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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

La heroica gesta española en Tenerife

Nelson herido en Tenerife el 24 de julio de 1797, por 
Richard Westall. Museo Marítimo Nacional, Greenwich, Londres.
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Nelson herido en Tenerife el 24 de julio de 1797, por Richard Westall. Museo Marítimo Nacional, Greenwich, Londres.

LA CRÍTICA, 4 SEPTIEMBRE 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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En el verano de 1797, el contralmirante Horatio Nelson, astro naciente de la Royal Navy, intentó someter Santa Cruz de Tenerife. Esperaba una conquista rápida, la apertura de Canarias al Imperio británico y la gloria personal. Lo aguardaba, sin embargo, un pueblo en armas bajo el mando del general Gutiérrez de Otero, que transformó la improvisación en epopeya. El resultado: Nelson perdió un brazo, Gran Bretaña sufrió la humillación y España conservó intacto el honor y su soberanía territorial. (...)

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Europa ardía en guerras tras la Revolución francesa. Inglaterra, vigilante del continente y dueña del mar, había hallado en España a una enemiga incómoda. El Tratado de San Ildefonso de 1796 unió a Madrid con París, y con ello los cañones británicos se volvieron contra los puertos españoles, abriéndose un escenario en donde dos imperios chocaron frontalmente. Tenerife, remota pero crucial, era llave del Atlántico. Desde allí partían o recalaban los convoyes hacia América, y allí podían los británicos cortar de raíz el cordón que aún unía a la Península con su imperio ultramarino.

En Londres, la idea de tomar Canarias parecía factible. España, se decía, estaba envejecida, debilitada por intrigas cortesanas y la corrupción. Nadie calculó que en aquel extremo del océano se alzaba una ciudad dispuesta a resistir con alma entera. Horatio Nelson no era todavía el mito inmortal de Trafalgar, pero sí un oficial conocido por su ferocidad y arrojo. Había combatido en el Mediterráneo, hostigado a los franceses, y deseaba un golpe espectacular. Sus superiores confiaban en su talento.

En junio de 1797, Nelson recibió la orden de atacar Santa Cruz. Con él marchaban más de dos mil hombres distribuidos en navíos y fragatas: el Theseus, el Culloden, el Zealous y otros. En sus bodegas, pólvora, mosquetes, bayonetas, y sobre cubierta marinería endurecida y ducha en combates.

La operación era clara: desembarcar de noche, tomar la plaza por sorpresa y rendir las baterías. Nelson pensaba que la moral y disciplina británicas bastarían para doblegar a un pequeño puerto isleño.

En el otro lado aguardaba el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero, un astuto veterano de guerras en América y Europa. Hombre de salud quebradiza, aquejado de gota, con la mirada cansada pero la mente despierta. Podría haberse dejado arrastrar por el pesimismo, pero eligió el camino contrario: resistir hasta el último cartucho.

Santa Cruz contaba con apenas 1.600 defensores, muchos de ellos milicianos y paisanos armados. Pero Gutiérrez organizó las fuerzas con rigor: artilleros en las baterías, voluntarios en las playas, refuerzos listos en las calles. Ordenó que se almacenara agua, pólvora y víveres. Y lo más importante: insufló confianza. No se trataba de salvar un puerto: se trataba de salvar el honor de España.

La madrugada del 22 de julio, las velas británicas aparecieron en el horizonte. Los habitantes de Santa Cruz miraban con inquietud aquellas sombras blancas en el mar. El rumor corrió: “¡La escuadra inglesa está aquí!”.

Los primeros intentos de desembarco, en Valleseco y en Paso Alto, fueron desbaratados por el mar encrespado y el fuego artillero. El enemigo había probado la resistencia y descubierto que no sería fácil. Pero Nelson no conocía la palabra rendición. Convocó a sus oficiales en cubierta, y con la seguridad que le caracterizaba decidió liderar en persona un asalto nocturno: quinientos hombres en lanchas, avanzando en silencio hacia el corazón del puerto.

En la noche del 24 al 25 de julio, la oscuridad envolvía la bahía. Las lanchas británicas, apiñadas, se deslizaron sobre las aguas como espectros. Los marineros remaban con fuerza contenida, conteniendo la respiración. En sus oídos, solo el rumor del Atlántico. Nelson, en la vanguardia, alentaba a sus hombres. Imaginaba la gloria de izar la Union Jack sobre el castillo de San Cristóbal. Pero en la orilla, las sombras también se agitaban: vigías, artilleros, vecinos armados con fusiles.

De pronto, las campanas de Santa Cruz repicaron con furia. Las baterías rugieron, y el mar se iluminó con fogonazos. Los cañonazos abrían surcos entre las lanchas, el plomo silbaba. La sorpresa se había esfumado. En medio del caos, una descarga de mosquete alcanzó a Nelson en el brazo derecho. El dolor fue instantáneo, lacerante. Casi cayó al agua. Sus hombres lo sujetaron y lo llevaron de regreso al Theseus. Allí, bajo la luz de faroles, el cirujano amputó el brazo sin más anestesia que el aguardiente. La leyenda nacía con mutilación.

Mientras tanto, parte de los británicos logró desembarcar. Se adentraron en las callejuelas de Santa Cruz, confiados en poder abrirse paso. Pero cada esquina era una trampa. Las calles fueron escenario de los combates a muerte. Desde las ventanas llovían disparos y piedras; las mujeres pasaban pólvora a los artilleros; los campesinos atacaban con cuchillos, guadañas y palos. La ciudad entera se había convertido en fortaleza. Los vecinos conocían cada curva, cada muro. Un sargento canario resumió el espíritu: «Antes muerto que inglés en mi casa». El combate se prolongó horas. Los británicos, valientes pero desconcertados, se vieron cercados. La artillería costera seguía disparando contra las lanchas que intentaban auxiliarles.

Al despuntar el 25 de julio, día de Santiago Apóstol, los británicos comprendieron lo inevitable. Nelson estaba fuera de combate, los muertos y heridos se acumulaban, las municiones escaseaban y la población civil entera participaba en la defensa. Los oficiales pidieron parlamentar. El general Gutiérrez, en un gesto de hidalguía, ofreció condiciones honorables: podrían reembarcar con armas y banderas, recibirían auxilio para los heridos y provisiones para el viaje de regreso. La dignidad del vencido era preservada por el vencedor. Nelson, convaleciente, redactó una carta de gratitud y reconocimiento a Gutiérrez, que aún se conserva como testimonio de respeto entre enemigos.

Sobre la heroica defensa, poco se escribió y menos se difundidó. Para España, aquella victoria fue un soplo de gloria en tiempos de incertidumbre. En Madrid se celebró con júbilo; en Canarias se convirtió en seña de identidad. Cada año, Santa Cruz recuerda el 25 de julio como día de la Gesta. En Inglaterra, en cambio, se impuso el silencio. La derrota fue ocultada bajo el brillo posterior de Nelson, convertido en héroe de Abukir y Trafalgar. Pero en su biografía, Tenerife permanece como herida y recordatorio de que la audacia puede tropezar con la firmeza de un pueblo.

El episodio de 1797 no alteró el curso general de la guerra, pero dejó una lección imborrable. Enseñó que la defensa popular, coordinada con el ejército regular, podía vencer incluso a la entonces primera marina del mundo. Eran los ecos de pólvora y honor. Santa Cruz no cayó, y con ello España conservó un enclave vital. Nelson perdió un brazo, y con ello ganó la aureola de héroe mutilado. Gutiérrez murió dos años después, humilde y olvidado fuera de Canarias, pero con la satisfacción de haber salvado la plaza, la dignidad de los vencidos y la grandeza de los vencedores.

La batalla de Santa Cruz de Tenerife condensa el dramatismo de la historia moderna: un imperio en ascenso, otro en resistencia, y en medio la voluntad humana de no ceder. Los cañonazos de aquella noche siguen resonando en la memoria isleña. Cada piedra de la ciudad recuerda el clamor de vecinos defendiendo su tierra. Cada ola que rompe en la bahía parece repetir el grito de victoria. En aquel amanecer de Santiago, España demostró que, aun en decadencia, conservaba el temple de los siglos pasados. Y Horatio Nelson, mutilado pero vivo, comprendió que la gloria se paga con dolor.

Santa Cruz de Tenerife no es solo escenario de playas y volcanes: es tierra sagrada de resistencia. Allí, el 25 de julio de 1797, España resistió y venció al león británico. Allí se forjó una de las gestas más puras de nuestra historia moderna. Un pueblo entero, improvisado en armas, frenó al imperio más poderoso del mar y dejó a su almirante más brillante marcado para siempre. Esa es la victoria que aún palpita en las campanas de la ciudad, cada vez que vuelven a sonar para recordar la noche en que España rugió con fuerza de león.

Íñigo Castellano y Barón

Este artículo está dedicado a Pascual Churruca y Díez de Rivera, directo descendiente del gran marino Cosme de Churruca y Elorza, quien me instó a recordar este brillante episodio de nuestra historia.


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Íñigo Castellano Barón

Escritor, historiador y articulista..

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