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La distancia insoportable: la España real frente al decorado político

(Foto: https://fundaciondisenso.org/)
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LA CRÍTICA, 31 AGOSTO 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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España arde cada verano entre llamas e impotencia, mientras la política oficial se refugia en la propaganda de la Agenda 2030. El contraste entre la España real, que resiste, y la España política, que se adorna con eslóganes globales, revela un país cansado, desorientado y cada vez más distante de su propio destino.

En agosto, cuando el sol se adueña de las piedras y las montañas parecen respirar fuego, España vuelve a mostrar sus heridas más antiguas: campos resecos, pinares convertidos en antorchas, pueblos desalojados, ganado muerto en los apriscos y vecinos mirando, impotentes, cómo se consume lo poco que da sentido a su vida. Una España calcinada, literal y simbólicamente, que se refleja en los noticiarios con imágenes de llamas y humo, pero que también se arrastra en lo político, en lo social, en lo moral. (...)

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Mientras tanto, en Madrid y en Bruselas, en foros donde el aire acondicionado nunca falla, se reparten folios con iconos de colores que prometen un mundo mejor: la Agenda 2030. Un programa de intenciones que se presenta como bálsamo universal, pero que en la práctica se convierte en coartada, en manual de propaganda, en sustituto del pensamiento y de la acción real. Así se construye la España política: un decorado de cartón piedra, levantado con eslóganes huecos y con sellos de organismos internacionales, frente a la España real, esa que se quema, que emigra, que desconfía y que resiste a duras penas.

Nos encontramos un año más de peligro cierto, como también un año más de imprevisión cierta. La España calcinada. Cada incendio forestal es una metáfora de lo que somos: un país incapaz de limpiar sus montes, de gestionar su agua, de dotar de medios a sus bomberos forestales. No es solo culpa de la sequía o del cambio climático, sino de la desidia. España arde porque el Estado no llega al territorio, porque la Administración vive obsesionada con planes estratégicos globales y desatiende lo concreto, lo inmediato, lo que debería ser lo suyo: los caminos rurales, las acequias, los cortafuegos, los rebaños trashumantes que evitaban el matorral.

La imagen de un anciano llorando ante su casa devorada por las llamas, mientras el presidente del Gobierno repite en televisión el mantra de la emergencia climática que indica «el único camino sostenible», resume el divorcio entre política y realidad. No se trata de negar que hay problemas globales —el clima, la energía, la desigualdad— sino de reconocer que los problemas locales no se resuelven con papeles globales.

El campo se vacía. Los jóvenes emigran. Los pueblos envejecen. Y cada verano los noticiarios nos muestran hectáreas convertidas en ceniza, como si fuera un destino ineludible. Pero no lo es. Es consecuencia directa de una política que prefiere hablar de «objetivos de desarrollo sostenible» antes que de pastores, agricultores, regantes o brigadas forestales. Frente a la España calcinada se halla la España política: la ficción cultural de la Agenda 2030. Los gobiernos españoles, de cualquier color, han asumido con entusiasmo la retórica de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Han estampado su logotipo multicolor en los atriles del Congreso, han creado ministerios, comisionados, oficinas y observatorios para vigilar su cumplimiento. Se ha convertido en catecismo oficial, en la nueva ortodoxia que nadie discute.

Pero ¿qué significa en la práctica? Que las prioridades nacionales quedan supeditadas a una narrativa global diseñada en despachos muy lejanos a Zamora, Orense, Teruel o Jaén. Que se habla de «reducción de emisiones» mientras se cierran centrales sin alternativas reales para los trabajadores. Que se presume de «igualdad de género» mientras las mujeres rurales se quedan sin médicos de cabecera ni transporte público. Que se predica «sostenibilidad» mientras las ciudades se convierten en desiertos de cemento y los pueblos carecen de lo básico.

La Agenda 2030 funciona como un lenguaje de sustitución. Con ella se evita hablar de paro juvenil, de inflación, de corrupción, de okupación, de inseguridad, de fracaso escolar. Se cambia el vocabulario: ya no hay problemas sociales, sino «retos de sostenibilidad»; ya no hay paro, sino «empleo verde en transición»; ya no hay despoblación, sino «territorios en resiliencia». Una neolengua que adormece, que disfraza y que oculta.

Ante este binomio de la España calcinada y la real, existe la de siempre e inalterable…la España real: cansada, resistente, olvidada. Más allá de las sedes ministeriales y de las cumbres internacionales. La que madruga para trabajar en un taller o en una panadería, la que mantiene pequeñas explotaciones agrícolas, la que sobrevive con pensiones raquíticas, la que espera en la cola del centro de salud, la que no se marcha porque no puede, o porque no quiere abandonar la tierra de sus abuelos. La que apaga el fuego cuando el Estado lo ha dejado quemar.

Esa España real percibe con escepticismo el bombardeo propagandístico de la Agenda 2030. No porque niegue los problemas globales, sino porque se siente ignorada, relegada, usada como figurante de un teatro ajeno. Sabe que su esfuerzo no cuenta, que sus necesidades no se traducen en políticas, que sus voces apenas son ruido estadístico. El contraste es doloroso: mientras en la España política se discuten cuotas de género en los consejos de administración, en la España real se cierran escuelas porque no hay niños. Mientras se aprueban leyes para prohibir plásticos de un solo uso, hay barrios enteros donde falta seguridad y limpieza. Mientras se redactan planes de movilidad sostenible, el tren regional tarda cuatro horas en recorrer cien kilómetros, o queda inmovilizado por largas horas en plena meseta castellana bajo el ardiente sol del verano.

El espejismo globalista de La Agenda 2030 es hija de un tiempo en el que la política nacional ha renunciado a su soberanía. Todo se justifica en nombre de lo global: el clima, la economía, la migración, la salud. Y, sin embargo, lo global se usa como pantalla para justificar la inacción en lo local. España ha aceptado sin crítica este marco, creyendo que la obediencia la hará respetable en Bruselas, en Nueva York o en Davos. Pero el resultado es un país cada vez más débil, más dependiente, más dividido. Los fondos europeos se gastan en informes, consultoras y campañas publicitarias, mientras las carreteras comarcales siguen rotas y los agricultores esperan ayudas que nunca llegan.

Se nos dice que la Agenda 2030 es un plan para «no dejar a nadie atrás». Y, sin embargo, cada vez son más los que se sienten abandonados. España entera parece caminar detrás, rezagada, viendo cómo se alejan las promesas de modernidad. Se nos ha robado como nación nuestro propio relato. La tragedia es que España parece haber perdido la capacidad de pensarse a sí misma. En lugar de un proyecto nacional, tenemos consignas internacionales. En lugar de un debate público auténtico, tenemos seminarios pagados con fondos europeos. En lugar de un horizonte común, tenemos un mosaico de eslóganes en inglés, con colores vistosos y palabras técnicas. La España política vive de eso: de parecer moderna, de exhibir compromiso con lo global, de fingir que todo se hace por responsabilidad planetaria. Pero la España real, la que sufre incendios, precariedad y abandono, ve cómo se borra su identidad, cómo se pierde su voz, cómo se sustituye el sentido común por burocracia importada.

Pero como siempre en mis críticas, debo evocar a la esperanza, que también arde bajo las cenizas. La vemos en los voluntarios que apagan fuegos con sus propias manos, en los jóvenes que regresan a sus pueblos para emprender, en las familias que se apoyan entre sí cuando falla todo lo demás. Existe una España que no se rinde, que no se deja adoctrinar, que sabe distinguir entre propaganda y verdad. Esa España no aparece en los informes de sostenibilidad ni en las gráficas o pins multicolores. Es silenciosa, pero está ahí. Y quizá sea la única base sobre la que reconstruir algo auténtico.

En este escenario, tenemos un dilema: obedecer o despertar. España está en una encrucijada: seguir obedeciendo ciegamente los supuestos Objetivos de Desarrollo Sostenible, aceptando ser laboratorio de ingenierías sociales ajenas, o recuperar la capacidad de decidir por sí misma. El dilema es más profundo de lo que parece: no se trata solo de políticas concretas, sino de identidad, de dignidad, de soberanía. La España calcinada reclama menos consignas y más realismo; menos cumbres internacionales y más presencia en el territorio; menos siglas y más nombres propios; menos futuro abstracto y más presente concreto.

En conclusión: volver a ser dueños de nuestro destino. España arde —en sus montes, en su moral, en su política— porque ha permitido que la distancia entre la España política y la España real se haga insoportable. Si queremos reconstruir, si queremos volver a creer en un futuro común, hay que escuchar de nuevo a esa España que resiste, que trabaja, que sufre, que ama su tierra sin necesidad de manuales globales. La España calcinada no necesita eslóganes ni manuales importados. Necesita verdad, compromiso, cercanía. Necesita volver a ser dueña de su destino.

España está cansada de carteles, de folletos multicolores y de discursos aprendidos en inglés. La nación que un día fue capaz de abrir rutas al otro lado del mundo parece hoy incapaz de limpiar sus montes o mantener con vida a sus pueblos. Esa es la tragedia: el divorcio entre la España política y la España real.

El futuro no se escribirá en despachos internacionales, sino en los lugares donde aún late la vida cotidiana. Si España quiere sobrevivir —y no convertirse en un país de cartón piedra— debe escuchar a sus gentes antes que a sus comisionados, debe atender al presente antes de perderse en un futuro abstracto. La esperanza existe, bajo las cenizas, en esa España que trabaja y resiste. Lo que falta es voluntad política para reconocerla.

Iñigo Castellano y Barón


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Íñigo Castellano Barón

Escritor, historiador y articulista..

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