Algunas pocas décadas después de ser coronado Carlo Magno como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, un gran acontecimiento tuvo lugar en la Hispania visigoda hacia el año 840 (el dato es impreciso), que determinaría el futuro de esta nación. El descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago fue difundido por un ermitaño del lugar y de inmediato cristianos ocupados en la Reconquista acudieron a Galicia. Esto sucedió cuando la “germanización” de la cultura cristiana occidental adquiría una gran presencia en los pueblos de su entorno, acrecentándose una espiritualidad alrededor del Pantocrátor (El Todopoderoso). El pueblo germano era guerrero y entendía a Cristo como supremo e invicto rey, dando lugar a que la cruz se alzase como símbolo de sus ejércitos. Una gran tendencia de culto a las imágenes y reliquias creció en paralelo, como en los antiguos tiempos de Helena Augusta, madre del emperador Constantino, haciéndose patente tanto en la corte imperial carolingia como en la sede hispanense de Cangas de Onís y luego en Pravia y posteriormente en Oviedo, que llegó a discutir la primacía del obispado en base al descubrimiento de los restos del apóstol. (...)
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En este lado de los Pirineos, la dinastía surgida del caudillo Pelayo que nunca llegó a proclamarse rey, luchaba por la consolidación y engrandecimiento del reino frente a los muslimes, cuando la Reconquista era ya un objetivo como tal. En el reino astur-leonés el cristianismo y la figura de Cristo aunaban voluntades en la lucha contra el invasor infiel. El reino de Asturias se formó en el año 718, uniendo los territorios cristianos del noroeste de la península. En el año 825 se unieron los territorios de Aragón y Navarra para formar el Reino de Pamplona. En el año 844 se fundó el Reino de León que unió los territorios cristianos del centro y el oeste de la península. Finalmente, en el año 910, nació el Reino de Castilla aunando los territorios del noreste de la península. Hacía un tiempo que en Hispania permanecía con gran fuerza la obra de un monje, el beato de Liébana, que en el año 776 escribió: Comentarios a la Apocalipsis.
Siendo este el escenario, poco tiempo después llegaba al trono Alfonso II denominado El Casto[1], hijo del asesinado rey Fruela I y bisnieto del caudillo Pelayo. Alfonso II accedió al trono no sin grandes luchas contra otros pretendientes al mismo y después de ser desposeído del trono que luego volvió a ocupar tras alejar a su tío Mauregato de este. El rey Alfonso reinaría por cincuenta y un años, convirtiéndose en uno de los más longevos reyes españoles que llevó el cetro y la corona por tanto tiempo.
Finalizando el siglo VIII, Alfonso II fortaleció las relaciones con el emperador Carlomagno, emperador desde el año 800, consecuencia de las cuales se establecieron numerosos contactos diplomáticos de gran fruto para el renacimiento y consolidación interior del reino astur, cuya Iglesia obtuvo el total respaldo de la corona carolingia y el papado romano en las posiciones mantenidas frente a la herejía adopcionista. Aquella época creó el germen de cultivo más propicio para que el descubrimiento de la tumba del apóstol fuera la noticia más importante que se esparció con una difusión de inmenso alcance que perdura hasta nuestros días. El cuerpo del apóstol Santiago el Mayor (hijo de Cebedeo), fue uno de los apóstoles que permanecieron en el monte Tabor en la transfiguración de Jesús y en su agonía durante la Oración en el Huerto de Getsemaní en la madrugada de su prendimiento. Santiago fue martirizado en Jerusalén. Desde allí fue trasladado por dos de sus discípulos, Teodoro y Atanasio, en una nave hasta Hispania (empujada por un ángel, según la leyenda) y arribada en Iria Flavia (Padrón) en Galicia, en una tumba de piedra aludida como el “Arca marmórica” según el Breviarium Apostolorum escrito a finales del siglo VI o principios del siguiente, sobre el que San Isidoro de Sevilla, aquél que ayudase a la conversión de Recaredo en el año 587, se había referido en algunos de sus escritos. Desde la muerte del apóstol Santiago transcurrieron ocho siglos hasta que fuera descubierta su tumba en el año 813 gracias (según la tradición oral) a una estrella luminosa posada en el lugar que tomó el nombre de esta: Campus Stellae que derivó para llamarse Compostela. Por aquel tiempo, nadie pudo prever la dimensión que tal descubrimiento significaría en los siguientes siglos y que convertiría a Compostela en uno de los tres grandes centros de peregrinación de toda la cristiandad junto a Tierra Santa y Roma. Una gran fuente de espiritualidad y un constante flujo de cultura y tradiciones abrieron la puerta a nuevos modos y formas tanto en el campo artístico, lingüístico como a otras costumbres. Las peregrinaciones pergeñaron la nueva seña identitaria de esa España que asumió nuevas poblaciones de diferentes culturas y una misma fe, construyendo al tiempo y alrededor del Camino de peregrinación pequeños núcleos urbanos. Lo cierto es que los cristianos se sintieron avalados por la figura del apóstol, quien se convirtió en su patrón y líder, al grito de: ¡Santiago y cierra España!
Desde el punto de vista moral y religioso, el Camino a Santiago sirvió como fuerza reparadora de los pecados con la celebración de votos y expiación de culpas para ganar el Cielo. Este aspecto tan atrayente en la Alta Edad Media supuso definitivamente la consolidación de los valores transcendentes de la religión católica en una sociedad ignorante y temerosa. El Camino fue muy paritario en cuanto que, tanto los nobles como los campesinos y vasallos, transitaban de igual forma y manera. Pocos siglos después al nacimiento del Camino, se constituyó la Orden de Caballeros de Santiago (a.1158) bajo el reinado de Fernando II de León, siendo el propósito el defender la ciudad frente a los almohades y ayudar al monarca en sus incursiones contra el infiel en Extremadura. En compensación a estos desvelos la Orden de Santiago recibió territorios y prebendas en La Mancha, Murcia y norte de Andalucía. Sus primeros freires profesos (mitad monjes, mitad soldados) acordaron con el arzobispo de Santiago de Compostela que el maestre sería canónigo de aquella y los freires serían vasallos y caballeros del apóstol Santiago y el arzobispo freire honorario.
Los primeros datos que existen sobre las expediciones peregrinas datan alrededor del siglo X (aunque se popularizaron durante el XI y el XII). Por entonces los caminos, muchos de los cuales eran antiguas calzadas romanas, eran muy inseguros, por lo que las peregrinaciones debieron hacerse con acompañamiento para recorrer a veces miles de kilómetros para las gentes que venían de otros continentes o de la propia Europa. Se extendieron salvoconductos para que los peregrinos pudieran justificar la razón de su viaje y no fueran interceptados o reclutados para otros fines, o confundidos como bandidos. La espiritualidad creció y con ello la caridad manifiesta entre los propios peregrinos hacia los que nada tenían. Se intercambiaron entre ellos modas y tendencias y un nuevo espíritu prendió en aquella sociedad de fe inquebrantable. Se vadearon ríos y se construyeron puentes para dar acceso a los caminos por toda Europa, superando barreras naturales para poder llegar a tocar y rezar ante la tumba del Apóstol. Junto a todo ello, surgieron mesones, posadas y con el tiempo labores asistenciales y hasta casas de sanidad y de acogida u hospitales bajo Órdenes Hospitalarias para atender a los peregrinos enfermos. Igualmente surgió una amplia red de iglesias y la fe fue extendiéndose. En paralelo el comercio de todo tipo surgió para atender las necesidades de tantos peregrinos. Todo tipo de oficios aparecieron a lo largo del camino, albañiles, constructores, canteros, artesanos, hospederos, comerciantes textiles, y un largo etcétera que dinamizó una nueva economía y progreso. El Camino de Santiago se convirtió finalmente en una de las rutas más solicitadas por la cristiandad.
Las vías de comunicación crecieron y mejoraron favoreciendo no sólo el tránsito de personas, carros y caballerías, sino también una gran repoblación humana con un comercio hasta entonces nunca visto, pues se habilitaron mercados semanales o mensuales a los que acudían de todas partes. La ruta jacobea pasó a adquirir una importancia internacional. Una serie de normativas surgieron alrededor de aquella para proteger el comercio y la seguridad de la ruta como el llamado “derecho de los francos” refiriéndose así a todos los peregrinos que no eran hispanos, es decir, a los que provenían de más allá de los Pirineos; o un decreto del conde Ramón de Galicia por el que se ordenaba no prender ni despojar a ningún mercader ni habitante de Santiago. Se implantó “La Paz de Dios” una especie de fuero en donde se prohibió en determinados lugares, reyertas o luchas de cualquier tipo. Algunas poblaciones nacieron por y para la ruta jacobea, bien porque se construyera algún puente sobre un río de difícil paso o porque alguna orden religiosa fundara un hospital para peregrinos, como sucedió en Puente la Reina (Navarra) y Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).
Siendo las últimas décadas del milenio, un hecho rubricó el prestigio de Almanzor mermando la moral combativa de los cristianos que pululaban por todas partes y creían según los voceros en la llegada del fin de los tiempos. Ocurrió cuando Almanzor entró con sus huestes a saquear el propio Campus Apostoli y penetrar en su catedral de la que extrajo sus tesoros respetando tan solo la tumba del apóstol Santiago. Mandó quitar las grandes campanas que coronaban sus torres para llevárselas a Qurtuba (Córdoba) a servir de lámparas en la grandiosa ampliación que llevó a cabo en su mezquita, siendo transportadas por esclavos cristianos apresados en la campaña. (Tendrían que pasar dos siglos y medio para que las mismas regresaran de nuevo a la catedral reinando en Castilla, Fernando III el Santo, pero esta vez transportadas por esclavos caldeos). Esta acción produjo gran desánimo entre los cristianos que la consideraron un nuevo presagio apocalíptico. Al poco, en el año 999 el rey leonés Bermudo II falleció tras dedicar sus últimos años a restaurar la desolada y saqueada catedral que custodia la tumba del santo apóstol Santiago así como los monasterios y fortalezas que sucumbieron bajo la gazúa de Almanzor.
Desde el siglo IX, Spania o Hispania era el topónimo que señalaba las tierras conquistadas por los seguidores de Mahoma como al-Ándalus. A los vencidos se les referenciaba como los godos y a los que pervivieron y se mantuvieron luchando en la cornisa cántabra, cristianos, cuyo vocablo se convirtió de esta manera en un gentilicio hasta que las inmigraciones francas que llegaron en peregrinación cruzando los Pirineos hacia Santiago de Compostela comenzaron a nombrar a los habitantes de Hispania como “espanescos” terminando a partir del siglo XIII en convertirse en el gentilicio de españoles, siendo por tanto en su origen un vocablo foráneo o provenzal.
Transcurridos los siglos, las continuas incursiones de los piratas ingleses a lo largo del siglo XVI, especialmente del conocido Francis Drake, hicieron que en 1589 el arzobispo Juan de Sanclemente decidiese esconder las reliquias de Santiago para protegerlas. Las fuentes dicen que fueron enterradas en una zona próxima a la capilla mayor. Con el tiempo el lugar exacto se olvidó perdiéndose su ubicación, de manera que durante siglos los peregrinos que visitaban la catedral no precisaron el lugar donde rezar a Santiago. Finalmente, en 1879 el entonces arzobispo de Santiago, cardenal Miguel Payá y Rico, mandó hacer excavaciones consiguiendo encontrar una urna que contenía huesos, que fueron examinados y estudiados por la Universidad de Santiago y por la Santa Sede. El resultado de los estudios permitió concluir que las reliquias eran auténticas. En 1884, el papa León XII lo confirmó a través de la bula Deus Omnipotens, en la que se apoya todavía hoy el culto al sepulcro y los restos que pueden visitarse en la cripta del altar mayor de la catedral.
Puede afirmarse con rotundidad que la ruta jacobea es la seña de identidad de una España profundamente religiosa, y que los avatares del tiempo no borrarán la memoria de este santo lugar.
Iñigo Castellano y Barón
[1] Los viejos obituarios ovetenses fijan la fecha exacta de la muerte del Rey Casto en el 20 de marzo del 842, y no hay razón para dudar fundadamente de esa noticia. Las crónicas de fines del siglo IX concluyen la biografía del monarca diciendo que después de cincuenta y dos años de reinado (un cómputo más exacto daría cincuenta y uno) y habiendo llevado una vida “llena de gloria, casta, púdica, sobria e inmaculada” pasó del reino terreno al celestial. En la iglesia de Santa María, adyacente al templo catedralicio ovetense y fundación del propio Rey, en un túmulo de piedra cuyo epitafio reproduce parcialmente la Crónica Albeldense, fueron depositados con brillantes exequias los restos mortales de aquel príncipe excepcional, “amable a Dios y a los hombres”.
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