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La II República española y la retro progresía

Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset.
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Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset.

LA CRÍTICA, 14 SEPTIEMBRE 2024

Por José Mª Fuente Sánchez
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«Quien olvida su historia está condenado a repetirla» sentenciaba Marco Tulio Cicerón. Millones de españoles con neuronas sanas y una mínima cultura darían la razón al insigne filósofo romano. Pero ¿qué pasa con los jóvenes que no conocen la historia de su patria porque no leen o porque se la han enseñado manipulada, como es el caso del 70% –dice la estadística–, de las últimas generaciones de españoles? Porque, por un lado, “una sociedad que no lee está condenada a obedecer en lugar de decidir y a reaccionar en lugar de construir”. (Leer más...)

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Y, por otro lado, “si la historia que enseñan a nuestros jóvenes es un producto manipulado no cabe duda de que lo que se pretende es adoctrinar, lo cual es sumamente sospechoso”. Es el caso de la ley de Memoria Histórica, redactada por políticos de la denominada retro-progresía, llamados así porque su referencia es el pasado marxismo de 1848, teorizado por Karl Marx y fracasado hasta el aburrimiento durante casi dos siglos. Conclusión inmediata: caminar hacia un pasado fracasado no parece ser una demostración de agudeza neuronal ni de perspicacia política como pretenden sus protagonistas. Máxime si a este brebaje le añadimos le componente populista del momento, es decir, la cuota de frivolidad propia del colegio mayor del que todavía no se han desembarazado nuestros jóvenes políticos. Porque ¿es verdad que España necesita una ley trans con más urgencia que tratar de bajar la inflación o reducir el precio del aceite? O, por ejemplo, ¿es moral admitir sin despeinarse que el aborto de un ser humano es menos delito que matar a una rata que molesta, ahora que se ha puesto tan de moda una ternura tan “humana”" con los animales?


En cualquier caso, el conocimiento general sobre la II República española que se ha inoculado a los españoles está muy lejos de la tragedia que fue. Y los que la vivieron y la sufrieron fueron muchos millones de españoles de a pie, incluyendo preclaros republicanos, que no pertenecían precisamente a esas oligarquías que machaconamente nos repiten como destructoras de la II República con la colaboración de algunos militares “fascistas” y subidos de copas. Y esa realidad trágica sucedida –nada que ver con el contenido de la ley de Memoria histórica– ha sido mayoritariamente refrendada por importantes historiadores españoles y extranjeros. Neutrales, naturalmente.


Al que suscribe, que es uno de esos millones de depositarios de lo que nos contaron nuestros padres, le resulta difícil comprender cómo pudo llegar la II República por procedimientos democráticos. Y mucho más difícil todavía entender la citada ley de Memoria Histórica que pretende obligarnos a creer –casi teocráticamente– que, efectivamente, España accedió a la democracia en 1931 por procedimientos impolutos, casi sacrosantos. Porque, me pregunto ¿no se trataba de unas elecciones municipales? Al respecto, el mismo Paul Preston, acreditado hispanista inglés nada sospechoso de derechismo, nos cuenta que el gobierno lo que pretendía con las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 era simplemente cubrir la primera etapa de un regreso controlado de nuestro país a la normalidad constitucional. Pero –nos dice Preston– la gente se lanzó a las calles y a medida que las multitudes crecían, se empezaron a proferir proclamas republicanas cada vez con más exaltación. Es decir que, gracias a las concentraciones tumultuarias, interpretadas como un plebiscito a favor de la República, las elecciones municipales se transformaron en elecciones nacionales presidenciales, que forzaron el exilio precipitado del rey Alfonso XIII y de su monarquía.


Ese tránsito precipitado de unas elecciones meramente municipales a unas elecciones nacionales, que implicó un drástico cambio de régimen y de forma de Estado, utilizando el expeditivo procedimiento de gritar mucho y producir tumultos, ¿es legal o, cuando menos, normal en un país democrático? En cualquier caso, el gobierno de entonces lo interpretó como un plebiscito a favor de la República y, por tanto, a esa supuesta voluntad nacional tenían que someterse la monarquía y su monarca.


La consecuencia de lo ocurrido –es decir, este cambio de régimen y de forma de Estado– obligaba al establecimiento de un gobierno provisional, que redactó una nueva Constitución con un texto muy agresivo, que incluyó normas no distintas sino opuestas a la Constitución vigente. Naturalmente, el texto estaba muy contaminado por la eternamente patológica y enfermiza obsesión anti-iglesia que siempre enardece a la extrema izquierda. En una palabra, era una Constitución que, según Alcalá Zamora, presidente que fue de la República naciente, invitaba a la guerra civil, pues contenía, entre otras cosas, las siguientes decisiones: las confesiones religiosas serán consideradas como asociaciones sujetas a una ley especial; se suprimirá el presupuesto del clero; las confesiones religiosas no podrán ejercer la enseñanza; sus bienes podrán ser nacionalizados; se disolvía la Compañía de Jesús; se prohibían las procesiones; todas las iglesias y edificios religiosos pasarían a ser propiedad del Estado, etc., etc.


Tal acoso a la mayoritaria población católica no podía generar más que indignación, odio y división entre los españoles. Surgía, por enésima vez, el eterno problema de las dos Españas, hoy calificado de “muro” por el actual gobierno social-comunista-populista, que vive de la eficacia política que genera dicha división y de la que, por cierto, ya hablaba Julio César. Y sucedió lo que la agresividad constitucional recién inaugurada hacía temer. Empezaron a arder conventos e iglesias y se inició una ofensiva anarquista de la CNT con un pistolerismo inclemente que asesinaba con impunidad. Todo ello unido a multitud de disturbios laborales, huelgas, violencia sin control, ocupación de fincas y toda suerte de desmanes, sin que las autoridades republicanas intervinieran con eficacia, convencimiento y decisión para poner fin a esta situación.


Sociológicamente, nunca suele fallar la ley de Newton, la secuencia acción-reacción. Y en este caso tampoco falló. La población empezó a tener miedo de lo que había traído el nuevo régimen republicano que había sustituido al monárquico. El miedo era lógico no por cambiar de régimen –porque tanto las monarquías como las repúblicas pueden ser buenas o malas– sino por lo que estaba sucediendo tras el citado cambio de régimen, ya que la república que se iniciaba venía cargada de odios y de comportamientos agresivos.


Del miedo se pasó a la hartura y de la hartura al rechazo. Y, como era de esperar, esto se reflejó en las siguientes elecciones de noviembre de 1933: se produjo un claro giro hacia el centroderecha. La historia nos dice que la reacción de la extrema izquierda fue de rabia y desesperación y que se presionó a Alcalá Zamora, presidente de la República, con peregrinas razones, para que anulase el resultado de las elecciones, al mismo tiempo que se producían grandes disturbios en diversas ciudades importantes de la nación. Todo esto por el hecho de que la izquierda social-comunista española sigue estando convencida de su “misión salvífica” como eterna salvadora de los pueblos y de que su ideología política, económica y social –es decir, lo que anteriormente hemos bautizado como retroprogresismo–, genera inexorablemente la paz, la prosperidad, la justicia y la felicidad de las sociedades.


El caso es que la historia nos muestra lo contrario, a saber, donde hay comunismo hay hambre, subdesarrollo, ausencia de libertad y, generalmente, gobierno tiránico. Pero para la izquierda social-comunista no cuenta lo que digan los Adam Smith de turno con sus recetas liberales. Que, por cierto, son las únicas que han traído prosperidad a las naciones que las aplican, si se tiene en cuenta que sólo se declaran oficialmente comunistas China, Cuba, Laos, Corea del Norte y Vietnam, que, como puede apreciarse, son una “espléndida” muestra de abundancia y libertad…


Pero una no pequeña parte de la sociedad española del siglo XXI, especialmente nuestros jóvenes –quizá por cierto déficit de lectura– no se ha percatado de que los defectos del liberalismo se corrigen, mientras que los defectos del social-comunismo son estructurales y de imposible corrección, ya que el Estado –en el que cree todavía nuestra izquierda social-comunista con fe de capuchino– sólo ha sido capaz de generar, durante siglo y medio de fracaso, pobres, inseguridad, injusticia y falta de libertad. Así nos lo atestigua la historia. Obsérvese, como ejemplo todavía vivo, lo que ha pasado en Hispanoamérica tras la segunda conquista marxista acaecida recientemente. Sin olvidarse del reciente fenómeno llamado Maduro –“diz” que estadista y presidente de Venezuela– pero actualmente tirano y criminal en ejercicio al que apoyan naciones que desconocen la libertad, como Cuba, la Rusia de Putin, China e Irán.


Sobre este bagaje histórico de fe marxista española, el social-comunismo español de 1934 no se resignaba a soportar el triunfo democrático del centroderecha en las elecciones de noviembre de 1933. Consecuentemente, el más perfecto representante marxista español de aquel tiempo –el llamado Lenin español– Largo Caballero, puso en marcha, bajo su dirección intelectual y operativa, la llamada “revolución de octubre”, que constituyó el primer golpe de Estado contra la República. El segundo golpe de Estado lo emprendería Franco en 1936 en la dirección política opuesta. Según dicen todos los historiadores que pretenden ser neutrales, Largo Caballero había planeado perfectamente el golpe de Estado –que lo era contra el gobierno de la República, no lo olvidemos– sobre la permanente convicción marxista de que la derecha no tiene que gobernar jamás, porque, según ellos, es puro fascismo. Igual que en nuestros días. Casi cómico, si no fuera trágico. Pues bien, la citada revolución de octubre triunfó tan sólo en Asturias y Barcelona y dejó 1.400 muertos y 3.000 heridos. Lo cual nos hace pensar en si tras la masacre resultante, puede justificarse la dedicación en Madrid de una calle y una importante escultura al entusiasta director del primer golpe de Estado contra la República, Largo Caballero. Cabe añadir también –como dato curioso– que la revolución en Asturias fue dominada por el general Franco, curiosamente designado para ello por el gobierno de la República. Además, en Barcelona, el presidente de la Generalitat proclamó el Estado catalán y su rebelión contra la República fue rápidamente dominada por el general Batet, en perfecta coordinación con el gobierno central republicano, que era el agredido, no lo olvidemos.


Ante este lamentable panorama merece la pena subrayar la muy sensata reflexión de un republicano español insigne, primer jefe de la Sección de Desarme de la entonces Sociedad de Naciones, Salvador de Madariaga, que declaró que «con la revolución de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936». Por otra parte, el historiador Stanley Payne, hispanista norteamericano de primer orden, se sorprende por la radicalización de aquel socialismo español durante los años 1933 y 1934, en contra de la tendencia imperante en los demás partidos socialistas y socialdemócratas de la Europa occidental. Según este historiador, nuestro socialismo celtibérico quería el poder a toda costa y, si no podía conseguirlo por procedimientos democráticos, no le hacía ascos a conseguirlo por procedimientos revolucionarios. Como muestra del trágico “ambiente” que se vivía, baste recordar la estremecedora proclama que el periódico El Socialista publicó en septiembre de 1934: «renuncie todo el mundo a la revolución pacífica que es una utopía. Bendita sea la guerra».


Parecía una premonición. Premonición revolucionaria que tomó cuerpo y condujo a la creación del llamado Frente Popular en enero de 1936 mediante un convenio de unidad de acción del socialismo marxista de Largo Caballero con los tres partidos republicanos de izquierda; uno ellos –el de Azaña–era el más radical. Según el citado historiador norteamericano Stanley Payne, Largo Caballero propugnaba como objetivo la bolchevización del partido socialista español, o sea su conversión en instrumento revolucionario como el soviético de Rusia en 1917. En estas condiciones, naturalmente, los comunistas estaban encantados con el Frente Popular y sus objetivos. Como se temía, a partir de esa alianza, la seguridad y el orden decrecieron y la violencia aumentó exponencialmente. En esta «democracia poco democrática» como la definió el historiador Javier Tussel, se convocaron elecciones a celebrar en febrero de 1936, que dieron como resultado la mayoría absoluta de los partidos del Frente Popular. Eso sí sobre la base de numerosas y llamativas irregularidades en al menos seis provincias, especialmente en Cuenca y Granada donde se cancelaron los resultados que habían dado el triunfo a las derechas. Según Alcalá Zamora, presidente de la República, el Frente Popular se adueñó del poder el 16 de febrero gracias a un método electoral tan absurdo como injusto, que concedió a la mayoría relativa, aunque fuera una minoría absoluta, una prima extraordinaria. De este modo, hubo circunscripción en que el Frente Popular, con 30.000 votos menos que la oposición, pudo conseguir 10 puestos más.


Tras las elecciones y sus resultados el nuevo gobierno puso inmediatamente en marcha tres acciones: la amnistía general de los revolucionarios encarcelados por haber tomado parte en el golpe de Estado que dirigió Largo Caballero; la disolución de la mitad de los ayuntamientos españoles para restituir en sus puestos a los concejales de izquierdas destituidos en 1934; y la restitución de la autonomía catalana y de Lluis Companys como presidente de la Generalitat. En aquella situación, que ya tenía muy poco de democrática, el orden público seguía siendo el gran problema nacional: incendios, vandalismo, manifestaciones cargadas de violencia y, sobre todo, la ya citada y sufrida gran obsesión enfermiza anti-Iglesia de la extrema izquierda española de destruir conventos e iglesias.


Pero las mayores tensiones se produjeron en el campo, donde se sucedieron múltiples ocupaciones directas ilegales de terrenos con participación de miles de jornaleros y minifundistas. La acción revolucionaria del Frente Popular en la primavera de 1936 fue determinante en el estallido de la Guerra Civil. Aquello no era la acción de las izquierdas, que las hay en el mundo sensatas y civilizadas. Se trataba de las extremas izquierdas, masas revolucionarias que nada tienen que ver con la democracia que falsamente pregonan. Pues es la palabra “extrema” la que imprime carácter y genera el paso a un mundo incivilizado, en el que no existen ni principios ni valores ni seguridad ni libertad ni justicia ni orden, sino sólo, exclusivamente, el odio al adversario político, al que se quiere destruir sin más consideraciones.


Y así lo reflejaron los múltiples desmanes que se sucedieron, que incluían según nos cuentan todos o “casi todos” los historiadores españoles y extranjeros, más de 2.000 muertos entre 1934-36, miles de detenciones arbitrarias, grandes huelgas, incautación ilegal de propiedades, ola de incendios, incautación de iglesias y propiedades eclesiásticas, declive económico, amplia extensión de la censura, impunidad de los delitos de los frente-populistas, politización de la justicia, alteración de los resultados de las elecciones democráticas, subversión de las fuerzas de seguridad e incremento de la violencia política. Y, como ya hemos apuntado, el inicio de la larga serie de asesinatos de religiosos –7.000–, de incendios de iglesias –casi 6.000– y de allanamientos de morada de los supuestamente contrarios ideológicos. Y, como colofón sangriento y, sin duda, disparador inmediato de la sublevación del 18 de julio de 1936, el asesinato del líder de la oposición monárquica Calvo Sotelo por la policía estatal, con dos tiros en la nuca, al más puro estilo comunista tercermundista. Tercermundismo que parecen considerar como “salvapatrias” algunos millones de españoles.


Por tanto, frente a las falacias históricas que se han divulgado en nuestro país, la mayor parte de los historiadores extranjeros admiten que el levantamiento del 18 de julio no fue un divertimento de militares subidos de copas, sino que era deseado por la mayoría de nuestra sociedad, incluidos republicanos insignes hastiados y decepcionados, que habían propiciado el advenimiento de la república –Unamuno, Ortega y Gasset, Madariaga, Irujo, Alcalá Zamora, etc.– pero no querían seguir viviendo eternamente con miedo e inseguridad.


En palabras de don Miguel «los únicos que circulan impunemente por las calles son bandas de malhechores degenerados, expresidiarios criminales sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas… Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma». Igualmente claro era el historiador Gabriel Jackson: «Los primeros tres meses de la guerra fueron el período de máximo terror en la zona republicana. Las pasiones republicanas estaban en su cenit. Los sacerdotes fueron las principales víctimas del gansterismo puro». Y el destacado republicano Madariaga comentaba que «el país había entrado en una fase claramente revolucionaria. Ni la vida ni la propiedad estaban a salvo en ninguna parte». No podemos dejar de recordar lo que podríamos llamar el «lamento del buen republicano» que entonó nuestro gran filósofo Ortega y Gasset, uno de los más importantes impulsores del advenimiento de la República, cuando comentaba «Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, el tiempo».


Tras el levantamiento nacional, el país se convirtió en un gran campo de batalla: en las vanguardias se operaba militarmente y en las retaguardias se allanaban las moradas de posibles amigos de los sublevados buscando “rosarios y estampas” que delataran connivencias con la Iglesia, que, como hemos ya apuntado, parecía ser la culpable de todos los males que en el mundo ha sido. Pero, ahorremos adjetivos y aspavientos. Nada más claro y definidor de lo que en España sucedía y de la tradicional obsesión patológica anti-Iglesia de nuestra extrema izquierda que el informe de Manuel de Irujo, ministro vasco del gobierno de la II República española:


«La situación de hecho de la Iglesia, a partir del 18 de julio pasado, en todo el territorio leal [republicano], excepto el vasco, es la que sigue. Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio. Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido. Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron. Los parques y organismos oficiales recibieron campanas, cálices, custodias, candelabros y otros objetos de culto, los han fundido y aun han aprovechado para la guerra o para fines industriales sus materiales. En las iglesias se han instalado depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles y otros modos de ocupación diversos, llevando a cabo –los organismos oficiales que los han ocupado– en su edificación obras de carácter permanente, instalaciones de agua, cubiertas e azulejos para suelos y mostradores, puertas, ventanas, básculas, firmes especiales para rodaje, rótulos insertos para obras de fábrica y otras actividades. Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados o destruidos. Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin información de causa por miles. Hechos que, si bien amenguados, continúan aun, no tan sólo en la población rural –donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje– sino en las capitales. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso. Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía, que practica registros domiciliarios buscando en el interior de las habitaciones de la vida íntima, personal o familiar, destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerda».


Esta trágica realidad revolucionaria, no tiene nada que ver con el relato oficial recogido por la Ley de Memoria Histórica, que parece relatar un levantamiento de cuatro militares supuestamente fascistas. Por tanto, es obligado pedir a sus voluntariosos redactores que, antes de escribir, pregunten a los que lo vivieron y lean lo que dicen todos los historiadores españoles y extranjeros de cualquier signo político –Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Stanley Payne, Salas Larrazábal, Paul Preston, etc.– que nos hablan de los citados asesinatos de civiles y religiosos, incendios de iglesias, inseguridad, allanamientos de morada, chekas, huelgas, miedo y los mil desmanes antes referidos, en una España en que no se podía vivir más que aterrorizado.


¿Puede alguien atreverse a decir que en julio de 1936 aquello era una democracia, si es que lo fue en algún momento? Pensemos con la cabeza y no hagamos de la ideología una religión de obligado cumplimiento y de excomunión totalitaria para el que no lo crea así, como nos decía el importante economista Shumpeter hace más de un siglo. Lo peor es que, además de quitarnos la libertad, quieren reeducarnos como en los campos de reeducación vietnamitas en la guerra de los 70. O sea todo un panorama de progreso… “hacia atrás”… Ya sé que todo esto le suena a chino a muchos españoles menores de 40 años, tras su adoctrinamiento por la enseñanza pública, inducida por políticos, editoriales y profesores. Ellos y las sucesivas leyes de enseñanza son muy culpables de su ignorancia y de sus comportamientos populistas irresponsables. Porque la etiqueta de progresistas no es gramatical ni ideológicamente cierta pues –como hemos ya indicado– progresan hacia retaguardia, hacia 1848, en dirección a su santo fundador Karl Marx.


Tras todo lo dicho y por algunos vivido y sufrido e históricamente recogido por todos los historiadores, al que suscribe –demócrata intelectual y moralmente convencido– le resulta imposible negar las barbaridades sucedidas durante la II República española y lo justificado de la rebelión de más de media España. Porque lo que se perseguía no era el bien común, como denunciaban insignes republicanos con su “esto no es, esto no es”. Y “esto no era” señores redactores de la Ley de Memoria Histórica. Había, por tanto, sobradas y justificadas razones para apelar al derecho de rebeldía de que nos ha hablado Tomás de Aquino «la ley injusta no es ley»; el liberal inglés Locke «el Estado existe para servir a los ciudadanos y garantizar sus vidas, su libertad y sus propiedades»; Eugenio D´Ors «santa rebeldía y freno que necesitan los injustos legisladores». Amén de Juan de Mariana «la libertad frente a la tiranía».


En una palabra, «mucha paciencia tuvieron los españoles» como afirmaba el hispanista y catedrático norteamericano Stanley G. Payne contestando a la pregunta que le formulé tras su conferencia en el CESEDEN.


Septiembre de 2024


José María Fuente Sánchez
Coronel (R) de Caballería, DEM, economista y estadístico
de la Asociación Española de Militares Escritores (AEME)
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