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En primer lugar, España, cuando se produce la guerra, no era ninguna república en proceso de formación y autoafirmación, como sí lo serán, en cambio, tantas que se independizarán después, precisamente de ella, y que, por eso mismo, se verán obligadas a iniciar e intentar ganar una “guerra de la independencia”. O como sí lo habían sido antes las Trece Colonias que se independizan de Gran Bretaña en 1776. De hecho, España era independiente desde tiempo inmemorial, trescientos años como tal España, y cientos y cientos de años muchas de sus partes, alguna como Asturias, todo un milenio.
En segundo lugar, la presencia francesa en España nunca fue completa. Es más, fue, de hecho, muy pero que muy incompleta. Y no sólo, como acostumbra a decirse, porque ni siquiera abarcara la totalidad del territorio peninsular, ni tampoco las islas Baleares o las Canarias, o ciudades como Ceuta y Melilla, sino porque no alcanzó la parte más importante del territorio español, a saber, la España Americana y la España Asiática. Un conjunto, éste no ocupado por el Francés que, territorialmente hablando, constituía el 95% del total del suelo español; y demográficamente, más del el 60% de la población española repartida por todos los territorios españoles en el mundo.
En tercer lugar, la ocupación francesa apenas dura algo más de cinco años, en un ambiente de cuestionamiento e insumisión que ni siquiera permite hablar de dominio, el cual llevará al mismísimo Napoleón a hablar de la injerencia en España como de “la más grande tontería [“betisse”] cometida en mi vida”. La legitimidad del gobierno español ni siquiera desapareció ni aún en los lugares ocupados, y siguió expresándose a través de las llamadas “juntas”, y particularmente de la Junta Suprema.
En cuarto lugar, aunque todos sabemos que el nuevo rey de España, José Bonaparte, no era otra cosa que una especie de títere de su hermano y que, al menos en el corto plazo, no cabía esperar otra cosa de él que su completa sumisión, Napoleón, a diferencia de lo que hace en otros lugares de Europa, ni siquiera se plantea la absorción del reino de España, al que no altera una sola de sus fronteras, ni en la Península ni en sus territorios americanos y asiáticos, y lo que, a los efectos, es todavía más importante, no cuestiona tampoco su independencia.
Así lo declara, y en ello no le falta razón, el propio Carlos IV en el documento por el que cede sus derechos a favor de Napoleón:
“He cedido a mi aliado y caro amigo el Emperador de los franceses todos mis derechos sobre España e Indias; habiendo pactado que la corona de las Españas e Indias ha de ser siempre independiente e íntegra”.
Y lo que es aún más elocuente, tampoco el mismísimo Napoleón, quien, en la carta que dirige al pueblo español el 25 de mayo, es decir, apenas diecisiete días después de la abdicación de Carlos IV, publicada en la Gazeta el 3 de junio, abunda en la idea y afirma:
“Españoles: después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voi a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las España: Yo no quiero reinar en vuestras provincias […] Vuestra monarquía es vieja: mi misión se dirige a renovarla; mejoraré vuestras instituciones y os haré gozar de los beneficios de una reforma, sin que experimentéis quebrantos, desórdenes ni convulsiones”.
De donde no se concluye sino que la Guerra Franco-Española acontecida entre 1808 y 1814 es una guerra cuyo objetivo no es la incorporación de España al Reino de Francia acabando así con su independencia, sino el mero cambio de dinastía. En ese sentido, poco diferente a aquella Guerra de Sucesión ocurrida a la muerte de Carlos II de Austria entre Habsburgos y Borbones.
Por si todo ello fuera poco, las últimas batallas de la mal llamada “Guerra de la Independencia” tendrán lugar en Francia, así la famosa batalla ocurrida en Toulouse, donde las tropas españolas se adentran hasta150 kilómetros en territorio gabacho ocupando, como poco, el mismo 5% de territorio francés que los francés habían ocupado de España… Lo que a nadie parecería razón suficiente como para llamar al conflicto en cuestión “Guerra de la Independencia Francesa”.
Con mejor motivo que en el caso de la invasión francesa de España, tanto la Guerra de los Cien Años, la Guerra Franco-Prusiana, la Segunda Guerra Mundial, ¡o hasta la propia Francesada, como hemos visto!, deberían ser llamadas Guerras de la Independencia Francesa.
En el marco de las guerras napoleónicas, a la guerra de muy similares características que desarrollan los franceses en Rusia no se le llama “Guerra de la Independencia Rusa”, sino “Campaña Rusa” o “Guerra Patria”; y la que despliegan en Prusia, tampoco es la “Guerra de la Independencia Prusiana”, sino la “Guerra de Liberación” (Befreiungskriege en alemán). Con mucho mejor criterio, los portugueses llaman a la misma guerra que tuvieron con Francia la “Guerra de la Restauración de la Independencia”, y los suizos celebran cada año el “Día de la Restauración”, no el de la Independencia, para conmemorar su liberación del yugo napoleónico. Sin salir de España, fue más una guerra de la independencia la larga Reconquista Española (muy bien denominada, por cierto), que duró, como se sabe, más de siete siglos y afectó al entero territorio peninsular, que la Francesada.
Y es que una guerra de la Independencia es otra cosa. Una guerra de la independencia es la que realiza una nación que nunca ha existido, que de hecho está en proceso de formación, para dejar de someterse a una autoridad que se le antoja lejana y contraria a sus propios intereses, aunque la realidad demuestre luego que las nuevas autoridades surgidas de esas guerras no son, a menudo, ni más cercanas ni más benéficas. A esas guerras de la independencia suceden casi siempre (o más bien, indefectiblemente) guerras civiles y con los vecinos para fijar unas fronteras que ni siquiera están claras. Guerras de la independencia son, sólo a modo de ejemplo, las ocurridas en América (del Norte y del Sur) en los siglos XVIII y XIX; las ocurridas en muchos lugares de Europa en el s. XIX; o las ocurridas en África en el s. XX… pero no la que tiene por contendientes a España y Francia entre 1808 y 1814 en partes del territorio español y en partes del territorio francés.
“Francesada”, “Guerra del Francés”, “Guerra Hispano-Francesa”, “Guerra Napoleónica”, ¡hasta “Segunda Guerra de Sucesión” si quieren Vds.!, son nombres mucho más adecuados a la realidad histórica que se trata de describir. Hoy día puede parecer afectado referirse al conflicto que nos ocupa con esos nombres. Consigamos que en un próximo futuro lo afectado sea denominarlo “Guerra de la Independencia Española”.
Un desacierto más, pues, en el relato de nuestra historia, que se diría escrita por un enemigo… La pena es que, en buena parte, la han escrito historiadores españoles, y desde luego, son muchos, demasiados, los españoles que se deleitan, se relamen, se regocijan, leyéndola así de mal… ¡qué pena! ¡qué raro!
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
Luis Antequera Becerra
Licenciado en Derecho