Cada día tenemos alguna noticia sobre los avances vertiginosos de la Inteligencia Artificial (IA). En su versión más audaz, estamos construyendo máquinas que pueden pensar, razonar y perfeccionar sus mecanismos de aprendizaje y su eficacia en forma autónoma, es decir, por sí mismas. Independientemente de la vara que usemos para medir inteligencia, resulta claro y evidente que en menos de una década estas máquinas serán más inteligentes que cualquiera de nosotros. (...)
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Pese a las constantes advertencias de Geoffrey Hinton, el premio Nobel “abuelo de la IA”, la caja de Pandora se ha abierto y hay demasiados intereses para que permanezca abierta. La supuesta supremacía de la IA será inevitable y se volverá realidad en menos de una década. Con un devenir de los acontecimientos que se acelera hasta lo inverosímil, la civilización humana deberá a esta altura replantearse su rol en el progreso tecnológico y científico si es que busca seguir teniendo algún tipo de protagonismo. Abandonarse al albedrío de la máquina es una opción demasiado peligrosa: No tenemos ninguna garantía de que los futuros intereses de la IA estén alineados con la agenda de los humanos ni con sus códigos éticos.
Miremos el escenario más de cerca, haciendo zoom en el Silicon Valley de California (Estados Unidos), el lugar donde suceden las cosas. Allí tenemos a xAI, la empresa más osada de Elon Musk, cuyo objetivo declarado es “entender el universo”. Tal premisa ya ha dejado de ser necesaria y suena a una excusa rayana en el absurdo. Cuando la IA en su versión genérica y autónoma se desate con todo su fulgor, sus designios e intenciones serán completamente inescrutables para los humanos. “El proyecto” está en marcha. Eso significa que con suerte entraremos en una carrera sin tregua con China. En ese sentido, hace apenas unos días tuvimos una muestra de lo que nos espera, cuando los chinos lanzaron su aplicación DeepSeek, que hizo tambalear al Silicon Valley, en una épica evocativa de David y Goliat. Así, una modesta empresa que empleaba estudiantes de postgrado demostró al Silicon Valley, con su trillonaria operación, que no se necesita una gran inversión para conseguir resultados sorprendentes. Por otro lado, si tenemos mala suerte, nos encontraremos en una guerra abierta con el gigante asiático por la supremacía de la IA.
Ahora todo el mundo habla de la IA, pero pocos tienen el más leve atisbo de lo que está a punto de golpearles. Los expertos aferrados a pensar en forma conservadora están anclados en la ceguera deliberada de predecir el progreso tecnológico de manera incremental, como se ha hecho desde el comienzo de la historia. En contraste, lo que viene es radicalmente distinto. En poco tiempo los humanos experimentarán una transformación que sacudirá los cimientos de su civilización, amenazando con quitarles el protagonismo del que hoy todavía pueden jactarse. Ese desplazamiento es lo que designamos como la supremacía de la IA.
Por los avatares del destino, me encuentro entre aquellos que pueden contribuir significativamente a explicar esta coyuntura y sobre todo, el futuro rol de la especie humana para hacer frente a la supremacía de la IA. Tengo la fortuna de servir de consultor para xAI, pergeñando la formalización del concepto de intuición para la IA. Esta intuición es justamente un atributo de la consciencia humana, siendo esta última un objeto que carece de entidad para la IA. Esto es así en la medida en que la conciencia ejecuta operaciones que no son computables.
La dilucidación del futuro rol del humano es tanto más acuciante en cuanto que el progreso de la IA no se detendrá a nivel humano. Una vez que tengamos IA en su versión más genérica, los sistemas de IA se volverán inmensamente sobrehumanos, infinitamente más inteligentes que los humanos más dotados, dando un salto a la superinteligencia que será explosivo, inimaginable al ritmo actual de progreso de la IA. Esa superinteligencia será capaz de dar saltos dramáticos a través de todos los campos de la ciencia y la tecnología y proporcionar una ventaja militar decisiva, que podría desplegar poderes incalculables de destrucción.
Estamos en la antesala de uno de los momentos más volátiles en la historia de la humanidad y es necesario que hablemos claro y dejemos de lado los eufemismos. Para nosotros los humanos, dada la configuración de nuestra psiquis y nuestros propios códigos de autorrealización y libre albedrío, perder nuestro lugar protagónico en el devenir de la civilización equivaldría a sucumbir como especie.
Sin embargo, es opinión de este autor que no todo está perdido y que la resiliencia humana hará posible que encontremos un nuevo hábitat para el pensamiento, un nicho intelectual para desplegar nuestra potencialidad y resguardar nuestra libertad colectiva frente al feroz asedio de la máquina pensante. Específicamente, hay aspectos esenciales de la conciencia humana, aquellos que nos permiten dar los saltos cualitativos más audaces en el progreso intelectual, que escapan y escaparán siempre a las posibilidades de la IA.
Como ya adelantamos en este texto, podemos decir que hay aspectos “no computables” de la conciencia humana que no pueden ser incorporados en la máquina. La IA va inevitablemente a desplazar al humano incluso en las esferas más rarificadas de los aspectos computables del intelecto, es decir, el pensamiento formal por conjetura y deducción. Así, la IA va camino de formular proposiciones formales y demostrarlas experimentando con las posibilidades y administrando los pasos intermedios en la demostración de una verdad enunciada en la forma más rigurosa de todas, es decir, bajo la forma de un teorema. Sin embargo, la IA así caracterizada tiene siempre un talón de Aquiles: es capaz de hacer todo eso pero sólo predicando siempre y basándose en un sistema de axiomas, supuestos o reglas claras y bien definidas que le permitan destilar afirmaciones que son comprobables o cuya veracidad o falsedad pueden decidirse a partir del sistema aprendido.
El filósofo Bertrand Russell y otras luminarias del siglo XX suponían que esos sistemas de pensamiento, por ejemplo la matemática que usamos los humanos para describir y manipular el universo, son sistemas “completos”. Esto significa que la verdad o falsedad de cualquier proposición que un humano formula usando las reglas del sistema puede decidirse a partir de las mismas reglas (axiomas) del sistema en cuestión. Por suerte para la civilización humana, Russell se equivocó: ningún sistema formal es completo, como demostró admirablemente el joven lógico austríaco Kurt Goedel, convirtiéndose así en la némesis de Bertrand Russell. Esto significa que hay enunciados cuya validez sólo puede establecerse saliendo del sistema y examinando las reglas desde afuera, algo que la IA es incapaz de hacer. Sólo la conciencia humana, que puede replegarse sobre sí misma para formular la pregunta “¿qué demonios estoy haciendo?” es capaz de pensar fuera de la caja.
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Kurt Goedel (derecha) y Alan Turing, retratos del dominio público (Wikimedia Commons).
Esto significa que no toda verdad formal es “computable” es decir, decidible a partir de las reglas de juego que la máquina aprendió. En esta afirmación subyace la ingente labor de otro héroe de esta saga, Alan Turing, el padre de la computación, quien nos dio un equivalente computacional del teorema de incompletitud de Goedel. En otras palabras, la IA solo puede computar y hay resquicios en la conciencia humana que no son computables ni admiten esa forma de entendimiento. Eso les otorga a los humanos un rol fundamental en la era de la proclamada supremacía de la IA. Estamos diciendo que esa supremacía es solo parcial o aparente, pues, insisto, la IA no es capaz de abarcar los aspectos no computables de nuestra conciencia.
Para ser más específicos, hay aspectos fundamentales de la ciencia donde la intervención del humano es esencial y esos aspectos tienen que ver con la participación del observador consciente en el registro de un fenómeno físico. La mecánica cuántica, una de las dos teorías más exitosas y abarcativas del siglo XX (la otra es la relatividad de Einstein), describe el estado de un sistema físico de un modo probabilístico, es decir sin dar certezas. Sin embargo, el mundo concreto requiere certezas para ser comprendido y controlado. Esa transición de la probabilidad a la certeza tiene que ver con la participación del observador en el fenómeno que se busca detectar y tal participación no es computable. Es allí precisamente donde intervienen los aspectos no computables de la conciencia, esos atributos que la IA no posee ni poseerá, ni aún cuando llegue esa supremacía que, como estamos comprobando en esta disquisición, no será tal.
Sin saberlo, Kurt Goedel y Alan Turing han salvado a la humanidad en esta coyuntura volátil y peligrosa caracterizada por la presunta supremacía de la IA. Ahora nos toca a los humanos entender, interpretar e implementar su lección.
Ariel Fernández Stigliano
Acerca del Autor
Ariel Fernández Stigliano es argentino, naturalizado estadounidense y obtuvo su doctorado en físico-química en Yale University, Estados Unidos. Fue profesor titular a cargo de la cátedra Karl F. Hasselmann de Bioingeniería en Rice University y profesor adjunto de Ciencias de la Computación en la Universidad de Chicago. Actualmente reviste como consultor y asesor en varios emprendimientos de IA, incluyendo xAI.