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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

La gloria de las Armas Españolas: Pavía, año de 1525

'Francisco I, rey de Francia, entrando prisionero en la Torre de los Lujanes', por Antonio Pérez Rubio. © Museo Nacional del Prado, Madrid
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"Francisco I, rey de Francia, entrando prisionero en la Torre de los Lujanes", por Antonio Pérez Rubio. © Museo Nacional del Prado, Madrid

LA CRÍTICA, 21 MARZO 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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A principios del siglo XVI, Europa estuvo dividida en varios reinos y estados con intereses enfrentados. Dos de los monarcas más poderosos fueron: Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey de España, Nápoles, Sicilia, Austria y los Países Bajos. Su vasto imperio lo convirtió en el monarca más influyente de Europa, junto a Francisco I de Francia, rey de Francia desde 1515.

El monarca francés vio con preocupación el creciente poder de los Habsburgo que aspiraban a expandir su influencia en Italia. Uno de los momentos clave en la rivalidad entre Carlos V y Francisco I fue la elección del emperador del Sacro Imperio en 1519 tras la muerte de Maximiliano I. Francisco I se presentó como candidato, pero finalmente los príncipes electores eligieron a Carlos V, lo que dejó a Francia en una situación de inferioridad. (...)

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Esto incrementó la enemistad entre ambos monarcas, al Francisco I considerar la elección como una humillación y amenaza a su reino. Italia fue el centro de la disputa por ser una región económicamente próspera, aunque políticamente fragmentada en pequeños estados, como: el Ducado de Milán; República de Venecia; Florencia; Los Estados Pontificios; y el Reino de Nápoles. Desde finales del siglo XV, Francia y España (bajo el control de los Habsburgo) luchaban por su dominio. La rivalidad entre la Monarquía Francesa y la Casa de Habsburgo, representada por Carlos V tuvo su origen en las Guerras Italianas de 1521-1526. Este conflicto formó parte de una serie de conflictos entre Francia y el Sacro Imperio, en las que también participaron el Papado, Inglaterra y los Estados italianos.

Desde el reinado de Luis XII (1498-1515), Francia intentó controlar el Ducado de Milán, una región clave como puerta de entrada que era al resto de la península italiana. Francisco I continuó esta política y en 1515 logró una gran victoria en la Batalla de Marignano, conquistando Milán. Carlos V, como rey de España y emperador del Sacro Imperio, no quiso permitir que Milán estuviera en manos francesas. En 1521, organizó una coalición con el Papado, (León X), el Ducado de Milán (Francisco II Sforza) y el reino de Inglaterra (Enrique VIII). Esta alianza supuso por parte de los imperiales y de los españoles la expulsión de los franceses de Milán en ese mismo año y el reintegro del ducado a los Sforza, entonces representado por el duque Francesco II Sforza, aliados de los Habsburgo. Francisco I no aceptó esta derrota y en 1524 promovió una gran invasión de Italia lanzando una nueva ofensiva para recuperar Milán, lo que lo llevó al sitio de Pavía (Lombardía) y finalmente a su derrota en 1525.


Antes de la batalla

Francisco I avanzó con un ejército numeroso (alrededor de 25.000 soldados) cruzando los Alpes. Logró capturar varias ciudades y entró en Milán, aunque no pudo consolidar su control definitivo. Aparentemente, Francisco I tenía ventajas, pero cometió varios errores estratégicos en el conjunto global de esta historia, antes y durante el conflicto: subestimó la resistencia imperial pensando que podría tomar rápidamente la ciudad. No aseguró sus líneas de suministros, lo que hizo que sus tropas sufrieran por la falta de provisiones. No calculó un contraataque sorpresa de las fuerzas de Carlos V que prepararon un asalto con refuerzos dirigidos por el condestable virrey Carlos de Lannoy y el experimentado líder militar napolitano Fernando de Ávalos, casado con Vittoria Colonna, marqués de Pescara, quien se dispuso a enviar tropas en socorro al sitio de Pavía, localidad cercana a Milán. El rey Francisco I subestimó el peligro ante Pescara, interrogando con gritos al almirante de Francia en referencia a los españoles: «¿Dónde están aquellos leones que vos decíais?» y éste replicó: «Mirad lo que hacéis, que si los dejáis vestir, no será mucho que nos lleven a todos».

Siendo octubre de 1524, Francisco I al frente de su poderoso ejército y apoyado por importantes baterías artilleras había puesto sitio a la ciudad de Pavía, defendida por el ejército imperial de unos 9.000 hombres. Maniobró tácticamente con sus tropas con el propósito de rodear la ciudad para testar las fuerzas enemigas imperiales. Con esa intención procuró varios asaltos que fueron rechazados mientras que unas lluvias torrenciales convirtieron el campo en un auténtico lodazal, al punto de que Francisco I consideró por un tiempo la posibilidad de retirarse a Milán para permanecer allí el invierno. Sus espías le informaron de que la guarnición imperial estaba descontenta por la falta de pagas siendo posible una sublevación de las tropas mercenarias, pero los informadores del rey francés no tuvieron en cuenta la sagacidad del navarro Antonio de Leyva que consciente de ese problema mandó confiscar la plata de las iglesias para fundirla y pagar a sus soldados. En Lodi, a una veintena de kilómetros al este, el ejército imperial se reforzaba con un contingente de 12.000 alemanes que el duque Carlos de Borbón, un noble francés al servicio de Carlos V, reclutó en Austria, entre ellos los aguerridos lansquenetes de Jorge de Frundsberg. Sin embargo los meses pasaron y la falta de alimentos en las tropas españolas que resistían en Pavía se hizo un problema acuciante, al punto de pensarse en evacuar la ciudad, pero el marqués de Pescara comprendiendo que aquello no pudiendo evitar el enfrentamiento con los franceses, mejor sería atacarles en su propio campamento del Parque Mirabello, por lo que arengó a sus tropas diciendo: «!Señores e hijos míos, de toda esta tierra, sólo la que tenéis bajo los pies podéis contar por amiga!», y señalando al campo francés añadió: «Si mañana queremos tener que comer, allí lo hemos de ir a buscar». Estaba finalizando el mes de febrero.


La Batalla

6.000 soldados de los tercios españoles, más otros 6.000 a 7.000 mercenarios suizos y lansquenetes alemanes armados de arcabuces y picas que lucharon cuerpo a cuerpo contra la infantería suiza francesa, sumados a unos 2.000 hombres reclutados de los territorios italianos, y gran número de caballería ligera entre dos mil a tres mil que hostigó los flancos franceses, junto a un menor número de caballería pesada compuesta de borgoñones algo menos efectivos debido al fuego de los arcabuces, y una artillería menor a la francesa, pero de mayor movilidad, conformaron el ejército imperial que pudo aproximarse a los 22.000 efectivos. El Ejército imperial (Carlos V, comandado por el virrey Carlos de Lannoy y el general Fernando de Ávalos, marqués de Pescara) logró una mejor coordinación y más moderno armamento con una mayor participación del uso de arcabuceros, lo que determinó la ventaja clave contra la caballería francesa. Movimientos previos: La noche del 23 al 24 de febrero de 1525, el ejército imperial lanzó un sorpresivo ataque nocturno desde el interior de Pavía y desde las afueras de la ciudad. Para ello y para distinguirse de los franceses en la penumbra, las fuerzas imperiales vistieron sobre las armaduras, camisas blancas. La batalla se libró en el Parque Mirabello, una reserva de caza fortificada. Los franceses usaron esos muros como defensa, pero no pudieron evitar que los imperiales se infiltraran por las hendiduras, por lo que aquellas defensas se convirtieron en la propia trampa de los franceses que quedaron atrapados entre ellas y el ejército imperial. Antes del amanecer, gran parte de los muros estaban derribados y miles de imperiales se habían adentrado ya en el Parque Mirabello. Su vanguardia se dirigió hacia el castillo, mientras el grueso del ejército imperial, en columna, marchó en dirección oblicua hacia el ala izquierda francesa, donde se encontraba Francisco I. Pronto, los arcabuceros españoles dominaron Mirabello, amenazando con dividir al ejército enemigo. Pero el ala derecha francesa reaccionó y se lanzó contra la retaguardia imperial logrando dispersarla y capturando sus cañones, mientras que la artillería francesa disparaba incesantemente sobre el ejército imperial, deteniendo su avance. Francisco I pensó que la suerte se inclinaba a su favor y quiso dar el golpe de gracia con sus gendarmes, la élite de la caballería francesa. La carga fue arrolladora, pero los artilleros debieron suspender el fuego para no dañar a sus propias fuerzas. La caballería imperial, principalmente española, salió al paso de la enemiga entablándose un duro combate entre ambas que favoreció a la francesa, más numerosa y mejor armada. Pescara, observó que la caballería empezaba a ceder terreno y envió a sus arcabuceros que aprovechando el terreno boscoso, empezaron a derribar impunemente a los jinetes franceses. En la batalla, utilizaron una táctica eficaz combinando piqueros suizos y lansquenetes alemanes con una poderosa fuerza de fuego de los arcabuceros españoles. La infantería española, con sus arcabuces, infligió grandes bajas a la caballería pesada francesa, que quedó fuera de combate frente a la nueva táctica de guerra. Los arcabuceros españoles, liderados por Fernando de Ávalos y Antonio de Leyva, desempeñaron un papel crucial. En el fragor y confusión de la batalla, los mercenarios suizos atacaron por error a su propia caballería mermando una de las fuerzas principales de ataque francés. La infantería imperial y los lansquenetes alemanes destruyeron las líneas francesas. No se hicieron prisioneros pues los arcabuceros, disparaban sobre todo el que no portaba la camisa blanca. Un testigo aseveró: «perdida toda piedad que españoles suelen tener, andaban como lobos hambrientos matando cuanto hallaban». Miles de soldados franceses murieron. En las primeras horas de la mañana, los franceses, sin orden ni concierto, luchaban cada uno por sobrevivir en grupos aislados, o esforzándose en abandonar el campo. Francisco I buscó también la salida del parque, faltó poco para que el monarca sufriera la misma suerte que muchos de sus nobles en pleno campo de batalla, pero un disparo derribó su caballo y el rey quedó atrapado debajo. Finalmente, un caballero del duque de Borbón le reconoció y lo sustrajo de la furia de los arcabuceros. Tres españoles se disputaron el honor de haberle capturado, cercado tras caer de su caballo por lansquenetes alemanes, fue aprehendido por el hidalgo gallego Alonso Pita da Veiga que iba acompañado por el granadino Diego Dávila y el guipuzcoano Joane de Urbieta, le tomaron para entregarlo al virrey Carlos de Lannoy. El ejército imperial obtuvo una victoria decisiva. La destrucción de un puente obligó a los fugitivos a lanzarse sobre el caudaloso río Tesino, incrementando así las pérdidas francesas. Una crónica italiana cita que: «Preso el rey de Francia, preso y muerto la mayor parte de sus capitanes y nobles, cerca de 15.000 personas entre muertos y ahogados en el Tesino, todo su ejército disipado, era cosa de admirar». El rey francés fue enviado a Madrid donde firmó el Tratado de Madrid (1526), renunciando a sus territorios en Italia, Borgoña y Flandes y proclamando: «Tout est perdu, fors l'honneur» (Todo está perdido, excepto el honor).


Consecuencias políticas de la Batalla de Pavía

Francia perdió su influencia en la región, consolidando el dominio imperial en Milán. Carlos V se convirtió en la figura más poderosa de Europa. Francia no cumplió los términos del Tratado de Madrid y organizó la Liga de Cognac (1526), una alianza contra Carlos V. El Papa Clemente VII, los suizos, Venecia, Florencia e Inglaterra se coaligaron, pero ello no impidió la hegemonía imperial sobre la península. La guerra continuó, culminando en eventos como el Saqueo de Roma (1527). La batalla de Pavía demostró la superioridad de la infantería con arcabuces sobre la caballería pesada medieval. Fue uno de los primeros grandes triunfos de la revolución militar española, marcando el ascenso de la infantería profesional en la guerra europea. La captura de un rey en batalla fue un evento sumamente inusual, lo que hizo de Pavía un punto de inflexión en la historia de Europa. La Batalla de Pavía consolidó el dominio imperial de Carlos V en Italia, especialmente en Milán y Nápoles, y cambió la forma de hacer la guerra, demostrando que la artillería y las armas de fuego comenzaban a reemplazar la caballería tradicional. La guerra medieval había cambiado sus tácticas con el declive de la caballería pesada y el ascenso de la infantería con armas de fuego. La combinación de arcabuces, piqueros y artillería pasaron a formar parte de la táctica militar. Latente quedó entretanto, la amenaza del Imperio Otomano, pero eso es otra historia La batalla fue representada en la famosa tapisserie de la Bataille de Pavie, un bello tapiz que encargó el emperador Carlos V en donde se representan los arcabuceros disparando a la caballería de élite francesa. En 1808, doscientos ochenta y tres años después de esta batalla, el marqués de Astorga, Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzmán, alférez mayor de la Divisa del Pendón de Castilla, fue obligado en Madrid, por orden del rey intruso José Bonaparte, en una pomposa y vergonzante ceremonia, a entregar la espada del rey Francisco I al mariscal francés Murat, Gran Duque de Berg y cuñado de Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, quien le había instado a reclamarla tras haber comentado el propio rey Fernando VII: «Que le den la espada. Demos gusto a la familia Imperial. ¿Qué nos importa un pedazo más o menos de hierro?».


¡Gloria y Memoria a nuestros héroes!


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