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A diferencia de lo que sucede con la llamada Ciudad Eterna, la huella que los hispanos dejaron en el entorno del Vesubio durante la antigüedad fue menor. Con todo, al igual que en las inmediaciones de la capital italiana hoy podemos visitar los restos del palacio de Tívoli, que Adriano escogió como su residencia oficial, muy cerca del casco urbano de Nápoles se encuentra Bayas, un impresionante complejo arqueológico en el que ese mismo emperador nacido en España encontró la muerte en el año 138 de nuestra era.
En la plena Edad Media, esta ciudad se convirtió en la principal urbe costera del Mediterráneo cristiano. Es importante destacar que dicho mar era por entonces el centro del mundo conocido y justo por eso, los soberanos de los reinos de Aragón y Francia entraron en disputa por hacerse con ella. Tras un largo conflicto en el que igualmente tomaron parte otros Estados italianos, el 23 de febrero de 1443 Alfonso V de Aragón, llamado el Sabio y el Magnánimo, hacía se entrada triunfal en la capital con el apoyo del Papa Eugenio IV tras la victoria definitiva sobre el enemigo. Este rey instaló su Corte en el Castel Nuovo, encargando la remodelación del edificio al arquitecto mallorquín Guillem Sagrera, y ordenó que en su fachada principal se erigiese un arco de la victoria al estilo de los clásicos, conjunto donde destaca una estupenda puerta de bronce con sus hojas historiadas, que recogen y narran los hechos más significativos de sus campañas.
No obstante, a su muerte, sus dominios quedaron divididos. Su hermano Juan II heredó la totalidad de los reinos salvo el de Nápoles, que fue trasmitido a Fernando, su hijo bastardo. El devenir de esta nueva casa real de la dinastía Trastámara quedó determinado por el interés, que a finales del siglo manifestaron dos reyes de Francia sucesivos por conquistar ese territorio: Carlos VIII y Luis XII. Que la familia real napolitana estuviese determinada a entregar la Corona al segundo fue lo que provocó que Fernando, el rey Católico, esgrimiese igualmente su derecho a reunificar los territorios de su tío Alfonso V.
Con la nueva derrota de los franceses en esta contienda a manos del Gran Capitán, se inauguró un periodo de unos dos siglos en los que la ciudad iba a sufrir cambios muy notorios. Por otro lado, el descubrimiento de América supuso también un hito, pues las potencias occidentales trasladaron su atención e interés hacia el océano Atlántico, e incluso al Pacífico, relegando el mar Mediterráneo a un segundo plano.
Gonzalo Fernández de Córdoba ubicó la sede del gobierno del virreinato en el mismo Castel Nuovo. La vieja ciudad de Nápoles aún mantenía su principal actividad constreñida por los dos ejes que habían sido trazados por los romanos, el cardo y el decumano, si bien ahora, de manera progresiva, el centro neurálgico de la urbe se iría trasladando hacia el norte. En la vía que unía la fortaleza citada y el casco antiguo, el célebre general cordobés mandó erigir una capilla anexa a la iglesia de Santa María la Nova, que pertenecía a una comunidad franciscana. Ésta fue pensada con casi total seguridad para ser destinada a panteón familiar y para su ennoblecimiento, orquestó el traslado allí de los restos de san Giacomo della Marca que, por devoción popular, se convirtió en copatrono de la ciudad junto a San Genaro. Años después también pasó a reposar allí Pedro Navarro, uno de los mejores ingenieros militares de todos los tiempos.
La partida del Gran Capitán no mermó un ápice la trascendencia de la ciudad. Parte del ejército con que aquél había ganado el reino no se licenció, más aún, se convirtió en una fuerza de reserva que habría de garantizar la permanencia española en la península Itálica y en centro de formación para los soldados bisoños de la Corona. Ése fue el germen de los Tercios. Hoy una placa en la fachada de un edificio cercano al ayuntamiento, evoca que en esa guarnición estuvo destinado uno de los soldados españoles más ilustres: don Miguel de Cervantes Saavedra.
La larga estancia allí como virrey de Pedro Álvarez de Toledo, segundo hijo del II duque de Alba, supuso de nuevo un gran revulsivo para el urbanismo de la ciudad. La principal actuación fue la construcción de un nuevo eje vertebrador para la urbe, la vía Toledo, que actualmente une las plazas de Dante con la de Trieste y Trento. Ésta, además, delimitaba el espacio conocido como Quartieri Spagnoli (cuarteles españoles). En esos barrios se alojaban los militares españoles que bien residían en la ciudad o que simplemente estaban de paso. Sus manzanas de edificios humildes, de callejones empinados y estrechos, y con los tendales compartidos entre las viviendas enfrentadas, conforman hoy un paisaje pintoresco al que acuden los turistas. Ordenó igualmente este virrey que se construyese un palacio que ennobleciese su residencia, la reforma del castillo de San Telmo al arquitecto valenciano Pedro Luis Escrivá y erigir la Pontificia Real Basílica de Santiago de los Españoles, ubicada en el interior del palacio San Giacomo (Santiago), que sirve en la actualidad como casa consistorial. Esta iglesia fue parroquia para sus compatriotas, siendo concebida igualmente como panteón familiar.
En torno al año 1600, el Castel Nuovo ya había perdido sus defensas exteriores y el entonces virrey Fernando Ruiz de Castro, VI conde de Lemos, ordenó dotar a la urbe de un nuevo palacio virreinal, que a la par fuese digno para servir de residencia real. Las obras comenzaron en la plaza del Plebiscito, que de este modo pasó a ser el corazón de la urbe. Este suntuoso edificio se iría adecuando a los gustos de cada uno de los virreyes que pasaron por él, llegando incluso en otras etapas a caer en desuso y olvido.
En 1707, tras dos centurias de presencia española ininterrumpida en Nápoles y fruto de la guerra de sucesión que se dio en la península entre los partidarios de los Austrias y de los Borbones, el virreinato pasó a manos de Austria, quedando adscrito al Sacro Imperio Germánico. No obstante, poco después, en 1734 y tras la batalla de Bitonto, el por entonces duque de Parma lo reconquistaba. En España ya reinaba su padre Felipe V, lo que facilitó que el rey de Francia le reconociese como soberano en virtud del primero de los llamados “Pactos de familia”; aunque esto suponía que Nápoles, al fin, se instituía como un Estado independiente. El citado duque de Parma, de origen español y madrileño, instituyó la primera dinastía real napolitana adoptando el nombre de Carlo di Borbone y, tras unir a sus dominios el reino de Sicilia, creó el denominado reino de las Dos Sicilias. El resto ya es sabido, en 1759, tras la muerte de su padre y de sus dos hermanos mayores que le precedieron en el trono, fue reclamado en España, donde se le entregó la corona pasando a ser conocido como Carlos III. Para ello hubo de renunciar a Nápoles y Sicilia, que entregó a su hijo Fernando, dando continuidad a una dinastía que perduró hasta 1860.
En las dos décadas que Carlos permaneció en la península Itálica, logró con éxito su objetivo de convertir a la capital de su reino en una de las cortes más prósperas e influyentes de Europa. El antiguo palacio virreinal pasó a ser real, siendo debidamente reconstruido y engalanado. Mandó erigir, así mismo, el Real Albergo dei Poveri o Palazzo Fuga, un gran hospicio para los pobres de una ciudad que ya poseía una densidad de población muy elevada, siguiendo los preceptos del pensamiento ilustrado. Y, junto al Palacio Real, la construcción del Teatro de San Carlos, que rivalizó con los mejores del continente. En las afueras de la ciudad se levantó el fastuoso Palacio Real de Caserta y gracias a su promoción, como ya he expuesto en esta sección, se iniciaron las excavaciones arqueológicas en el área del Vesubio, en los incomparables yacimientos de Pompeya y Herculano, dando origen a una de las mejores colecciones de arte romano del mundo.
No se ciñe a lo anterior el poderoso legado que España dejó en la ciudad de Nápoles y el territorio que ésta capitaneó a lo largo de los siglos. La creación de la identidad italiana durante el siglo XIX y el ansia de sus naturales por la libertad de regir su destino hacen que muchos de ellos ni tan siquiera la valoren y, sin embargo, nunca fueron como algún autor italiano supone sometidos, sino hermanos de los españoles y vasallos del mismo rey, participando de las todas las eventualidades que se produjeron en su tiempo. Sus élites enlazaron con las nuestras y las influencias llegaron a ser mutuas, como el caso de la importante familia Pignatelli, que mantenía propiedades e intereses también en Zaragoza, donde son gratamente recordados. Espero que los napolitanos reciban estas palabras con el mismo cariño que yo les guardo.
Hugo Vázquez Bravo