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GIBRALTAR EN MADRID...

Lo que nunca debió hacerse sobre Gibraltar

Lo que nunca debió hacerse sobre Gibraltar
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LA CRÍTICA, 20 JUNIO 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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Hablar de Gibraltar no es fácil. Es, hoy más que nunca, un acto de resistencia intelectual, incluso de civismo. Porque si algo ha conseguido el paso del tiempo —con la inestimable ayuda de cierta tibieza política y de una desmemoria cuidadosamente cultivada y controlada desde múltiples frentes— es relegar este asunto al archivo polvoriento de lo incómodo. Es como una siesta – No molestar-. Permanece como una herida que no se cierra, y que acaba infectándose.

Gibraltar es una piedra. Sí, una piedra en mitad de la costa, pero también —y sobre todo— una piedra en el zapato de nuestra diplomacia, una piedra en la memoria nacional, en el alma de una historia que, cada vez más, parecemos dispuestos a olvidar. Esta roca, este Peñón, nos lanza preguntas que duelen: ¿Qué hemos hecho durante estos tres siglos? ¿La hemos defendido? ¿O, sencillamente, hemos aprendido a caminar cojeando? (...)

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El libro del coronel Enrique Domínguez Martinez-Campos no es un relato neutro. Es un aldabonazo. Un despertador que nos alarma con sus verdades descarnadas y con el rigor de los datos que aporta. Una llamada a la conciencia nacional. Nos recuerda que Gibraltar no es un anacronismo de la historia, ni una nota a pie de página: es una frontera viva, una cuestión de Estado, una prueba —diría incluso una radiografía— de la fortaleza o debilidad de nuestro concepto de soberanía.

Una soberanía que no solo es jurídica, sino cultural y emocional. Porque no hay soberanía sin relato compartido. No hay defensa de lo propio si no se sabe qué se defiende, ni por qué. Y Gibraltar, lo recordemos o no, nos retrata. Como lo hace un espejo que nadie quiere mirar, pero que está ahí, inamovible, mostrando lo que fuimos, lo que somos y —temamos o no— lo que podríamos dejar de ser.

El silencio de la historia o frente a la historia, nos define y nos enferma más de lo que creemos. Alguien, o algunos, pueden creer que el transcurso del tiempo nos inmuniza hasta llegar a aceptar un cuerpo extraño en nuestro organismo, pero lo que hace es lo contrario, podrir nuestra propia naturaleza. El silencio se hace cómplice ante verdades elocuentes y ciertas. España nunca habló cabizbaja ni tampoco prepotente. Su historia demuestra el rechazo ante la opresión y la invasión, esa es nuestra gloriosa historia, por ello hay que reivindicarla permanentemente.

Porque no olvidemos: lo contrario de la soberanía no es la mera cesión, pues además de esta amenaza jurídica, hay algo verdaderamente preocupante y sustancial, como es el olvido. La pérdida de la memoria colectiva. Es la verdadera resignación. La claudicación envuelta en protocolo diplomático. Desde el Tratado de Utrecht de 1713, firmado en plena tormenta de guerras dinásticas, El artículo X de aquel tratado fue aceptado por la Corona como una mutilación dolorosa, una amputación impuesta en un momento de extrema debilidad, una situación singular, pero nunca, jamás, como una renuncia moral. España inició formalmente sus reclamaciones sobre el Peñón en el siglo XIX, tras la expansión ilegítima de Inglaterra sobre el Istmo, Esa franja de terreno de unos 1850 metros de longitud que hoy es el aeródromo, que ni siquiera figura en el Tratado de Utrecht, fue una expansión unilateral británica, al margen de la legalidad internacional. Y sin embargo, España la ha tolerado. ¿Por diplomacia? ¿Por conveniencia? ¿O por esa forma sutil de derrota que consiste en acostumbrarse? Un diplomático español de la época —con más lucidez que muchos de sus sucesores— afirmó: «Esto durará lo que dure nuestra memoria». La pregunta incómoda es: ¿queda memoria? ¿Tenemos aún pulso para recordar lo que somos? Ese artículo X, tantas veces invocado como ignorado, estableció además una cláusula determinante: que si la Corona británica deseaba enajenar la plaza, España tendría derecho preferente de recuperación. No se trata, pues, de una cesión irrestricta, sin límite, sino de una entrega bajo condiciones muy específicas. Y ninguna de esas condiciones —ni legales ni morales— se ha cumplido en el uso actual del Peñón.

El Peñón, mientras tanto, sigue creciendo. No en altura, sino en poder, en presencia, en cemento. Gibraltar se extiende hacia el mar, sobre nuestras aguas jurisdiccionales, con rellenos traídos, paradójicamente, desde el propio territorio peninsular. Nosotros, los expoliados, nos hemos convertido en sus proveedores necesarios. Es una paradoja que roza lo patético: una colonia británica que se agranda con material español mientras el Estado español asiste con una mezcla de resignación, impotencia y desgana institucional.

Esas aguas —conviene decirlo con claridad— son reconocidas como españolas en diversos registros internacionales. La propia Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR) ampara la soberanía nacional sobre las aguas adyacentes al territorio peninsular. No existe, ni siquiera en los documentos británicos más extensos, una base jurídica sólida para reclamar aguas territoriales propias desde Gibraltar. Y sin embargo, allí ondea una bandera extranjera, se ejerce control marítimo, y se niega el acceso a nuestras patrulleras. Se atenta contra el derecho consuetudinario de los pescadores en sus caladeros tradicionales hasta el punto de ser multados. Aún hay un asunto en proceso por el caso de un pescador que le fue confiscada su pesca y multado severamente por la jurisdicción gibraltareña. ¿Hasta cuándo? Lo simbólico se vuelve literal: una colonia se expande con nuestras piedras, mientras nosotros emitimos protestas diplomáticas que ni retumban ni resuenan. Palabras sin eco. Actos sin consecuencias. ¿No es grotesco? ¿No es bochornoso? ¿No es, en el fondo, un espejo de lo que hemos llegado a tolerar?

El libro RESUMEN DE UNA HISTORIA DE PIRATAS, no se limita a señalar: disecciona. Explica con precisión quirúrgica las claves estratégicas, militares, fiscales y diplomáticas de esta anomalía colonial. Gibraltar no es solo un problema histórico: es una prueba de resistencia para nuestra política exterior. Es un test de estrés para nuestras instituciones. Y es, también, una amarga constatación de lo poco que nos importa —en la práctica— el relato nacional.

Una política exterior que, cuando se enfrenta a este asunto, parece presa de una extraña afonía: nunca niega, pero rara vez afirma. Nunca olvida, pero nunca actúa. Y el Derecho Internacional —aunque muchos lo desprecien como papel mojado— guarda aún instrumentos útiles. La Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de la ONU, proclamó el derecho de todos los pueblos a su libre determinación “teniendo debidamente en cuenta el respeto a la integridad territorial de los Estados”. Más aún, la Resolución 2353 (XXII), en 1967, instó al Reino Unido a descolonizar Gibraltar mediante negociaciones bilaterales con España. ¿Cuántas resoluciones más hacen falta para que una promesa global materialice?

Porque Gibraltar no solo es historia. Es control del Estrecho. Es estrategia de defensa. Es frontera Schengen. Es medio ambiente. Es economía. Es legalidad internacional. Y, por encima de todo, es dignidad nacional. Y es también una contradicción flagrante con la propia narrativa europea. ¿Puede mantenerse una colonia militar, con fiscalidad diferenciada, en el corazón de la Unión Europea sin contradecir los principios fundacionales del proyecto europeo? ¿Puede un paraíso fiscal, sin transparencia, estar a las puertas de un país que lucha por sostener sus servicios públicos? ¿Puede llamarse colaboración a lo que es una simbiosis desigual? Y también, no lo olvidemos, es Campo de Gibraltar: esa franja del sur peninsular donde miles de trabajadores cruzan a diario la Verja para ganarse la vida en un territorio que no es suyo pero que lo fue. Una tierra andaluza, española, muchas veces abandonada por las administraciones, criminalizada por los medios y reducida —no sin mala intención— a un tópico de narcotráfico y marginalidad, una narco zona que avergüenza, y que convierte al contencioso de Gibraltar en un problema social, humano, que como tal, debe abordarse.

Esa verja es algo más que una frontera. Es una línea simbólica entre dos modos de entender el Estado. A un lado, el Reino Unido protege una de sus últimas posesiones imperiales. Al otro, España asiste, a menudo inerte a cómo, parte de su tejido laboral, depende de una potencia que ni reconoce ni dialoga en igualdad. Y mientras tanto, en el Campo de Gibraltar, se agolpan los problemas estructurales: falta de inversión, déficit educativo, abandono institucional. ¿No sería esa comarca la mejor prueba de fuego para una política de Estado digna de tal nombre? Pero para eso, hay que empezar por decir las cosas por su nombre. Y decirlo claro: la diplomacia española ha oscilado durante décadas entre la grandilocuencia vacía y la inercia cómoda. Ni firmeza ni estrategia. Ni visión ni coraje.

Mientras Londres persevera, nosotros titubeamos. Mientras Gibraltar negocia, nosotros improvisamos. Mientras ellos proyectan a medio y largo plazo, nosotros firmamos acuerdos con letra pequeña y resignación a gran escala. Cuando la Unión Europea alcanza un preacuerdo con Inglaterra sobre el contencioso de Gibraltar, nos encontramos con que el eje vertebral de nuestra actual política exterior se basa en incorporar el idioma catalán como lengua cooficial en el Parlamento europeo. Aquí se vierten nuestros desvelos y se olvida nuestra identidad nacional. Y como último mantra: La PROSPERIDAD COMPARTIDA, (Share prosperity) término que ya utilizó hace más de una década el Banco Mundial, se aplica ahora en el anunciado preacuerdo de la Unión Europea con Gran Bretaña. ¿Qué puede esperarse de este, si ni se habla de la soberanía? ¿Terminará siendo un suburbio del Peñón la zona del Campo de Gibraltar?

Esto, no es diplomacia. Esto es deserción, o claudicación. No estamos hablando de izar banderas ni de agitar nacionalismos. Estamos hablando de recuperar el discurso. De no ceder el relato. Porque cuando un país deja de explicar por qué algo es suyo, corre el riesgo de convencerse —y de convencer a sus hijos— de que no lo es. Estamos hablando —y no temamos decirlo— de soberanía. En el sentido más completo: soberanía sobre nuestros recursos, sobre nuestro relato, sobre nuestras decisiones. Porque si una nación no puede ejercer su soberanía en un caso tan claro como este, ¿dónde puede ejercerla?

El Brexit, consumado el 31 de enero de 2020, abrió una oportunidad histórica. Gibraltar quedó fuera de la Unión Europea, pese a haber votado masivamente por permanecer en ella. Por primera vez en décadas, se abría una ventana para renegociar las relaciones sobre nuevas bases. Pero una vez más, esa oportunidad parece diluirse entre sonrisas protocolarias, eufemismos burocráticos y pactos que no pactan nada. Hoy se discute la presencia de la Guardia Civil en el aeropuerto de Gibraltar, la inclusión del Peñón en el espacio Schengen, la gestión fiscal compartida, la cooperación aduanera... Pero todo eso palidece si no hay una voluntad de fondo. Una voluntad de Estado. Una voluntad de ser.

Y sin embargo, ¿cómo integrar en Schengen un territorio cuyo control efectivo recae en una potencia extracomunitaria? ¿Cómo armonizar aduanas con una roca que ha hecho de la desarmonía su principal atractivo fiscal? ¿Qué sentido tiene firmar pactos transfronterizos sin resolver antes el núcleo del litigio? La diplomacia —dijo un embajador ilustre— es el arte de transformar las heridas en cicatrices. Pero para ello, hay que cerrar primero las heridas. Y para cerrar una herida, hay que reconocerla, , atenderla. No basta con cubrirla de eufemismos.

El libro RESUMEN DE UNA HISTORIA DE PIRATAS no cae en el derrotismo ni en el extremismo. Habla claro. Traduce la situación con la serenidad del que conoce el terreno. No pide revancha. Pide dignidad. No propone guerra. Propone memoria. Y nos recuerda algo esencial: que el silencio prolongado no es paz, sino complicidad como ya dijimos. Que el tiempo no cura las cesiones, sino que las pudre. Que lo que no se defiende, se pierde.

Porque lo que aquí está en juego no es un peñasco con monos y casinos, y un registro mercantil con un número mayor de asientos de empresas que el censo de ciudadanos de la roca. Es fiscalidad ajena a los principios básicos de la Unión Europea. Lo que está en juego es la capacidad de un Estado para relatarse a sí mismo. Y esa capacidad —cuando se pierde— no se recupera fácilmente.

Hay países que arriesgan su prestigio internacional por islotes inhabitables. Recordemos como la flota británica recuperó las desérticas islas Malvinas en 1982 con el único propósito de mostrar al mundo su soberanía. Fue una cuestión conceptual. Otros países, discuten durante décadas por escollos inhabitables. Nosotros tenemos una roca cargada de historia, con una base militar extranjera, y dudamos si debemos hablar de ella. La historia de Gibraltar no empieza en 1713. Viene de la Bética romana, de la frontera visigoda, del Emirato de Córdoba, del Califato, del Reino de Castilla. Y esa memoria larga no puede archivarse sin mutilar nuestra identidad. La soberanía no se mide por el tamaño de lo disputado, sino por el valor que se le otorga. Y cuando un país renuncia a defender lo pequeño, pronto se verá incapaz de defender lo grande. Gibraltar no es un caso aislado: es el termómetro de nuestra vitalidad política. Y si no lo entendemos así, otros lo harán por nosotros.

El libro —no solo informa—, despierta. Y ese es su mérito más profundo. En tiempos de confusión, hay que tener el valor de lo sencillo. Este libro nos ofrece las herramientas para ello. Y por eso merece ser leído, discutido y difundido. Porque hay libros que informan, otros que entretienen, y algunos —los más raros— que además, despiertan.

Porque Gibraltar no es una obsesión trasnochada, sino una asignatura pendiente. Y mientras no la aprobemos, seguirá examinándonos. No con pólvora, sino con presencia. No con cañones, sino con cemento. Y si no somos capaces de defender nuestras razones, será que nos hemos quedado sin ellas. Insisto, Gibraltar no es solo una piedra. Es una promesa pendiente. Una advertencia. Un espejo. Y también —por qué no decirlo— una segunda oportunidad para hacer bien lo que nunca debió hacerse sobre Gibraltar: la desmemoria y el silencio. Si nuestros jóvenes no entienden por qué Gibraltar importa, no es culpa suya. Es nuestra. Porque hemos fallado en transmitirles no solo la historia, sino la dignidad que ello encierra. Y en estos tiempos de confusión moral y política, tener el coraje de lo obvio —recordar, reclamar, despertar conciencias— es ya en sí, un acto revolucionario.

Al coronel Enrique D. Martínez-Campos, hay que agradecerle, como persona, historiador y militar, su trabajo claro y su lealtad sin alardes, su contribución lúcida y necesaria frente a este olvido consciente de nuestra realidad soberana tantas veces silenciada.

Íñigo Castellano y Barón


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