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Orgullo y melancolía del receptor cultural

Fernando Savater en la película dirigida por el autor de este artículo “Queridísimos intelectuales” (2011. Disponible en Filmin)
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Fernando Savater en la película dirigida por el autor de este artículo “Queridísimos intelectuales” (2011. Disponible en Filmin)

LA CRÍTICA, 11 MAYO 2022

Por Carlos cañeque
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Toda obra literaria o artística es un producto emitido que busca a un receptor. Algunas veces ese producto impacta y seduce al receptor de forma tan intensa que este lo adopta con orgullo como un elemento de su propia identidad. En las ideologías y las religiones, esos productos originales como la Biblia o los textos de Marx pueden llegar a movilizar grandes masas de ciudadanos creando sinergias e identidades compartidas. (...)

... En el ámbito del cristianismo, desde finales de la década de los setenta, hemos asistido a un fenómeno global de conversión del catolicismo al evangelismo muy claro y creciente. La iglesia católica pierde fieles cada día por su estructura centrípeta y por la dificultad que tiene en adaptarse a los nuevos cambios sociales del siglo XXI. Faltan sacerdotes, es decir, varones célibes necesarios para oficiar la misa. Frente a la estructura del catolicismo, la estructura centrífuga del evangelismo es mucho más participativa y compatible con los medios de comunicación: el catolicismo no puede crear “telepredicadores” porque los curas no tienen libertad para hablar de Dios a gritos…


El receptor se prueba el traje y, orgulloso de su hallazgo, se mira en el espejo y cree que le sienta bien. Borges, el amante de los libros por excelencia, decía que se sentía más orgulloso de las obras que había leído que de las que había escrito. Es como si sintiera que leer desde su sabiduría y sensibilidad a Homero o a Dante fuera un privilegio superior a toda escritura propia. El receptor cultural deja de ser pasivo cuando asume el producto como elemento de su identidad y lo proyecta en su vida. Don Quijote detiene su lectura, abandona su casa, toma una lanza de torneo medieval y se convierte en caballero andante. Aunque la experiencia de conversión es muy distinta en el ámbito intelectual (donde todavía se leen los libros originales) y en el masivo (las referencias textuales tienden a desaparecer), el proceso es esencialmente el mismo.


Cuando uno va cumpliendo años y mira con sinceridad el espejo retrovisor de su vida puede recorrer su itinerario y pensar en los autores que le sedujeron. Recuerdo que cuando yo tenía dieciocho años conocí algunas ideas básicas de Marx. Muy pronto me pareció la teoría más lúcida y razonable que había conocido. Con ese traje me sentía tan bien que comencé a desdeñar los ambientes burgueses en los que se movía mi familia. Me sentía superior, más lúcido, más inteligente y, sobre todo, más ético. Muchas veces, en las conversaciones con familiares y amigos desplegaba unas actitudes vehementes que seguro resultaban incómodas para los demás. Estaba empezando las carreras de Filosofía en la Autónoma de Madrid y Sociología en la Complutense. Mi cabeza era un hervidero de ideas ingenuas en el contexto de los primeros años de la transición. Salvo algún tomista próximo a la jubilación, casi todos los profesores que tuve en esos años asumían convencidos y orgullosos las teorías marxistas. Ser filósofo, sociólogo o politólogo y no abrazar a Marx le acercaba a uno peligrosamente a las arenas de la estulticia más cerril y rancia. Luego supe que ya en la década de los sesenta la teoría y el método de análisis de la historia marxianos se habían expandido en la mayoría de las universidades europeas. No todos asumieron la ortodoxia marxista en su integridad, pero muchos admitieron algunos de sus postulados básicos. Desde Sartre (en su intento de conciliar el existencialismo con el marxismo) hasta Althusser, Habermas, Poulantzas, Marcuse o Foucault, en las universidades europeas proliferaban versiones o perversiones del gran pensador alemán. En Estados Unidos la expansión fue mucho más débil, aunque algunos autores de enorme prestigio intelectual como Daniel Bell, Patrick Moynihan o Irving Kristol (hoy considerados neoconservadores) adoptaron entonces gran parte de los postulados del sistema marxista. Creo que en el caso de Chomsky, de alguna forma y con planteamientos más moderados, los sigue asumiendo todavía. En nuestro país, Tierno Galván, Gustavo Bueno y Jordi Solé Tura eran algunos de los maestros que formarían al regimiento de jóvenes profesores marxistas españoles.


Lo mismo me ocurrió cuando, unos años después, comencé a conocer a Nietzsche. Aquello de superar los valores del rebaño era un nuevo traje con el que me veía estupendo. Atreverse a crear unos valores propios e individuales sin la influencia del cristianismo o, por extensión, de cualquier colectivismo como el comunismo o la democracia me pareció un reto muy atractivo. Regresó a mi inquieta cabeza una renovada vehemencia cercana a la agresividad. Sobre todo después de haber hecho un viaje a Japón y Tailandia con un profesor que conocí en la universidad y luego se convirtió en amigo y colaborador. A Fernando Savater, diez años mayor que yo, le acribillé a preguntas sobre Nietzsche durante diez días seguidos en Tokio y Bangkok, desde el zumo de naranja del desayuno del hotel hasta la última copa de la madrugada. Me explicó que la idea del superhombre es esencialmente metafórica, estética y literaria. También me confesó que cada día estaba menos interesado en la filosofía y más en la literatura, y me habló de autores como Borges y Cioran, que veía a caballo entre las dos disciplinas. Muchos años después, Savater participaría en dos libros de entrevistas que publiqué precisamente sobre estos dos autores.


Al pensar hoy en filósofos como Marx o Nietzsche me invade un sentimiento de melancolía. ¡Con qué ingenuo entusiasmo me probaba el traje y salía a la calle buscando interlocutores a los que batir! En España llegaba la democracia y había que posicionarse y actuar. Desde la perspectiva más lúcida de hoy (voy a cumplir 65 abriles en agosto) me parece evidente que lo que consideré ideas genuinas que yo había convertido en propias no eran más que las emisiones de algunos autores potenciadas por los medios de comunicación. Creo que aquellos esplendores fueron para mí simples modas intelectuales. No es que hoy desprecie a Marx o a Nietzsche (mis conocimientos sobre ellos siguen siendo muy limitados), pero ya no los veo como fuentes a las que adscribir mi identidad. Aquellos trajes han perdido para mí su color original, su mística, se han manchado y han terminado en el ropero. Ya no me facilitan “el orgullo del receptor” que había sentido desde la ingenuidad juvenil, ni la vehemencia, ni la seguridad. Hoy barrunto que todo gran entusiasmo por un autor o teoría requiere un alto grado de ingenuidad. Sí, la lucidez y la sinceridad de hoy me llevan a la melancolía. ¡Qué feliz fui cuando creí que la vida podía reducirse a un sistema único! Cuanto más ingenuo es el receptor cultural, más se le abre el camino iniciático hacia esos “escaparates invitacionales” de la simplificación maniquea y del populismo más estúpido. Las redes sociales son ejemplos del intercambio global de identidades iniciáticas; allí hay cada segundo un tráfico inmenso de nuevos gustos, de nuevas modas, gurús, productos desnaturalizados y filosofías baratas. Las identidades occidentales de antaño se diluyen y desaparecen. De su complejísimo entramado intelectual, de Marx me atrae hoy su método analítico de la historia mucho más que sus profecías de revolución, que fueron las que más me sedujeron cuando era joven. A Nietzsche lo veo ahora un autor mucho más actualizable que Marx, probablemente porque sus argumentos son más ambiguos y literarios y porque rechaza tanto el concepto de verdad como toda “voluntad de sistema” que nos desconecta de la vida.


Todos nos sentimos orgullosos de nuestros gustos, de la literatura que leemos, de la música que escuchamos, del arte que contemplamos, aunque a veces nuestros gustos sean impostados. La moda es por definición el resultado de un sistema que necesita vender, es el disfraz por excelencia, el disfraz prestado. “¡Con cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo!”, decía Pessoa en su poema Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra.


El receptor cultural no descubre en solitario porque el producto del emisor llega frecuentemente con muchas tarjetas de presentación. Autores difíciles como Proust, Joyce o Borges no pueden ser ignorados por el lector ambicioso o académico. Por eso nunca percibimos desde la virginidad cuando vemos obras de Joan Miró o de Jackson Pollock en los museos más importantes del mundo. La formación de nuestros propios gustos está condicionada cuando se nos esta diciendo: “esto es un clásico”. Es ilusorio pensar que esos productos los percibimos nosotros.


El orgullo del receptor cultural tiene algo de lúdico, es una apuesta, la apuesta que hace el lector por el tiempo dedicado a la lectura, el dinero pagado por el libro, la apuesta del editor que se la juega con un autor. Esa apuesta alberga una ilusión y una esperanza previamente imaginadas, el desiderátum de encontrar una maravilla que nos pueda cambiar la vida o producir un enorme placer. Desde hace ya muchos años, la literatura (sobre todo el género de la novela), el cine y la música (especialmente el jazz) han sido las grandes pasiones de este receptor orgulloso de sus gustos. En literatura, el primer libro que me conmocionó en la adolescencia fue El extranjero de Camus. Aquello fue para mí un gran hallazgo, una revelación que me interpelaba personalmente, un sendero abierto que implicaba la estética, el arte y la filosofía, y que me ilustraba una nueva concepción del mundo. Salí a la calle deslumbrado por la irónica mirada del protagonista, esa indiferencia flemática que transita por las playas argelinas, ese crimen impulsado por el absurdo, ese sol culpable. Siempre he leído con la esperanza de encontrar lo que me produjo aquel libro. Ahora no me resulta nada fácil fuera de los clásicos que tiendo a releer. Pero a veces salta la sorpresa, incluso en nuestro país. La novela Sur de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg, 2018) es la que más me ha gustado en mucho tiempo. Creo que será considerada un clásico, al menos en los sectores académicos. Esa es mi secreta y orgullosa apuesta: un tórrido día en Málaga, doscientos personajes en movimiento, la metáfora de un hormiguero, un lenguaje poliédrico cargado de elementos estéticos y larvadas sensualidades, un texto de turbadora belleza. Sur me parece una obra maestra. En el campo de la música, en mi adolescencia recuerdo haberme sentido muy atraído por algunos grupos como Pink Floyd, Yes o King Crimson. Luego descubrí a Stravinski y el jazz. Después de la música clásica, acaso el jazz sea la música popular más compleja y propicia a la sutileza y el virtuosismo. Con aquellas recepciones también me sentía muy orgulloso porque para mí eran objetos que trascendían la propia música y albergaban estéticas y magias que yo consideraba magníficas. En España, en el campo del jazz existen hoy tres pianistas y compositores que nutren todos mis orgullos y mis gustos: Chano Domínguez, Marco Mezquida y Alejandro Esperanza.


Creo que el orgullo que surge de nuestros gustos literarios o artísticos tiende a ser más duradero que el que procede de las doctrinas. Las doctrinas exigen exclusividad, el arte no. Tal vez le pedimos demasiado a las doctrinas filosóficas o teológicas. Dejé de creer en Dios a los nueve años, cuando le pedí que aprobara los exámenes sin apenas estudiar, y claro, lo cosa no funcionó.


Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política, escritor y director de cine.


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Carlos cañeque

Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona, escritor y director de cine

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