Conjugando eso que se ha dado en llamar «escritura de la naturaleza» con la atención al mundo de los libros, el autor nos deja en estas Villas y jardines de la literatura una mirada novedosa y plena de actualidad sobre escritos en los que clásicos y modernos descubren su vivencia particular en lugares llenos de encanto y nostalgia, las villas y jardines que diseñaron, habitaron o sencillamente se limitaron a visitar. Se focaliza así la atención en una realidad de indudable belleza y significación que a menudo pasa desapercibida cuando nos enfrentamos a la obra de nuestros autores preferidos, que es el sentimiento de la naturaleza y el espacio a menudo mítico donde muchas de esas obras han sido concebidas.
VILLAS Y JARDINES, por Andrés Martínez Oria
El historiador Gayo Salustio Crispo, una vez solucionado su particular modus vivendi, con desmedida suficiencia y de forma bien poco ejemplar, hay que decirlo, consagró lo que le quedaba de vida a la actividad intelectual a la vez que dedicaba un esfuerzo no menos intenso y creativo a modelar la naturaleza para lograr un entorno agradable y bello más que productivo. Mientras se dedicaba a la historia, cultivaba también la jardinería; esa disposición armoniosa de los espacios y el cuidado de las plantas, los árboles, las flores y el agua que tan feliz puede hacer nuestra existencia. De Horacio, sin embargo, quizá más necesitado, no consta que en su finca de la Sabina se dedicara tanto al cuidado de los jardines como a la productividad contable. Se diría que Horacio tenía más de granjero que de botánico, a pesar de su esencial concepción poética de la existencia, mientras el historiador buscaba materializar en el jardín su ideal de belleza.
«Casas y quintas construidas de modo que parecen ciudades», dice Salustio, quizá contemplando su posesión a las afueras de Roma. Campos y casas cifraron la riqueza durante un tiempo, luego solo se buscaba allí la paz del retiro para pasar los días en un lugar privilegiado. Porque a lo que se aspiraba no era otra cosa que a la creación de un paraíso en la tierra. Y esa representación del paraíso terrenal o jardín del Edén era también lo que se pretendía trasladar más tarde al claustro del monasterio medieval.
Sobre los términos que designaban elementos de esas fincas de campo en la Antigüedad, nos informa Aulo Gelio en sus Noches áticas (II 20). No todas eran suntuosas mansiones. Las casas de campo de algunos hombres ilustres, es el caso de Catón el Censor, carecían de lujos, eran toscas y sin ornato, y las paredes no estaban ni siquiera revestidas de estuco. Las había también lujosas, incluso durante el período republicano, época de sobriedad y contención legendarias. Solían estar bien situadas, en el entorno de un lago, frente al mar o en las laderas de algún valle idílico. Estaban razonablemente distribuidas y eran amplias más que lujosas, preparadas para las labores del campo, el descanso y el estudio, como las que describe Plinio el Joven, heredadas de su tío. Algunas de estas fincas, en las que se escribieron páginas memorables, son hoy conocidas solo gracias a la literatura.
Las casas de campo tenían con frecuencia algún santuario o había un lugar o bosquecillo consagrado a la divinidad. En las fincas se sembraban mieses, se cultivaban viñas y pastaban rebaños.
En estas villas de campo recibían los nobles mecenas a sus invitados ilustres, con frecuencia poetas o escritores, para comer o alojarse durante algún tiempo. A veces, para huir de las excesivas celebraciones públicas, banquetes, regalos y demás compromisos ciudadanos, llegaban a celebrarse en las villas o casas de campo hasta los matrimonios, como refiere Apuleyo en su Apología (37 10-11). Incluso llega a decir que era de mejor augurio, con vistas a la futura prole, tomar esposa en el campo que en la ciudad; allí el suelo es fecundo en lugar de estéril y se pisa el césped y no las losas de la plaza o la calle.
Las villas, además de factorías de trabajo, eran para sus dueños lugares de descanso, estudio y reflexión, aunque también hubo casos, como el de Crates (Apuleyo, Apología 22 3), que estuvo dispuesto a trocar por el báculo y la alforja de los sabios sus árboles fructíferos y sus espléndidas casas de campo; es decir, la austeridad del pobre caminante por la acomodaticia placidez del sedentario campestre.
Esas fincas que para los terratenientes eran fuente de riqueza, aunque con frecuencia no vivían en ellas sino en la ciudad, menos bucólica pero más confortable, se convertían para creadores e intelectuales en un refugio seguro y un modo de aislamiento del ruido ciudadano. Porque, según afirma Estacio, las Musas buscan siempre las umbrías para habitar y manifestarse (Satiras VII).
Era costumbre particular de los romanos, y muy extendida en general, ofrecer hospitalidad a los amigos en sus fincas, de modo que por ellas ha pasado seguramente lo más escogido entre las amistades de su propietario. Así que las fincas de los escritores o las que fueron frecuentadas por ellos han sido a menudo focos de irradiación cultural y literaria. Por eso la atención que han despertado. Para describir las villas de los patronos o mecenas existía incluso un subgénero literario que era la écfrasis o poema descriptivo, como existía el epitalamio para celebrar la boda, el epicedio o lamento poético dedicado al difunto —que hoy llamamos elegía—, el natalicio para celebrar el cumpleaños o el nacimiento, el propemptikón para despedir al viajero, y tantos otros.
El camino que conduce a la civilización va del bosque salvaje, enmarañado, desconocido, peligroso, pasando por el bosque sagrado, con sus encinas y templos, y el bosquecillo más o menos controlado, al jardín concebido como pequeño espacio de naturaleza dispuesto y cuidado por la mano del hombre hasta llegar a adquirir un significado simbólico. El jardín del Paraíso, donde Dios puso al hombre, era un lugar cercado y libre de peligros. El jardín de las Hespérides era el lugar donde habitaban las ninfas así llamadas, que en compañía del dragón de cien cabezas muerto por Hércules cuidaban los frutos del manzano de oro que la Madre Tierra había obsequiado a Hera. El jardín es el último espacio sagrado de conexión del hombre con la naturaleza, lugar para el recreo y la reflexión, para el paseo solitario que estimula el pensamiento o en agradable compañía a determinadas horas cuando el tiempo parece detenerse para homenajear a la pura y consciente existencia. Por su proclividad a lo irreal y lo teúrgico el jardín nos aboca al mundo de la fantasía y los sueños. Además, por ser en sí mismo un símbolo, tiene algo de religioso e inexplicable, de creencia y aspiración.
Aunque no debemos olvidar la gran verdad; hablamos de la naturaleza, reclamamos una vuelta —al menos en el pensamiento— a ese ámbito añorado, pero lo hacemos desde la ciudad. Quien habita en el campo no suele hablar de él.
El jardín es el último vínculo del homo urbanus con la naturaleza, hoy quizá roto y necesitado más que nunca de restablecimiento. Remite a la dicha originaria de la creación y la belleza natural. En él se completan y hacen visibles los momentos y los ciclos del año y por ello se convierte en imagen de la existencia humana.
Los jardines son lugares significados por su belleza y por las personas que los cuidaron o de algún modo los vivieron. Y donde el hombre quiso recomponer la naturaleza para sentir vivo el espíritu y acercarse a Dios. Como quería Cosme I de Medici, se construyen jardines para cultivar el alma.
Quizá tras el cuidado del jardín no haya otra pretensión que la de transformar el entorno para crear el único paraíso posible. El jardín es el complemento ideal del hombre cansado. Un poco de lectura y un paseo por el jardín restablecerán nuestro ánimo malparado en la lucha por la vida y devolverán la armonía al cuerpo y al espíritu. El jardín nos proporciona silencio para escucharnos, calma para situarnos y serenidad para relacionarnos y ser felices. De ese modo, el jardín es una terapia no solo por el disfrute de los sentidos sino también por el gozo del trabajo físico. El cultivo personal de las plantas estrechará nuestro vínculo con la tierra y nos hará más humanos. Reconociendo que en el dominio de la naturaleza no deja de haber un punto de crueldad, la gran lección que debemos obtener del jardín es la paciencia, la moderación y la sobriedad frente a la avidez y el consumismo que nos invaden. Sin olvidar que también hay en el huerto un hálito de espiritualidad que nos conecta con lo de arriba, como venimos diciendo.
El jardín en su conjunto reclama atención y quiere arraigo, como las plantas y las personas. Se concibe para permanecer, aunque sabemos que el tiempo es su enemigo. Forma parte del paisaje, es algo vivo y su desaparición es una pérdida irremediable.
Por último, no se pretende exponer aquí una teoría sobre el arte del jardín ni su desarrollo histórico. Solo se han tomado apuntes al hilo de la lectura para evocar jardines unidos a una figura relevante, una obra significativa o un momento vital que merece ser recordado. Y no se pierde de vista que hablar del jardín es al fin y al cabo hacerlo de cosas menores, además efímeras, pero que también pueden conectarnos con otras realidades iluminadoras.
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