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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

Ceriñola, la mítica batalla del Gran Capitán que cambió la estrategia militar europea

'El Gran Capitán, recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola', Federico de Madrazo y Kuntz. © Museo Nacional del Prado, Madrid.
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"El Gran Capitán, recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola", Federico de Madrazo y Kuntz. © Museo Nacional del Prado, Madrid.

LA CRÍTICA, 16 NOVIEMBRE 2024

Por Íñigo Castellano Barón
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Íñigo Castellano es Presidente de la Asociación Española de Amigos del Gran Capitán.


El reino de Nápoles fue vasallo del papado durante muchas décadas, requiriendo de su aquiescencia para su gobernanza. Inicialmente estuvo unido a Sicilia bajo dominio de la monarquía normanda tras reconquistarla a los sarracenos, siendo sustituida posteriormente por el Sacro Romano Imperio Germánico de donde pasó a la dinastía francesa angevina representada por Carlos I de Anyou, victorioso en la batalla de Benevento (1266) cuando derrotó a Manfredo I de Sicilia, cuya hija Constanza casó con Pedro III el Grande de Aragón.


En 1282 sucedieron las llamadas Vísperas Sicilianas donde miles de güelfos y franceses murieron en Palermo a manos de los sicilianos, siendo el trono ofrecido al rey Pedro III el Grande quien se proclamó rey de Sicilia con la oposición del papado, entonces aliado de Francia. Entretanto, la casa Capeta de Anyou reinaba en Nápoles. La expansión de Aragón se desarrolló por el Mare Nostrum en permanente lucha contra la casa de Anyou que perdió Nápoles en 1442 ante Alfonso V, rey de Aragón, convirtiéndose así en rey de las Dos Sicilias. (...)

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En 1494 Francia invadió el territorio italiano, y Fernando El Católico entendiendo que Italia era pilar básico de su expansión mediterránea, sin olvidar que en 1282 Nápoles y Sicilia estuvieron ligados a su corona, en el año de 1.500 firmó el Tratado de Granada con Luis XII, repartiéndose el reino de Nápoles: el norte bajo la corona francesa y el sur bajo Aragón, pero aquel se rompió tras numerosas discrepancias entre Fernando El Católico y el soberano francés.


Las fuerzas al mando del Gonzalo de Córdoba entraron en Italia iniciándose las llamadas Guerras de Italia. Este fue el escenario en donde el Gran Capitán levantó armas contra Francia desarrollando una táctica que le catapultó a la fama y a la leyenda en toda Europa.


Gonzalo de Córdoba, siendo el año de 1502, se vio forzado ante el acoso del duque de Nemours a retirarse a la ciudad de Barletta en la costa Adriática en espera de refuerzos que le permitiera enfrentarse al poderoso ejército francés que le había puesto sitio. De nada sirvió el llamado desafío de Berletta llevado a cabo entre trece caballeros escogidos de uno y otro bando, pese a que el resultado dio la victoria a los soldados italianos del Gran Capitán. Don Gonzalo vióse obligado a realizar numerosas salidas o encamisadas nocturnas consistente en asaltar con pocos efectivos los campamentos franceses para regresar de inmediato, hostigando así a un enemigo cada día más desconcertado ante aquella táctica de guerrillas que le impedía enfrentarse en campo abierto como era tradicional en la Edad Media. Finalmente en 1503 llegaron por mar una de las unidades más preciadas que esperaba de Maximiliano I: 2.000 lansquenetes alemanes. Cansados los franceses optaron seguir hacia el sur para hostigar los dominios españoles, circunstancia que don Gonzalo aprovechó para salir de la ciudad y reorganizar sus fuerzas mandando a los infantes subir a la grupa de cada caballero y llegar de inmediato a Ceriñola, lugar por él escogido, para enfrentarse a los franceses. La infantería en el sentir del Medievo era el cuerpo de mayor honor que había por lo que Gonzalo de Córdoba fue el primero en subir a la grupa de uno de sus capitanes con el fin de dar ejemplo y su infantería no sentirse humillada. Como previó, Nemours enterado del movimiento de sus fuerzas se dirigió a su encuentro. Don Gonzalo no quiso enviar a su caballería ligera sabiendo de la superioridad francesa. La ventaja obtenida de llegar antes a Ceriñola le permitió cavar trincheras con largas estacas y ahondar más el foso existente, sirviendo la tierra extraída como parapeto frente al enemigo.


En el atardecer del 28 de abril de 1503, en la colina de viñedos y olivos en la región de Apulia, a una altura en la cara norte de las estribaciones de los Apeninos napolitanos, orientada hacia el Mar Adriático del que dista 35 km, rodeada a su pie por un foso, tendría lugar una batalla decisiva para Aragón como para la historia militar del continente europeo. Desde esa altura estratégicamente ventajosa, Gonzalo de Córdoba comandó sus fuerzas, recién victoriosas en la batalla de Seminara en la zona de Calabria, contra el noble señor francés de d´Aubigny. Fue el comandante francés duque de Nemours su nuevo enemigo. Poco antes del atardecer ambos ejércitos se divisaron. Cerca de 12.000 hombres entre franceses, mercenarios suizos, más la caballería pesada y ligera, piqueros y cerca de 25 piezas de artillería, conformaron el grueso del ejército de Nemours. El de don Gonzalo menor, estaba compuesto fundamentalmente por infantería de piqueros y varias líneas de arcabuceros y espingarderos debidamente posicionados en trincheras aguardando en una altitud detrás del largo foso que protegía el parapeto de estacas, más la caballería pesada y ligera y cerca de 13 piezas de artillería. Gonzalo de Córdoba estuvo asistido por sus lugartenientes: los hermanos Colonna, ambos condotieros al servicio de España como de Francia; Diego García de Paredes y Torres, hombre de gran talla y corpulencia que llegó a ser Maestre de Campo del emperador Maximiliano I, coronel de la Liga Santa y Caballero de la Espuela Dorada; Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, y el noble condotiero Pedro Navarro, marino e ingeniero, y Gonzalo de Pizarro, padre del futuro conquistador del Perú. Frente a ellos: Luis de Armagnac, duque de Nemours, conde de Guisa y por entonces virrey de Nápoles y el italiano Roberto Sanseverino, conde de Colorno y condotiero a su vez; Pierre Terrail de Bayard, afamado caballero renacentista, e Yves d´Alégre. Nemours dado que el sol estaba cayendo sopesó librar la batalla en el siguiente día pero Ives d'Alègre arengó a su comandante a no renunciar a luchar ese día pues semejante decisión podría mostrar su falta de experiencia. Herido en su orgullo el virrey Duque de Nemours ordenó el ataque diciendo: «Pues que así os place que combatiendo hoy pongamos fin a la guerra, en aquella manera que plazca a la fortuna, si hoy no satisficiese el deseo del rey de Francia al menos con honrada muerte cumpliré con mi particular honra». Apenas lo dijo cuando la caballería ligera española se lanzó al ataque. No hubo tiempo de mayores decisiones y apenas los franceses los vieron, dos grupos de sus afamados escuadrones de caballería pesada a cuyo frente estaba Nemours, bajadas sus celadas y lanza en ristre, se lanzaron sobre ellos en desenfrenada cabalgada. La española volvió grupas en una fingida retirada perseguidos por los franceses.


Entretanto los escuadrones suizos avanzaron, la artillería francesa vomitó grandes bolas de hierro fundido. En un momento determinado en el lado español, una explosión accidental de los carros cargados de pólvora produjo un auténtico desconcierto en las filas del Gran Capitán que viendo que no hubo bajas arengó a sus hombres reordenándolos en sus puestos, clamando: «Amigos y compañeros, no desmayéis, que estas son las luminarias de nuestro triunfo, suplid la falta de la munición con el valor de vuestros pechos».


Los españoles superados del susto vieron los escuadrones acercárseles a la carga bajo el sonido de los cascos y relinchos de los caballos como de las animosas órdenes de sus capitanes arengando a sus tropas que contrastaron con la serenidad que el Gran Capitán, convencido de su estrategia, inspiró a sus hombres. En la línea próxima del horizonte los caballeros franceses no habiéndose percatado del foso de contención que separaba el muro de estacas, fueron cayendo con sus caballos por el fuego de la fusilería, ensartados por las estacas o engullidos por el foso preparado al efecto, momento en que los capitanes de don Gonzalo que permanecía en el centro rodeado de sus hombres, se enfrentaron a los caballeros franceses descabalgados de sus monturas y sorprendidos por la treta. Al encuentro de los españoles salió la formidable infantería suiza y gascona disciplinadamente compactada precediendo a la caballería ligera de Yves d´Allegre. El redoble de sus tambores fue el preludio de muerte que acompaña a toda batalla. Caminaron hacia el centro de las fuerzas españolas que ya habían dado buena cuenta de los caballeros franceses tendidos sobre el campo en grotescas posturas, diezmados por los arcabuceros o masacrados en el campo abierto. La formación de esos escuadrones suizos era perfecta. Sin detenerse, esquivaron como pudieron los numerosos cadáveres franceses en medio del humo de la fusilería española que disparaban a menos de treinta metros el plomo que atravesaban las armaduras, siendo cargados con verdadera diligencia fruto de un disciplinado entrenamiento. Las picas de los lansquenetes alemanes del ejército español les esperaron junto a nuevas descargas de arcabuceros que en una primera refriega batieron a los mandos que marchaban en primera fila. Con férreo ánimo y extraordinario valor los escuadrones suizos prosiguieron su avance cubriendo los huecos dejados. Se acercaron al foso situado en el remonte de la colina donde rodeleros con sus espadas entran en acción. Un cuerpo a cuerpo se entabla. Las picas y espadas de uno y otro bando contendiente chocan brutalmente. Los suizos y gascones estaban más cansados por la marcha que les obligó a remontar la colina añadiéndose el desánimo que les produjo la derrota de su caballería pesada. No lograron interiorizar que en campo abierto los infantes pudieran vencer a un cuerpo de caballería pesada bien entrenada. Una caballería cuyos pocos sobrevivientes intentaron escapar desesperadamente de aquel infierno produciendo un mayor desorden entre sus propias fuerzas de piqueros suizos. El desconcierto fue adueñándose del ejército francés. El Gran Capitán ordenó la carga definitiva contra los maltrechos y desorientados suizos. La caballería ligera compuesta por unos 800 jinetes italianos, comandados por Fabricio Colonna y Pedro de Paz quedó situada como reserva tras los caballeros de Próspero Colonna. García de Paredes atacó con sus infantes (la mayor parte rodeleros) con terrible ímpetu sorteando las picas enemigas e introduciéndose entre las filas de los suizos sembrando muerte y pánico en ellas, mientras Pedro Navarro embistió por un flanco apoyando a García de Paredes, haciendo que los suizos se separaran y desperdigaran sin unidad de acción. En este panorama, la caballería ligera de Yves d’Alègre no llegó a incorporarse a la batalla, obstruidos por la desbandada suiza. La caballería ligera española se lanzó contra la desconcertada caballería ligera francesa que huyó sin orden a la desesperada, circunstancia aprovechada por la española para cargar contra la infantería francesa que escapó como pudo ante el animoso ejército español.


La batalla de Ceriñola se desarrolló en apenas dos horas de lucha. El mayor protagonismo lo alcanzaron los gritos de los heridos y la súplica de piedad por parte de los moribundos pidiendo que acabaran con sus sufrimientos. Miembros mutilados, sangre y hierro enlodaron la tierra en donde con gallardía y valor los dos contendientes lucharon hasta la extenuación, pese al menor número de combatientes en las filas del Gran Capitán.


Cerca de veinte mil hombres conformaron los dos ejércitos que libraron la batalla bajo parámetros hasta entonces desconocidos en una estrategia diseñada por Gonzalo de Córdoba. La incorporación por vez primera de mangas de arcabuceros, la elección de del terreno, las defensas naturales bien estructuradas para la contención de la hueste enemiga y la organización de los tiempos de entrada de sus unidades en el campo de batalla, dio al Gran Capitán la primacía del combate. La batalla de Ceriñola se saldó cuando se pidió la capitulación con 3.000 bajas francesas frente a las 100 de los españoles.


Según se cuenta, el toque de oración del ejército español tuvo su origen en Ceriñola, cuando el Gran Capitán observando el campo de batalla repleto de cadáveres, mandó dar tres toques de atención prolongados para que todos rezaran por los muertos. En la noche el Gran Capitán festejó su victoria y como caballero de gran respeto por sus enemigos, invitó a asistir a los más destacados prisioneros franceses entre los que se encontraba el capitán Gaspar de Coligny. Un paje llamó la atención de éste debido a que vestía una cota de armas muy rica y elaborada. Cuando el paje se le acercó, reconoció la indumentaria e informó al Gran Capitán que esa prenda la llevaba en la batalla el duque de Nemours. Enseguida Gonzalo ordenó al paje explicar dónde obtuvo la prenda a lo que el paje de apellido Vargas respondió haberla tomado de un caballero malherido al que derribó, y retirándole el yelmo le mató y se la quitó, repartiéndosela con otro soldado. El Gran Capitán fue alumbrado por antorchas al sitio indicado por el paje. Descendió por la colina donde estaba situada su tienda y cruzó el foso lleno de cuerpos aún no retirados. Finalmente encontró en el suelo totalmente desnudo el cadáver de su enemigo el duque de Nemours. Tras rezar rodilla en tierra por el alma del difunto, mandó cubrirlo y llevarlo a hombros al campamento para ser lavado y preparado antes de recibir sepultura. El cadáver del virrey fue cubierto con lienzo fino y blanco a modo de sudario e introducido en una caja de madera forrada de terciopelo. Luego, el féretro se revistió con paño negro ricamente bordado. Aquella noche fue velado por clérigos y caballeros y al día siguiente en comitiva trasladado a Barletta, escoltada por 100 hombres de armas a cargo de Tristán de Acuña.


Ese mismo día grupos de campesinos cavaron grandes fosas donde enterrar a los caídos, siendo pagados por el Gran Capitán. Llegando a Barletta, se honró al duque de Nemours con honores castrenses y su cuerpo inhumado en el convento de San Francisco con tanta magnificencia y aparato que no hubiese sido más honrado por los suyos. Todos los gastos del entierro fueron costeados por el propio don Gonzalo que incluso cedió brocados, tapices y candelabros de su tienda para el entierro. Se cuenta que el rey francés Luis XII enterado de la derrota de su ejército, dijo: «No tengo por afrenta ser vencido por el Gran Capitán de España; porque merece que le dé Dios aún lo que no fuese suyo porque nunca se ha visto ni oído a capitán a quien la victoria le haga más humilde y piadoso».


La clave del éxito de don Gonzalo estuvo en mantener coronelías o unidades más pequeñas e independientes, organizadas y disciplinadas en distintos cuadros, consiguiendo más flexibilidad táctica y superioridad frente a ejércitos agrupados en mayores bloques como el francés, junto al apoyo de la artillería, la introducción del arcabuz en la infantería y la adecuación del terreno, todo ello sería la base de los famosos tercios. La caballería propia de la Edad Media preparada para luchar en campo abierto hubo de dar paso a un nuevo concepto de estrategia cuyo pilar básico pasó a ser la infantería como bien se demostró contra la formidable caballería pesada francesa. Ocho meses después, en ese mismo año, el Gran Capitán obtendría en Garellano una nueva y más sonada batalla contra los franceses.


Después la fama alcanzada en Europa y fallecida la Reina Isabel I de Castilla, El Gran Capitán entró en una serie de enfrentamientos con el rey Fernando de Aragón, siendo expulsado como virrey del Gobierno Napolitano. A su vuelta comió en Savona (Francia) con Luis XII. Se desataron las envidias en la Corte española hacia don Gonzalo que había sido agraciado con numerosas dignidades, siendo el caso único de serle otorgado cinco ducados hereditarios: Santángelo, Terranova, Sessa, Andría y Montalto, amén de otras varias dignidades como la de Almirante de Nápoles. El Papa Alejandro VI le distinguió con los más preciados honores: La rosa de Oro y el estoque bendito.


¡Gloria y Honor!


Iñigo Castellano y Barón
Presidente de la Asociación Española de Amigos del Gran Capitán


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