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Ciclistas abucheados. Pancartas hostiles. Kaleborroka reciclada. Y un Ejecutivo incapaz de defender la dignidad de España. Nada de esto es anecdótico. Nada es espontáneo. Se trata de la consecuencia directa de una política basada en la cesión constante al radicalismo.
La Vuelta no es solo una carrera. Es un espejo. En él se miran millones de telespectadores de decenas de países. Lo que han visto este año no es esfuerzo ni hospitalidad, sino un Estado débil, sometido a quienes gritan más fuerte. El presidente Sánchez, lejos de proteger el bien común, ha preferido cuidar a sus socios políticos antes que plantar cara a los violentos. Esa renuncia es claudicación.
La historia ofrece lecciones claras. En Berlín 1936, Hitler intentó convertir los Juegos en propaganda nazi. Jesse Owens lo humilló con sus cuatro oros. En la Guerra Fría, Estados Unidos y la URSS hicieron del deporte un campo de batalla ideológico. En Sudáfrica, el apartheid fue combatido también desde las canchas y estadios. En todos los casos, el deporte fue manipulado, pero protegido. Aquí ocurre lo peor: se permite que sea saboteado. Y se permite desde el poder.
España conoce bien el precio de la violencia contra el deporte. Durante los años de plomo de ETA, la kale borroka fue antesala del crimen. Piedras, cócteles molotov, amenazas a concejales y deportistas señalados por no plegarse al fanatismo. Guardias civiles asesinados al salir de partidos. Ciclistas bajo escolta. Estuvimos allí. Lo sufrimos. Y ahora el Gobierno abre la puerta a que ese clima regrese. Es traición a la memoria de las víctimas.
El ciclismo es símbolo de resistencia silenciosa. De esfuerzo anónimo. De solidaridad entre compañeros. El triunfo del líder depende del sacrificio de sus gregarios. Esa lección debería inspirar también a la política. Pero este Gobierno prefiere dividir, premiar al radical y castigar al moderado. Así se degrada el país.
Cada etapa de la Vuelta se ve en decenas de países. Cada paisaje es una invitación al turismo, a la inversión, al conocimiento de España. Pero este año, la imagen proyectada ha sido otra: un país crispado, incapaz de proteger a sus deportistas. Una democracia débil que tolera la algarada. El daño a nuestra reputación es inmenso.
Sánchez ha demostrado que pactará con cualquiera para seguir en el poder. Y esa ambigüedad se traduce ahora en la calle. Cuando no se condena la violencia, se alimenta la impunidad. El deporte debería ser sagrado. Intocable. Blindado frente a la división. Permitir que la kaleborroka manche la Vuelta es síntoma de una enfermedad institucional.
España merece respeto. Nuestros ciclistas, dignidad. Nuestros ciudadanos, seguridad. El mundo, una imagen de orgullo, no de vergüenza. Que el Gobierno tolere semejante bochorno es más que un error: es una humillación nacional con eco internacional. La dignidad de España no se negocia.
España no puede seguir pedaleando con lastre. O se planta frente a la violencia, o acabará gobernada por ella. La Vuelta no es solo ciclismo: es la imagen de una nación. Y esa imagen, señor Sánchez, usted la ha convertido en una vergüenza.
Iñigo Castellano y Barón