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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

El Inca Garcilaso de la Vega: el mestizo que escribió el alma de América

Garcilaso de la Vega, 1539-1616. (Ilustración: https://www.asale.org/la-asociacion/conmemoraciones/inca-garcilaso).
Garcilaso de la Vega, 1539-1616. (Ilustración: https://www.asale.org/la-asociacion/conmemoraciones/inca-garcilaso).

LA CRÍTICA, 12 JULIO 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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En una época donde las preguntas sobre la identidad, la memoria y el poder resuenan con fuerza en todo el continente, mirar hacia el pasado no es solo un acto de arqueología histórica, sino una búsqueda urgente de sentido. Entre las sombras de la conquista y los ecos de la resistencia, se alza una figura cuya voz sigue viva siglos después: el Inca Garcilaso de la Vega, el primer gran escritor mestizo de América, el hombre que con su pluma logró lo que ni las espadas ni los imperios consiguieron del todo: reconciliar dos mundos. (...)

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Nacido en 1539 en la ciudad del Cusco, el corazón del Tahuantinsuyo (Imperio Inca precolombino), el joven mestizo vino al mundo en un momento de colisión-fusión entre dos civilizaciones. Su padre, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, era un noble español, vinculado por linaje a la vieja aristocracia extremeña y al renombre literario de su apellido. Su madre, Isabel Chimpu Ocllo, descendía de Huayna Cápac, el penúltimo Sapa Inca, quien llegó a profetizar: « Vendrá gente nueva y no conocida en estas partes, y ganará y sujetará a su imperio todos nuestro reinos y otro muchos, yo sospecho que serán de los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar, será gente valerosa…», lo que convertía a su hijo en heredero legítimo de dos mundos: el del renacimiento europeo y el del mundo andino, ya entonces herido de muerte por la conquista evangelizadora.

La infancia de Garcilaso transcurrió entre las ruinas vivas del imperio incaico. No eran solo piedras lo que hablaba de otro tiempo, sino los relatos quechuas que su madre y sus parientes indígenas transmitían oralmente. Fueron los abuelos maternos, los amautas de la memoria familiar, quienes le revelaron los mitos de origen, los rituales del Inti Raymi (Fiesta del sol), el orden armónico de los ayllus (la organización social inca), y la religiosidad solar que impregnaba la vida del Tahuantinsuyo. Pero también conoció de cerca la violencia en la imposición del nuevo orden español, como al tiempo, la abolición de prácticas ritualistas y sangrientas de su antiguo pueblo. Un nuevo proceso humano civilizador les dio un Dios que no requirió de sacrificios y que provocó el destronamiento de sus antiguos dioses, tierras usurpadas y sangre mestiza.

Desde niño se vio obligado a vivir entre códigos incompatibles. En la casa paterna aprendía latín, religión católica, doctrina moral, lógica escolástica. En la casa materna, escuchaba su lengua ancestral, el quechua, y sentía la nostalgia de un mundo perdido. Esa fractura no lo destruyó: lo forjó. El mestizaje no fue para él una condición pasiva, sino una misión activa: la de tender puentes entre culturas.

Con apenas veinte años, tras la muerte de su padre, viajó a España en busca de reconocimiento y oportunidades. Allí se naturalizó súbdito peninsular, estudió con avidez y cambió su nombre de bautismo, Gómez Suárez de Figueroa, por uno que él mismo eligió: Inca Garcilaso de la Vega. El gesto no fue inocente. En un tiempo en que ser mestizo estaba plenamente aceptado aunque significaba estar en los márgenes, él optó por reivindicar en su identidad, aquello que por entonces el estatus nobiliario del linaje no permitía, como fuera la sangre indígena.

Durante casi cinco décadas vivió en España. Residió primero en Sevilla, después en Montilla y finalmente en Córdoba, donde murió en 1616, el mismo año que Cervantes y Shakespeare. Fue soldado al servicio del rey en Italia, traductor al castellano del Diálogo de amor de León Hebreo —una obra clave del neoplatonismo renacentista— y finalmente escritor. En la madurez comprendió que su verdadera misión no era la espada ni la diplomacia, sino la escritura. Desde el exilio, como tantos otros grandes creadores hispanoamericanos después de él, escribió para no desaparecer. Pero su escritura no fue solo un acto de memoria: fue una forma de justicia, una forma de dar voz a un pueblo que, estando bajo la misma corona y con los mismos derechos de cualquier súbdito, requería de un líder que representara toda la grandeza del mestizaje.

Su primera obra de importancia fue La Florida del Inca (1605), un relato sobre la expedición de Hernando de Soto en los actuales Estados Unidos. Aunque en apariencia trata de una aventura de conquistadores, su enfoque es ya revelador: los indígenas son retratados con humanidad y racionalidad, y los españoles no son glorificados de forma ciega. Ya entonces Garcilaso se alejaba del tono triunfalista que predominaba en las crónicas imperiales, mostrando el verdadero rostro evangelizador de la corona española.

Pero fue con Comentarios Reales de los Incas (1609) cuando alcanzó la cumbre de su pensamiento y de su estilo. La obra, en dos partes, es una de las cimas de la literatura de lengua española del Siglo de Oro, y una de las primeras historias verdaderamente americanas escritas con plena conciencia de pertenencia cultural. Garcilaso narra allí el origen mítico del Imperio Inca, las hazañas de sus gobernantes, sus instituciones, sus ritos, sus conquistas y sus leyes. No lo hace con ingenuidad idealizadora, sino con el deseo de demostrar que el mundo andino poseía un orden racional, una ética de gobierno y una cosmovisión tan rica como la de cualquier civilización europea. Para lograrlo, el Inca Garcilaso empleó las herramientas de la retórica clásica, la historiografía renacentista y la lengua de Castilla. Pero los contenidos provenían de otro manantial: la memoria oral de su familia, los relatos de los amautas, las leyendas que escuchó de niño. Por eso, su obra es única: porque conjuga el rigor del historiador con la ternura del hijo mestizo que quiere salvar del olvido a los suyos.

El valor de Comentarios Reales no está solo en su contenido histórico o etnográfico, sino en su gesto político. Garcilaso se atreve a escribir desde la periferia del imperio, reclamando para los vencidos el derecho a narrarse. En tiempos en que la historia era escrita solo por los vencedores, él proclamó que también los hijos de los conquistados tenían algo que decir. Y lo hizo con una prosa elegante, culta, cargada de belleza y de mesura, pero también con firmeza y con una profunda melancolía. Sabía que el mundo incaico no volvería, que ciertamente se había desplazado a un mundo mejor, pero también sabía que el olvido sería una injusta muerte de un pueblo que tuvo su pasado.

La segunda parte de su obra, publicada póstumamente en 1617 con el título Historia General del Perú, relata la conquista, la guerra civil entre los propios españoles y las primeras rebeliones indígenas. Es un texto más sombrío, más cercano a la tragedia, donde se hace evidente que el mestizaje que él encarna no siempre fue reconciliación, sino también, a veces, fractura y violencia. Aun así, nunca reniega de su doble herencia. Nunca traiciona ni a su madre ni a su padre, ni a su lengua materna ni a la lengua de su educación. Esa fidelidad a la complejidad es una de las claves de su grandeza.

Hoy, en tiempos donde los discursos de identidad tienden a polarizar, el ejemplo del Inca Garcilaso cobra una fuerza singular. Él no buscó borrar diferencias, ni diluir conflictos, ni negar la violencia de la historia. Pero supo que en medio del dolor era posible construir un relato que no destruyera, sino que tejiera. Su mestizaje fue consciente, maduro, creador. Supo que no bastaba con denunciar: había que narrar. Que no bastaba con recordar: había que comprender. Que no bastaba con resistir: había que escribir.

No es casual que muchos lo consideren el padre espiritual de la literatura hispanoamericana. En él se encuentran, ya en el siglo XVII, los grandes temas que marcarán la cultura del continente: el conflicto entre memoria y olvido, el choque entre civilización y barbarie, la búsqueda de identidad, el mestizaje como herida y como riqueza. Su voz anticipa la de otros grandes creadores mestizos o marginales: Sor Juana, Martí, Darío, Mariátegui, Neruda, García Márquez.

El Inca Garcilaso escribió desde el margen, pero su palabra fue centro. Desde la Córdoba castellana, hablaba al Cusco solar. Desde la lengua del imperio, hablaba por los dioses callados del Tahuantinsuyo. Desde la soledad del exilio, hablaba por los pueblos que aún no sabían que existían. Y hablaba no solo para el pasado, sino para el futuro.

Hoy, cuando Hispanoamérica se debate entre la globalización y el desarraigo, entre el populismo y la nostalgia, entre el desencanto y la búsqueda de sentido, volver a Garcilaso no es solo un gesto académico, sino un acto de lucidez. Su obra no es un museo de curiosidades, sino una brújula ética. Porque si algo nos enseña el Inca Garcilaso es que la dignidad comienza por la palabra. Y que todo mestizaje que no sabe contarse, corre el riesgo de ser silenciado por otros. En sus páginas, la historia no es un inventario de fechas, sino una danza de voces. América no es solo geografía: es una narrativa en construcción. Y el mestizo no es solo un cruce biológico: es un sujeto histórico capaz de transformar el dolor en creación. Por eso su legado no muere. Porque él no escribió para salvarse a sí mismo, sino para dar un alma a un continente. Y esa alma, mestiza, herida, múltiple, sigue buscando su voz en cada generación que se pregunta, con asombro y con amor: ¿quiénes somos?

Pero la respuesta es ciertamente: somos y fuimos a partir de un determinado momento de la historia, una única nación, un solo pueblo depositario de varias culturas, que nos hablamos en un solo idioma y que por nuestras venas fluye una misma sangre, que estuvimos bajo la misma corona y juntos tenemos un solo Dios.

Iñigo Castellano y Barón


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Íñigo Castellano Barón

Escritor, historiador y articulista..

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