Política y economía, para el Estado, son hoy dos caras de la misma moneda, lo que se debe en gran medida, no tanto al crecimiento de la economía, como al astronómico crecimiento del Estado, el cual invade todas la áreas de la sociedad, buscando el poder y el control de cuanto pueda caer en su voracidad, interventora y, lo que es peor, recaudatoria.
El estado liberal. no interventor , o la teoría hayekiana que considera que la planificación y el control van “pari pasu” con el fracaso del progreso económico, son dos posturas difíciles de sostener hoy día, y no porque no sean rigurosamente ciertas, sino porque la propia sociedad actual, instalada en la subvención y en el bienestar que le proporciona el “Estado protector e interventor”, no está dispuesta a atender a las razones de peso que esgrimen autores tan prestigiosos como el ya citado Hayek u otros, tales como Isahia Berlin o Raymond Aaron.
Estos son hoy tildados peyorativamente de neoliberales, por aquellos que se reclaman de progresistas, como si el ser liberal, nuevo o viejo, fuera una cosa recusable y perniciosa. Sin embargo así se alzan las voces de quienes defienden el control férreo de la economía por parte de las instituciones políticas y proclaman que el Estado es el factotum del bienestar, sin comprender la evidencia proclamada por Gitta lonescu, de que «no es el Estado quien genera el bienestar, sino las empresas creadoras de riqueza». Otra cosa es que la redistribución de esa riqueza creada por la industria, el comercio y las actividades mercantiles, deba tener como último referente al Estado, cuya única misión y justificación radica en la preservación del orden, la garantía del cumplimiento de la ley y el deber inexcusable de velar por la justicia.
Esta es, en síntesis, la idea que el liberalismo tiene del Estado, poniendo como tope a la acción política la libertad económica. La esencia de la libertad, el primero de los derechos fundamentales del hombre, tras el de la conservación de su vida, es el de la administración y el control de su patrimonio; este no puede estar al albur de los caprichos de los políticos. No se nos puede llenar la boca, como se nos llena de continuo, con la palabra democracia, si no tenemos clara esta verdad histórica: la democracia vino al mundo de la mano del liberalismo capitalista (Held, D. 2002:90) y a mayor bienestar económico, corresponde un mayor grado de democracia y así lo han demostrado Bukhart y Lewis Beck, lo que equivale a decir que el desarrollo económico conduce a la democracia y no al revés, tal como injustamente se nos está haciendo creer con mendaces propagandas socialdemócratas, tras las que se ve claramente el afán de la compra de votos a corto plazo.
Por ello el empeñarse en consagrar la intervención creciente del Estado en los asuntos económicos es la regresión a un sistema que ya consagró su quiebra en el siglo XX, con el enorme sufrimiento y la esclavitud moral y material de los millones de personas que cayeron tras el telón de acero, así como con los avatares de una Europa desvencijada por el auge y el fracaso de los totalitarismos de los que logró liberarse gracias a la ayuda de los liberales Norteamericanos.
Sin embargo los progresistas son profundamente enemigos de los estados Unidos. Olvidan, sin duda, que sin la ayuda norteamericana durante las dos guerras mundiales y sin el Plan Marshall durante la última posguerra, el Viejo Continente hubiera sucumbido tanto a la nazificación, como a la posterior amenaza real de la sovietización. La propia Unión Soviética, paradójicamente, cobró fuerza y poder gracias también a las ayudas de los aliados. La de América con sus ingentes cantidades de dinero y material bélico (Ley de Préstamo y Arriendo) y la de Inglaterra con la apertura del segundo frente. Sin estos apoyos hubiera sido arrasada, con mayor facilidad que lo fue la propia Europa, por el imparable militarismo nazi.
Por ello, tras el último conflicto bélico, las relaciones estado-capital entraron en una nueva fase liberatoria ya que todo el mundo convino en que el proteccionismo había sido el principal causante de las graves tensiones y de los errores, tanto económicos como políticos, que habían llevado al mundo por dos veces consecutivas a las catástrofes que representaron la primera y la segunda guerra mundial.
Sin embargo, la reacción keynesiana, que propone la intervención del Estado para corregir las desviaciones de la economía y los fallos del mercado, así como para redistribuir las rentas o para frenar los abusos inherentes al propio sistema capitalista, es hoy una doctrina vigente, si bien no puede aceptarse sin matizaciones importantes y dentro de los límites equilibrados de un estado liberal-democrático, cuya creciente transformación en estado benefactor y providente, parece tener por única misión la realización de políticas sociales, cada vez más ligadas a una espiral impositiva creciente y a una regulación laboral que puede conducirnos (de hecho nos está conduciendo) a la desmotivación y a la ruina. Ruina aprovechada por otros estados lejanos en el espacio y procedentes del ideario marxista, en los que curiosamente no se permiten ni la libertad política, ni, menos aún, las protestas sindicales incendiarias de neumáticos, entre otras cosas porque aún no tienen bastantes neumáticos para incendiar.
Fernando Álvarez Balbuena
Dr. En CC. Políticas y Sociología