descubierto y comienzan a aparecer sus hagiografías en las universidades norteamericanas.
Finalmente, también el estilo de Borges parece estar rayado de sesgos de la dialéctica Macedoniana. En Borges, la profusión de citas inverosímilmente cultas o sesudas no deja de ser una parodia invertida de la errática e incierta manera de citar en el café de Buenos Aires, donde una afirmación se vuelve contundente cuando viene precedida por el giro “como dijo el célebre…”.
No es improbable que Macedonio fuera de alguna manera una invención de Borges, que necesitaba un demiurgo para su universo, así como Platón necesitaba a Sócrates como personaje para sus diálogos, como vehículo de sus ideas. ¿Por qué no? A la manera de Cristo y de Sócrates, Macedonio encuentra su honesto e inevitable fin envuelto en el patetismo. Si reemplazamos la miserable pensión de Buenos Aires por el tonel, Macedonio está también muy cerca de Diógenes. Además, Macedonio poseía un rigor de pensamiento y una claridad conceptual que nada tenía que ver con un diletante, mote erróneo que suelen endilgarle peyorativamente los críticos académicos que no saben qué hacer con él.
La existencia azarosa, experimental, utópica y no exenta de patetismo que terminó en las míseras pensiones o conventillos de los barrios porteños de Once o Almagro, es casi arquetípica de la fauna rioplatense, pero difícilmente podrá ser materia digerible para la crítica académica. Para ella, Macedonio simplemente no es un buen candidato para ser maestro de Borges. Resulta intolerable para los académicos que Macedonio fuera un precursor de Borges (y de Cortázar, y Marechal y tantos otros) en sus tertulias de célebres cafés de Buenos Aires, como La Perla (Once), Las Violetas (Almagro) o El Molino (Congreso).
En un encuentro fugaz, propiciado por una amiga mía estudiante de humanidades tras una ponencia en la Universidad de Yale, el célebre crítico Harold Bloom me dijo: “Macedonio is nothing but a figment of Borges’ imagination, the icon may amount to something, the real person seems to have been a pathetic loser” (Macedonio no es más que un producto de la imaginación de Borges, el icono quizá valga algo, pero la persona real parece haber sido sólo un perdedor patético). Como me sentía en deuda con mi amiga que nos presentó, no respondí a Bloom para no parecer desagradable, pero me dije: “Quizá sepas mucho de los románticos ingleses pero nunca escribirás una buena línea sobre Borges”.
Ya ciego, Borges dictó en 1960 un prólogo para una antología de Macedonio. Allí nos dice que ninguna persona lo impresionó tanto como él: "Detestaba todo aparato erudito, que entendía como una manera de eludir el pensamiento personal. De esta manera su actividad mental era incesante. (….) Poseía la veneración supersticiosa de todo lo argentino. Y ejecutaba, en grado eminente, el arte de la soledad, y de la inacción. Sin hacer absolutamente nada, era capaz de permanecer solo durante horas. Pensar -no escribir- era su devota tarea”.
Ariel Fernández Stigliano
Acerca del Autor
Ariel Fernández Stigliano obtuvo su doctorado en físico-química en Yale University, Estados Unidos. Fue profesor titular a cargo de la cátedra Karl F. Hasselmann de Bioingeniería en Rice University y profesor de Ciencias de la Computación en la Universidad de Chicago. Ha publicado cerca de 500 artículos científicos y ocho libros.