Quiero decir, ante todo, que no me guía ninguna intención política en las reflexiones que expongo a continuación. Al menos no en el sentido práctico. Primero, porque carente de cualquier ambición, inclinación o vocación de cargo público, no tengo sardina que arrimar a ningún ascua y segundo, porque mi interés por la política es puramente teórico, sin que me preocupe otra cosa que vivir en paz con todo el mundo. Y esa paz que a todos nos preocupa y que a todos nos complace, no se logra por otro camino que por el de la educación y la cultura y la cultura política es, en general, bastante deficiente en nuestra sociedad, en la que, sin embargo, todo el mundo habla de política y dogmatiza sobre el asunto público con una evidente carencia de conocimientos, lo que añade la confusión a la ignorancia.
Es curioso percibir como nadie se atreve a hablar de medicina o de matemáticas sin los conocimientos teóricos y especializados siempre necesarios para emitir opiniones sensatas; sin embargo cualquiera se lanza a pontificar sobre materias tan abstractas como el derecho, la filosofía, la política o la religión, e incluso sobre lingüística, sobre todo ahora que hemos hecho de la lengua una bandería política y, por ello, las opiniones que se emiten al respecto de estas cuestiones, no solamente en tertulias informales sino inclusos en los mass media y por gentes, a veces de cierto pretendido nivel cultural, suelen ser bastante pintorescas, cuando no absolutamente erráticas.
Por eso, ahora que no se nos cae de los labios la palabra democracia, la cual hemos sacralizado, haciendo de esta forma política el compendio de todas las excelencias y felicidades, hemos dado en olvidarnos del liberalismo y de lo que el mismo significa en el desarrollo político de la propia democracia, tal como hoy debe ser entendida. Si pretendemos que esta comporte las cotas de libertad y de desarrollo de la convivencia tal como ansiamos cuantos hemos asumido el principio de un hombre, un voto, parece oportuno que hagamos una somera reflexión sobre ambos conceptos a fin de que la libertad no se vea aherrojada y sometida incondicionalmente al criterio de una mayoría, por muy democrática que esta sea, como lo está en los regímenes totalitarios, a la voluntad de un tirano.
Digamos, ante todo, que liberalismo y democracia no son términos equivalentes, sino más bien contradictorios, aunque esta afirmación pueda causar asombro a la mayor parte de quienes lean estas líneas. Sin embargo el concepto de libertad, de donde procede directamente el de liberalismo, casa muy mal con las diversas formas de ejercicio del poder político, ya sean democráticas o autoritarias porque todas ellas, necesariamente, tienden a limitar la autonomía del individuo.
Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político que difieren profundamente entre sí. La primera, democracia, responde al planteamiento de “quién debe de ejercer el poder” y la segunda, liberalismo, al de “qué limitaciones debe de tener el poder político, ejérzalo quien lo ejerza”. En otras palabras: la democracia no justifica el uso arbitrario del poder político, por mucho que el sufragio universal se erija mediante las elecciones en decisor del titular de dicho poder, porque una cosa es la titularidad del mismo y otra muy distinta la legitimidad de sus decisiones de gobierno, sobre todo cuando en las cámaras exista una mayoría, ya absoluta, ya pactada, que mediante la disciplina de partido prostituya la decisión y el voto en conciencia de los representantes del pueblo.
Es, por tanto, el liberalismo el principio soberano que proclama que el poder no puede ser absoluto porque las personas tienen derechos anteriores y previos a toda injerencia del Estado. Esta concepción personalista de la política es, sin duda, anterior y superior al propio concepto de democracia. Así lo comprendieron los fundadores de los Estados Unidos, los cuales son la democracia más antigua de las hoy existentes. Washington, Madison, Franklin, etc., en su lucha por la libertad, huían precisamente del propio concepto de democracia, porque lo consideraban tiránico. Para establecer el naciente Estado americano sobre una base más firme y más libre, preferían una concepción distinta y seguramente menos precisa, pero más a su estilo: la de república federal[1]. Para ellos el concepto de república (res publica, es decir: cosa pública) enmarcaba mejor sus anhelos de libertad y de independencia.
El poder público, como dice Ortega, tiende siempre y dondequiera a no reconocer límite alguno. Es indiferente que se halle en una sola mano o en la de todos. Sería por lo tanto un error de bulto, una ingenuidad absoluta, creer que a fuerza de democracia podemos esquivar el absolutismo[2], todo lo contrario, no hay tiranía más feroz ni autocracia más salvaje que la difusa e irresponsable del pueblo. Por eso quien es verdaderamente liberal mira con desconfianza y con plausible recelo los fervores democráticos que tienden a diluir las libertades personales. Así sucede, por ejemplo con el tradicional desprecio que desde las instancias democráticas más interventoras se tiene por la propiedad privada a la que se persigue demagógicamente mediante un nivel excesivo de impuestos, que sirven literalmente para comprar el voto de ciertas capas sociales las cuales buscan en la subvención y en el subsidio (necesarios en prudente medida) lo que debe de ser conseguido mediante el esfuerzo, el mérito y la igualdad de oportunidades.
Así pues, frente al poder omnímodo del Estado burocrático y pretendidamente benefactor, que usa y abusa de su legitimidad democrática, el principio liberal significa la exaltación del derecho privado, aspira a la consecución, en definitiva, de un espacio de privacidad, un privat legem o privilegio, en el que la persona se libere, en la posible proporción, del abuso intervencionista al que la soberanía tiende siempre en el ejercicio del poder.
Por lo tanto el concepto de democracia es en si mismo poco estimable políticamente si no va indisolublemente unido al de liberalismo. No reconoceremos pues otra democracia que la democracia liberal, aunque sabemos de antemano que ambos términos son dificílmente maridables. Sin embargo, pese a su imposible fusión, existen múltiples maneras de que se solapen y complementen. Rafael del Águila ha descrito esta opción con el original nombre de “El Centauro transmoderno”,[3] tomando el mito del animal mitad hombre, mitad caballo, en el que cada parte representa tendencias contradictorias, pero de las que puede surgir una resultante que satisfaga las también contradictorias tendencias del problema político. Este problema no es si no el de la convivencia humana ya que el hombre, como fue considerado por Aristóteles, no es otra cosa que un animal político (zoon politicon) y quiéralo o no, solamente pude vivir en la “polis”, es decir, en la sociedad, que es en realidad una creación política, sin la que la vida humana no es comprensible, ya sea como actor protagonista o como comparsa.
En esta pues difícil simbiosis transgénica de liberalismo y democracia, los teóricos y los estudiosos de los sistemas políticos, desde Hume o Montesquieu, hasta otros de nuestros días, han ideado soluciones y herramientas para que la tiranía no tenga asiento en el sistema democrático. No es ajeno al tinglado político el hecho religioso o, si se quiere, el sistema de creencias. No puede haber vida social sin dicho sistema, la agnosis, la apatía el escepticismo, la irreligiosidad, en suma, son malos compañeros de viaje para la convivencia humana y, por lo tanto, para la propia democracia. Grecia y Roma, maestras en la construcción de andamiajes políticos, así lo comprendieron y consecuentemente estimularon por todos los medios el culto público y la pietas y ello no es cuestión baladí. Alexis de Tocqueville, que tuvo la perspicacia de estudiar la democracia americana, cuando dicho sistema aún no había fructificado adecuadamente en Europa, dice textualmente: “Uno de mis sueños al entrar en la vida política, era trabajar por conciliar el espíritu liberal y el espíritu religioso, la sociedad nueva y la Iglesia”[4].
Este sueño que Tocqueville comentaba así a un amigo en 1843, se había alimentado y fortificado ante el espectáculo que el autor había observado en los Estados Unidos, donde, el espíritu político y el religioso marchaban perfectamente coordinados, justo al revés de lo que sucedía en la Europa de aquel entonces. Religión y libertad habían presidido concertadamente la formación de la Nueva Inglaterra por los puritanos, quienes habían llevado al Nuevo Mundo su cristianismo “republicano y democrático”. Sería sumamente largo a los propósitos de este artículo, entrar en consideraciones históricas al respecto del hecho religioso, sobre todo del cristianismo pero, por lo mismo que un liberal no puede por menos de respetar profundamente las creencias íntimas e individuales de todo el mundo, tampoco puede dejar de sentirse responsable ante si mismo de un sentimiento religioso, sea de la confesión o estilo que sea, o aún de elaboración estrictamente personal. Ello no implica ni beatería ni sumisión al dogma sino un sentimiento de que la vida humana tiene un sentido trascendente, de que el hombre, como decía Unamuno, es “un conato de eternidad”. Pero el profundo desprecio que cierta parte de la sociedad, la más proclive al intervencionismo y al recorte de las libertades individuales, siente por la religión, no aporta nada a la convivencia, es decir, aporta algo profundamente negativo: la ignorancia de nuestra historia y de la formulación de la idea de Europa tal como se ha desarrollado.
En resumen: la Democracia Liberal es el logro más importante y genial que el hombre moderno ha sido capaz de realizar. Es una aventura que ha durado dos centurias y que de consolidarse puede durar indefinidamente. Markoff ha preconizado que la marea democrática es imparable, [5] pero nosotros añadimos que si no va firmemente unida al espíritu del liberalismo, no se habrá progresado en política absolutamente nada.
Los principios sobre los que se basa pues el Estado liberal-democrático, y a los que implícitamente ya nos hemos referido a lo largo de las líneas que anteceden, son los siguientes:
- Nomocracia (predominio o soberanía de la Ley sobre la arbitrariedad).
- Equilibrio de poderes (separación de legislativo, ejecutivo y judicial).
- Democracia (en el sentido de elecciones libres y periódicas, fijando de antemano su periodicidad).
- Sistema representativo-voluntarista (con libertad absoluta de voto, sin sujeción a líneas de partido ni a mandatos imperativos enmascarados)
La tabla de declaración de los derechos fundamentales como anteriores al Estado, sagrados e inalienables, suprema barrera de todas las actividades del poder. La vinculación de la soberanía a la voluntad popular, pero concretada en la norma o ley fundamental como superior a los poderes del Estado, los cuales distribuyen sus funciones en órganos iguales y distintos, para que mutuamente se limiten y, haciendo imposible la arbitrariedad, hagan efectiva la libertad. La creación de toda instancia imperativa, de toda norma o poder, por la propia voluntad de los ciudadanos; son las ideas que expresan, en síntesis, el contenido de estos principios cuya realización constituye la sustancia de la verdadera democracia liberal.[6]
Como puede verse, en una democracia como la nuestra actual, en la que el principio individualista cede ante los intereses espurios de la compra de votos, mediante la demagogia del gasto inmoderado (que sale de los impuestos), en la que la separación de poderes es una ficción que los partidos políticos manejan a su gusto, eligiendo a los jueces según el peso de las diversas ideologías en las cámaras y donde el legislativo y el ejecutivo confunden sus funciones mediante expedientes de arreglos impresentables o del uso y abuso de la legislación administrativa. Una democracia donde igualmente se conculca el principio democrático por los partidos políticos que elaboran candidaturas cerradas con las que se impide la libre elección de las personas (lo que vicia también el principio individualista) y donde la representación de las voluntades está sujeta a las instrucciones de la dirección y del aparato de cada partido y un largo etcétera que sería demasiado extenso para comentar aquí, propician una democracia que tiene muy poco de liberal y un mucho de autoritaria...
Por ello, los liberales aún tienen un largo camino que recorrer y una lucha tenaz por delante para lograr un sistema más limpio, más justo y, en suma, más liberal.
Desgraciadamente la autonomía y la iniciativa de los individuos son ahora dos valores en baja, ante la planificación interventora creciente, enmascarada tras las disposiciones burocrático-administrativas y ante la agresión constante al primero de los derechos individuales, la propiedad privada, sin el respeto a la cual son letra muerta todos los demás derechos humanos proclamados a bombo y platillo por los demócratas de toda la vida que ejercen ahora el poder. Nada nuevo en suma, pues, como dice Ortega, “Los demócratas de ayer, son los tiranos de hoy”.[7]
[1] Cfr. Madison El Federalista. Whorth.& Mauer, Boston, 1878, pag. 12.
[2] Cfr. Ortega y Gasset, J. El Espectador. Sánchez y Leal, S.A. Madrid, 1950, pag.594.
[3] Cfr. Teoría de la Política., vol. 6. F.Vallespín, Edit. Alianza, Madrid,1995, pag. 628.
[4] Cfr. La Democracia en América. Comentarios de. J.J. Chevallier, Aguilar, Madrid, 1972, pag. 255.
[5] Cfr. Markoff, J. Olas de Democracia. Technos, Madrid, 1996, pag.125.
[6] Cfr. Fdz.-Miranda, T. El problema político de nuestro tiempo. Ed. Alférez, Madrid, 1950, pag.51.
[7] Cfr. Ortega y Gasset, J. Op. cit., pag. 598.