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DIRTY LITTLE SECRET: AHORA TODOS SOMOS (ALGO) FASCISTAS

El Tratado de Brest-Litovsk, firmado en 1918
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El Tratado de Brest-Litovsk, firmado en 1918
Por Manuel Pastor Martínez
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DIRTY LITTLE SECRET: AHORA TODOS SOMOS (ALGO) FASCISTAS

Manuel Pastor Martínez

El paradigma keynesiano

El gran descubrimiento sociológico de Friedrich Hayek, como él mismo reconocería reiteradamente a partir de su discurso presidencial en el London Economic Club el 10 de Noviembre de 1936, que llevaba por título “Economics and Knowledge” (Alan Ebenstein, Friedrich Hayek. A Biography, Palgrave, New York, 2001, pp. 94-ss., 270, 282), es la idea de la fragmentación y división del conocimiento, y que en consecuencia nadie puede ostentar el monopolio del mismo, como históricamente han pretendido las izquierdas. Asimismo, estoy de acuerdo con David Mamet, prestigioso escritor renegado del progresismo, que en su valiente memoria personal, The Secret Knowledge. On the Dismantling of American Culture (Sentinel, New York, 2011), llega a la conclusión de que no existe un “conocimiento secreto” como postula un determinado pensamiento de la izquierda elitista. Sin embargo sí existe, a mi juicio, un feo secreto, Dirty Little Secret, en esa misma tradición izquierdista-progresista que trato de revelar en este modesto ensayo. La segunda frase del título es una pequeña e irónica provocación dirigida a nuestros izquierdistas-progresistas –lectores o no de estas reflexiones-, ya que, como es sabido, todos los progres del mundo consideran el adjetivo fascista el mayor insulto político imaginable. Subrayo lo de “algo”, excepcionalmente, en la recurrente muletilla ideológica o tropo retórico.

Joshua Kurlantzick, autor de la imprescidible obra Democracy in Retreat (Yale University Press, New Haven, 2013) y consejero del grupo Freedom House que elabora el Index of Freedom in the World, en un reciente artículo titulado “A New Axis of Autocracy” (The Wall Street Journal, March 30-31, 2013, p. C3) afirmaba que “ As China and Russia export repression, global democracy is suffering its longest losing streak in decades (…) Though Westerners like to believe that the cause of self-government is ever on the march, democracy has actually been retreating across much of the developing world in recent years. In its latest Index of Freedom in the World –a rigorous measure of political rights and civil liberties (…) notes that 2012 was the seventh consecutive year that the survey has found more declines tan gains. For democratic progress around the world, it is the longest losing streak in the past 60 years.” El 2014 Index of Economic Freedom (The Heritage Foundation-The Wall Street Journal, January 2014, y asimismo los posteriores de 2015 y 2016) no hacía más que confirmar esta tendencia.

Precisamente hace cuarenta años aproximadamente el presidente norteamericano Richard Nixon puso fin al estándar oro, imponiendo controles de salarios y precios, y pronunció la famosa frase “We are all Keynesians now” (“Ahora todos somos keynesianos”, citado recientemente por Amity Shlaes, “The Small Presidency”, National Review, February 11, 2013, p. 29). Nixon parafraseaba una declaración del liberal norteamericano Chester Bowles en 1959 en The New York Times en que reconocía que a su vez parafraseaba a un conservador británico: “To paraphrase a Victorian Tory statesman, we are all liberals now” (citado por James Burnham, Suicide of the West. The definitive analysis of the pathology of Liberalism, Arlington House, New York, 1964, p. 43). En realidad, lo que proclamó, no un conservador sino el liberal británico Sir William Harcourt ya en 1884 fue “We are all socialists now”, según ha recordado Alan Ebenstein (Friedrich Hayek. A Biography, ant. cit., p.116). Tras el triunfo electoral de Obama en 2008, el semanario Newsweek se marcó una famosa portada en 2009 con el título We Are All Socialists Now (“Ahora todos somos socialistas”), expresando el wisful thinking de su editor, el kennedita-obamita Evan Thomas, hijo del histórico líder socialista Norman Thomas, al que Stalin y los comunistas durante la Guerra Fría caracterizaron como “socialfascista”. Pero el socialismo, como documentaría Hayek en su obra clásica The Constitution of Liberty (1960), no solo en un sentido riguroso material, sino como proyecto político de los programas de los partidos así llamados, quedaría progresivamente diluido en la década de los cincuenta, con el ascenso del Welfare State, una extensión histórica del viejo Estado policía/administrativo, de tradición prusiana y francesa (culminando en Bismarck y Napoleón III), revitalizado con las aportaciones británicas fabiana y keynesiana, antes y después de la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, las palabras de Nixon eran exactas. Pero tanto los Fabianos como Keynes llevaban incubado en sus doctrinas lo que podríamos denominar, siguiendo a Jonah Goldberg (Liberal Fascism, 2007/2009), un fascismo progresista.

Nixon, con toda seguridad, no era consciente que tal reconocimiento de la base económica de la política contemporánea era indirectamente un guiño al pequeño y feo secreto de que ahora también todos somos algo fascistas. En efecto, es algo que se infiere fácilmente de la obra clásica de Lord Keynes Las consecuencias económicas de la Paz (1919), tras asistir como consejero especial de la delegación británica a las negociaciones del Tratado de Versalles con que concluyó la primera Guerra Mundial. Se da la curiosa coincidencia que Robert Skidelsky es el reputado autor de las sucesivas biografías de John Maynard Keynes (1983, 1992, 1994, 1996, 2000, 2009) y asimismo, previamente, de la de su discípulo Oswald Mosley (1975).

Al respecto conviene recordar que el famoso Mosley Memorandum o Manifiesto Mosley de Enero de 1930, considerado el documento económico fundacional del fascismo británico era un texto explícitamente keynesiano, y cuando un año más tarde su autor, el joven y brillante laborista Oswald Mosley, propone la idea de un New Party (Febrero de 1931), antecedente inmediato del Movimiento Fascista Británico (BFM), cuenta como simpatizantes, entre otros, a Harold Nicolson, John Strachey, Allan Young, y a propio J. M. Keynes (Oswald Mosley, My life, London,1968, en español Mi Vida, L. de Caralt, Barcelona, 1973, pp. 277-ss., y muy bien documentado en la obra de Anne De Courcy, Diana Mosley. Mitford Beauty, British Fascist, Hitler´s Angel, W. Morrow/Harper Collins, New York, 2003, pp. 70-71 y 74-76), que ciertamente después se distanciarían de Mosley, cuando éste adoptó un estilo político más estridente en sintonía con el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán.

Por todo ello no deja de ser patéticamente ingenuo y enternecedor que algunos economistas progres hoy sigan invocando el mismo “paradigma”, como es el caso del italiano Sergio Cesaratto, catedrático de Política Económica de la Universidad de Siena, y otros nueve firmantes de un manifiesto titulado Por una condicionalidad keynesiana (Dominio Público, 19/11/2012), acertadamente comentado con ironía por Carlos Rodríguez Braun en su columna Tontería Económica (Libertad Digital, 18/02/2013). El profesor Cesaratto, que podría haber invocado igualmente a su compatriota Mussolini en vez de a Keynes, para justificar sus propuestas de política económica “crítica”, es un ejemplo demasiado frecuente entre los académicos y políticos de izquierdas en años recientes, desde el inicio de la crisis financiera mundial entorno a 2008, fenómeno que en Estados Unidos representa, entre muchos otros, un Paul Krugman (tanto académicamente como en sus artículos de divulgación en The New York Times), y en España, por ejemplo también entre muchos otros, un Ramón Tamames (en el ámbito más académico) y un Joaquín Estefanía (en sus artículos de divulgación en El País), coincidiendo con los líderes políticos de las diversas izquierdas -y no tan de izquierdas- europeas. Como hiciera en su momento Oswald Mosley proponiendo un “New Party”, este tipo de intelectuales-economistas políticos generalmente también se inclinan retóricamente por una “Nueva Política Económica” o “New Economic Policy” (¿Les suena la NEP?), y de momento están encantados o esperanzados con el ejemplo del régimen de Obama, el presidente demócrata norteamericano que comenzó su carrera política en una organización marginal socialista denominada precisamente… “New Party” (Stanley Kurtz, “Obama´s Third-Party History”, National Review, June 25, 2012).

En un artículo del académico y veterano profesor, ya jubilado, de “estructura económica” en la Universidad Complutense, Juan Velarde Fuertes, titulado “Cuidado con los Skidelsky” (ABC, Madrid, 3 de Junio de 2013), hacía un comentario sobre Keynes a propósito de la publicación en España de la voluminosa biografía de Robert Skidelsky. Por cierto, discrepo del profesor Velarde cuando afirma preferir la obra de Roy Harrod a la de Robert Skidelsky, aunque admito que la obra del primero tiene cierta dignidad. Pero la información esencial que proporciona el segundo es incuestionable y no es comparable hasta la fecha con ninguna otra biografía sobre el gran economista británico. Baste como muestra la referencia a la relación Keynes-Mosley, que Harrod prefiere ignorar en su “sanitanized” biografía de 1951, en la que solo de pasada menciona a “the dynamic Sir Oswald Mosley” (R. Harrod, The Life of John Maynard Keynes, W.W.Norton, New York, 1982, p. 421). Skidelsky documenta el apoyo de Keynes al Manifiesto de Mosley, y en otro momento afirma que Mosley a su vez apoyaría a Keynes: “La única persona en la Cámara de los Comunes que entendió y apoyó a Keynes fue Oswald Mosley, quien pronto se encontró en el desierto político” (R. Skidelsky, John Maynard Keynes, RBA, Barcelona, 2013, pp. 611 y 622). Lo que me interesa del artículo del profesor Velarde es que, en referencia a la opinión de Skidelsky de que sin Keynes Europa hubiera caído por completo bajo el comunismo o el fascismo, con más probabilidad lo segundo, cita un prólogo del propio Keynes (firmado el 7 de septiembre de 1936, en pleno nacionalsocialismo)para la edición en alemán de su Teoría, en el que escribe: “La teoría de la producción agregada que es lo que el libro trata de proporcionar, se adaptaría con más facilidad a las condiciones que se dan en un estado totalitario, que lo que lo hace la teoría de la producción y distribución de una producción determinada, bajo condiciones d libre competencia y laissez faire.” Detectamos una cierta satisfacción en el profesor español al reconocer estas coincidencias entre el keynesianismo y sus viejas querencias nacional-sindicalistas del fascismo español.

Parece que es un talante común entre los profesores españoles de “Hacienda pública” y “Estructura económica” (área ésta de conocimiento tradicional en nuestras universidades, aunque no es Economía o teoría económica en sentido estricto, sino algo más parecido a historia y sociología económica), ya que otro representante conocido de esta disciplina, el asimismo académico y catedrático Ramón Tamames, ex comunista reciclado como keynesiano, en un programa televisivo de hace pocos años (La vuelta al mundo, Veo7, junio de 2011) proponía en un tono arrebatado, casi histérico, como solución a la crisis económica española un gran pacto y consorcio entre el Estado y las corporaciones financiero-industriales, algo que sin dudas tiene resonancias con prácticas mussolinianas, y parecidos con el “conglomerado Göring” en la Alemania nazi o, sin ir más lejos, con la política económica del franquismo.

Lo anterior nos lleva a reconocer y pensar en la plausibilidad o posibilidad de referirnos a un “paradigma” del fascismo genérico –como tempranamente planteó el autor norteamericano Lawrence Dennis, en sus obras hoy casi olvidadas The Coming American Fascism (1936) y The Dynamics of War and Revolution (1940)-, sobre una base económica de tipo keynesiana o de economía mixta, característica del capitalismo corporativo-estatista que se despliega en diversas sociedades a lo largo del siglo XX, y que ha recibido otros nombres en la literatura crítica de las izquierdas entre los años veinte y los cuarenta: “capitalismo de Estado” (anticipado por Lenin ya en 1918, Bujarin , Hugo Urbahns, Mussolini), “bonapartismo soviético/socialismo burocrático”(Trotsky), “socialfascismo/liberalfascismo”(Stalin), “colectivismo burocrático” (James Burnham, Joseph Carter, Bruno Rizzi) “capitalismo corporativo” (Adolf Berle & Gardiner Means) , “capitalismo de los managers” o “sociedad managerial” (Thorstein Veblen, J. Burnham, Peter Drucker). Incluso cabría señalar el precedente finisecular decimonónico del concepto ciertamente paradójico y crítico de “Comunismo del Capital” (atribuido, según el fabiano William Clarke, al presidente demócrata americano Grover Cleveland en Diciembre de 1888) y la fórmula fabiana de “democracia social” o “democracia industrial” (George Bernard Shaw, William Clarke, Graham Wallas, etc. en sus respectivas aportaciones a los Fabian Essays in Socialism, London, 1889). Terminologías a veces imprecisas pero que apuntan a un paradigma o denominador común, básicamente estatista y autoritario. A propósito de la denominación “colectivismo burocrático”, que por ejemplo en España atribuyen a Rizzi el sociólogo Salvador Giner y el filósofo Juan-Ramón Capella, insinuando ambos que Burnham lo plagió, es preciso señalar que tal acusación es incorrecta y lo cierto es que fue exactamente lo contrario: Burnham y Carter (alias éste de un troskista neoyorkino llamado Joseph Friedman) usan la expresión ya en 1937, en sendos ensayos y en una carta dirigida a Trotsky, en donde se inspirará Rizzi para su obra de 1939 (véase: B. Rizzi, La burocratización del mundo, prefacio de S. Giner y potsfacio de J. R. Capella, Ediciones Península, Barcelona, 1980; sobre la discusión entre Trotsky, Burnham y Carter en 1937, véase la importantísima obra de Daniel Kelly, James Burnham and the Struggle for the World. A Life, ISI Books, Wilmington, Delaware, 2002, pp. 62-ss. y 328). Muy recientemente, en una reedición de la obra de Victor Serge, Memoirs of a Revolutionary (New York, 2012, p. 475), el autor del glosario y las notas, Richard Greeman, sostiene que el primero en desarrollar la teoría del “colectivismo burocrático” fue Lucien Laurat (alias de Otto Maschl, 1898-1973), cofundador del PC austríaco, amigo de Victor Serge y de Antonio Gramsci, en su obra Economía dirigida y socialización. En esta misma edición de las memorias de Serge, en las que apunta que Mussolini y el fascismo son discípulos de Lenin, se publica una foto del autor, su esposa y su hijo, acompañados por Antonio Gramsci y Lucien Laurat, en Viena en 1925 (p. 218). Muchos años después la escritora progresista norteamericana Susan Sontang, que en un ensayo previamente se había referido al “fascinating fascism”, declarará que el “comunism is fascism with a human face” (cit. por David Horowitz, Radical Son. A Generational Odyssey, The Free Press, New York, 1997, p. 382). Siguiendo esta lógica, creo que sería más apropiado reformularlo a la inversa, teniendo en mente el menos brutal modelo italiano: “fascismo es comunismo con rostro humano”. O bien: “comunismo es fascismo deshumanizado”. La fórmula sociológicamente más rigurosa sería: “comunismo es fascismo totalitario” (Gramsci alegaría candorosamente que el Comunismo, no el Fascismo, es el auténtico Totalitarismo), lo que permitiría por una parte marcar las diferencias entre el Fascismo y el Nazismo, y por otra apuntar las mayores similitudes entre el Nazismo y el Comunismo.

El síndrome Brest-Litovsk

Anticipemos la curiosa coincidencia en las reacciones de un Lenin ante el Tratado de Brest-Litovsk (1918) y de un Friedrich Naumann ante el Tratado de Versalles (1919), resultado de las derrotas militares, respectivamente, de Rusia y de Alemania: para ambos significaban respectivamente “el fin del socialismo” (por un periodo histórico indeterminado en el caso del líder bolchevique –aunque parece que era más pesimista al respecto de lo que normalmente se dice-, y definitivamente para el progresista alemán), según documenta el historiador británico Sir John W. Wheeler-Bennett en dos obras clásicas suyas (Brest-Litovsk: The Forgotten Peace, March 1918, London,1938, y The Nemesis of Power, London 1962).

Lo que parece incuestionable es que todas las fórmulas políticas antes enunciadas compartían o se basaban un mismo paradigma económico: el keynesiano o cualquier sucedáneo suyo. En esta línea de exploración es pertinente remitirse a un experto en la ciencia económica como el profesor H. Stephen Gardner, autor de una obra estándar en las universidades norteamericanas, Comparative Economic Systems (The Dryen Press, Chicago y New York, 1988), quien además estaba especializado en la historia del pensamiento económico y en las economías socialistas de la Unión Soviética y del Este de Europa.

En los años sesenta estuvo muy de moda citar al filósofo de la ciencia Kuhn y su tesis sobre la estructura de las revoluciones científicas, basadas en los cambios de paradigma. Fue un esquema que muchos aplicaron al estudio de la política, y especialmente intelectuales de izquierdas en España, como mis colegas Roberto Mesa (de relaciones internacionales) o Rudolfo Paramio (de sociología política), que seguramente pensaban en un paradigma socialista en el sentido marxista o neomarxista. Por otra parte, creo que fue el gran historiador americano Henry Adams a comienzos del siglo XX quien llamó la atención sobre la importancia, para el estudio de las ideas políticas, de los paradigmas compartidos por los distintos individuos de una misma generación, a pesar de sus personales diferencias ideológicas. Por ejemplo, el paradigma darwinista del evolucionismo fue asumido por intelectuales tan diferentes políticamente como el socialista Karl Marx, el liberal Herbert Spencer y los conservadores darwinistas sociales norteamericanos. El paradigma económico keynesiano en cierto modo tiene un carácter similar al que en la segunda mitad del siglo XIX tuvo el paradigma darwiniano en las ciencias naturales. En ambos casos ha sustentado concepciones ideológico-políticas muy diversas.

Mi maestro S. G. Payne sostiene, con razón, que el fascismo paradigmático se diluye en la historia con el paso del tiempo, pero sigue entre nosotros en la retórica política. Especialmente como insulto. Para un “progre” el peor de los insultos políticos es que a alguien le llamen fascista, o vulgarmente “facha”. Probablemente esta costumbre fue inaugurada por el perverso Stalin a finales de los años veinte, cuando comenzó a repartir los epítetos “socialfascista”, “anarcofascista”, “liberalfascista”, etc. a todos sus rivales, incluso en las izquierdas, culminando en la descalificación de fascistas a sus propios competidores comunistas (trotskistas, bujarinistas, poumistas, titoistas, maoístas, etc.). Soy testigo de un caso anecdótico pero ilustrativo de esta reducción al absurdo: en una cena que compartí con el intelectual marxista “liberal” polaco Adam Schaff en Carmona (Sevilla), invitados por la Fundación Sistema con motivo de un homenaje a Julián Besteiro, se permitió calificar como fascistas al líder sindicalista de Solidaridad, Lech Valesa, y al ex comunista ruso Boris Yeltsin (ambos, como es sabido, llegarían a ser presidentes respectivamente de Polonia y de Rusia poscomunistas).

Mencionaba al comienzo de este ensayo la obra reciente de Joshua Kurlantzink y su referencia al “Nuevo Eje de la Autocracia” formado por China y Rusia, las dos grandes potencias históricas del Comunismo contemporáneo (donde el sistema comunista ha fracasado espectacularmente, si es que alguna vez llegó a existir realmente), regidas hoy, respectivamente, por el todavía denominado Partido Comunista de China y por el nuevo Partido de Rusia Unida. El término tradicional de autocracia, como otros modernos al uso (autoritarismo, dictadura desarrollista, etc.; totalitarismo tiene otro significado, como veremos) no captan con precisión la esencia del fenómeno político peculiar de estos regímenes estatistas de masas tal como se han desarrollado en las sociedades industriales desde la Primera Guerra Mundial. La hipótesis que planteo aquí es el de la utilidad de pensar, para los análisis de política comparada contemporánea, en un paradigma político de aplicación mundial a partir del siglo XX, el paradigma del fascismo genérico: un sistema estatista, semicolectivista, de economía mixta fuertemente regulada e intervenida, una alternativa pragmática o “tercera vía” frente los dos sistemas antagónicos del capitalismo tradicional (de Estado Mínimo) y del comunismo moderno (de Estado-Partido Máximo). El paradigma del fascismo genérico tiene mucho que ver con la tesis premonitoria del filósofo americano ex comunista James Burnham (1909-1987), planteada en su famosa obra The Managerial Revolution (1941), en la que de manera muy aguda y exacta anticipó la emergencia de un sistema de convergencia entre las ideologías opuestas del capitalismo y el comunismo, el individualismo y el colectivismo, el mercado y el Estado; en definitiva, entre el liberalismo y el totalitarismo. En esa misma línea de preocupación intelectual publicará su obra siguiente, The Machiavellians. Defenders of Freedom (1943), una de las cumbres de la filosofía política liberal del siglo XX, que trató de completar en los últimos años antes de su muerte en 1987, con otra inconclusa que pensaba titular Totalitarianism vs Authoritarianism (según testimonio que obtuve de su esposa Marcia Burnham -James Burnham se había quedado incapacitado por un infarto cerebral- en carta personal al autor de Julio de 1981), en la que percibía las tendencias autoritarias o bonapartistas como una posibilidad y un peligro incluso en los sistemas democráticos, aunque siempre siendo algo muy diferente a las dictaduras totales del comunismo o del nazismo, o a los tradicionales regímenes autoritarios (dictaduras de tipo fascista, nacionalista, populista, militar, etc.).

Hemos visto antes que Burnham no fue el primero ni el único en prever la ”revolución de los managers”. Coetáneos a él lo hicieron, entre otros, Veblen, Carter, Rizzi, Berle y Means. En rigor, había un precedente en el fabiano británico William Clarke, que ya en 1888 había formulado la tesis de una “revolución social” dentro del capitalismo que llevaba ineluctablemente a la distinción sociológica entre los capitalistas y los managers, es decir, los accionistas y los empresarios (o directores), como resultado de la emergencia de las grandes corporaciones y sociedades anónimas del capitalismo industrial-financiero (W. Clarke en Fabian Essays in Socialism, London, 1889, en español Ensayos fabianos sobre socialismo, ed. Júcar, 1985, pp. 71, 92-93, 103-104).

El término fascismo, como es sabido, procede de la palabra fascio (fasces en latín), haz de lictores envolviendo una gran hacha. En la antigua Roma –tanto en la República como en el Imperio- era el símbolo del poder. En las revoluciones liberales modernas del siglo XVIII aparece como símbolo del republicanismo cívico: por ejemplo, enmarcando el texto impreso de la Declaración Universal francesa, en las decoraciones en yesería de la Cámara de Representantes y del despacho oval de la Casa Blanca en Estados Unidos, etc. En el Palacio de Las Salesas Reales, ubicado en el centro de Madrid, dedicado a Palacio de la Justicia desde 1878, existen dos representaciones artísticas de la Justicia en forma de escudo de yesería y de vidriera, respectivamente, ambos policromados. En el primer caso es un fascio romano en vertical; en el segundo son dos fascios romanos cruzados como la cruz de San Andrés. Ello evidencia que en los siglos XVIII-XIX el símbolo de lo que en el XX será el fascismo tenía el más noble de los significados. Todavía en pleno siglo XX, cuando Estados Unidos entra en la Guerra Mundial contra el Eje fascista, entre 1941-1945, su moneda más popular entonces desde la época de la Gran Depresión, el dime de diez centavos de dólar, tenía en una de sus caras la efigie de Minerva y en la otra el fascio romano.

El Fascismo italiano fue un invento de Benito Mussolini, pero el fascismo genérico contemporáneo es anterior, y aunque parezca una blasfemia a las izquierdas y a los historiadores progresistas, probablemente su inspirador fuera el propio Lenin, poco después del golpe de Estado de Octubre de 1917 que llevó a los bolcheviques al poder en Rusia. Exactamente en el contexto histórico del Tratado de Brest-Litovsk firmado con Alemania el 3 de Marzo de 1918 y el Terror Rojo desencadenado después del asesinato de la familia imperial el 17 de Julio del mismo año, que según el historiador Richard Pipes marca el inicio de la Era Totalitaria y el terror de masas. Su consolidación se produce tras la Guerra Civil, con el fracaso del “comunismo de guerra” y el inicio de la NEP (Nueva Política Económica). El estalinismo (o “socialismo en un solo país”), pese a la retórica marxista-leninista y los planes quinquenales, esencialmente fue la forma histórica de un fascismo ruso, más en sintonía –como observaron tempranamente, entre otros, Max Eastman y James Burnham- con el totalitarismo hitleriano que con el autoritarismo mussoliniano. El carácter socialdemócrata de éste, sin embargo, será el referente general a largo plazo de todas las formas de los regímenes políticos contemporáneos, autoritarios o democráticos, una vez destruidas, superadas o conjuradas las tentaciones totalitarias.

Con la crisis económica mundial desencadenada desde Wall Street en Octubre de 1929 y las políticas keynesianas para paliarla, el planeta entero -incluyendo las economías industriales de Occidente- asumirá de manera permanente el paradigma del fascismo genérico: creciente estatismo, nacionalizaciones y regulaciones, economía mixta, políticas de bienestar e integración social. Si el término fascismo significa algo es, precisamente, una forzada integración social (Miguel de Unamuno lo denominó irónicamente fajismo), un nacionalismo integrador, radical, anti-liberal y casi siempre anti-democrático (en las democracias instrumentalizará lo que los Federalistas americanos y Tocqueville definieron como tiranía de la mayoría). La lucha de clases ya no conviene a los sistemas predominantemente capitalistas ni a los predominantemente socialistas, y por tanto el fascismo, sin nombrarlo, es la fórmula perfecta de la convergencia de ambos sistemas, la tercera vía, ni capitalismo ni socialismo, el híbrido socialdemócrata que en cada país adopta una terminología propia: Fascismo (después “Compromiso Histórico”) en Italia; Nacional-Socialismo (y después Gross-Koalition) en Alemania; New Freedom, New Deal, Fair Deal, New Frontier, y Great Society, para concluir en el liberal fascism (según Jonah Goldberg) del régimen Obama, en los Estados Unidos; NEP (después “Deshielo” y “Perestroika”) en la URSS, etc. En España hemos tenido el Nacional-Sindicalismo/Nacional-Catolicismo del partido único/unificado franquista (FET-JONS, después Movimiento Nacional), y durante la Transición la consensuada partitocracia juancarlista (consensos para la Ley de Reforma Política de 1976, los Pactos de la Moncloa de 1977 y la Constitución de 1978, sistema renovado finalmente en el consenso-omertá sobre el 23-F de 1981 y la corrupción transversal de la denominada casta política).

El objeto limitado de este ensayo, entre otras cosas, es alertar cómo en los dos casos más opuestos del espectro político contemporáneo, la Unión Soviética y los Estados Unidos, representando respectivamente los modelos del comunismo (o “socialismo realmente existente”) y del capitalismo, en la práctica histórica ambos se verán afectados y modificados también en alguna forma por el paradigma del fascismo genérico. El gran historiador (e hispanista) norteamericano Stanley G. Payne es, en mi opinión, el más importante especialista vivo en el fenómeno del fascismo, y asimismo el que ha desarrollado esquemas interpretativos más plausible y convincentes de lo que entendemos por fascismo genérico.

El estigma o carga negativa que arrastra el término fascismo, incluso en el campo historiográfico comparado, obliga a los autores liberales a evitarlo incluso como instrumento heurístico, en aras de la Corrección Política. Por ejemplo, me resulta extraño que en una obra histórica notable sobre la degeneración del comunismo chino, la del prestigioso especialista Maurice Meisner, The Deng Xiaoping Era. An Inquiry into the fate of Chinese Socialism, 1978-1994 (1996), publicada el mismo año que la clásica de Stanley G. Payne, A History of Fascism, siendo ambos autores, Meisner y Payne, colegas profesores del mismo departamento de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison, no se le haya ocurrido al primero valorar la utilidad o posibilidad de explicar el sistema chino bajo Deng Xiaoping -descrito por él como “market Stalinism”, “bureaucratic capitalism” o “capitalist market economy linked to a Stalinist bureaucratic apparatus” (pp. xi, 523)-, como una forma de fascismo genérico, algo que sí se ha atrevido a hacer el economista y politólogo francés Guy Sorman (en un artículo hace años en El País). Lucian W. Pye (“An Introductory Profile: Deng Xiaoping and China’s Political Culture”, Shambaugh, pp. 4-ss.) ha señalado que “Deng’s rule brought a real revolution…”, una revolución frente al comunismo de Mao solo puede adoptar las formas de democracia o de fascismo, y es evidente que China –particularmente después de la masacre de Tianamen en 1989- no es una democracia, como han documentado extensamente Maurice Meisner, David Shambaugh y colaboradores. Por cierto, Pye definirá el liderazgo de Deng como una peculiar forma o estilo que más tarde pretenderá adoptar Obama en los Estados Unidos: “Leading from Behind” (pp. 7-ss.). Jonah Goldberg es probablemente quien ha ido más lejos en la descripción de la fenomenología del fascismo genérico en su ensayo sobre el fascismo progresista (Liberal Fascism, ant. cit.)

En última instancia, el paradigma del fascismo genérico es el resultado de la convergencia e interacción de dos síndromes ideológico-políticos que viene padeciendo la humanidad desde finales de la Primera Guerra Mundial, a propósito de los tratados de Brest-Litovsk (1918) y de Versalles (1919). El primero puede denominarse propiamente Síndrome Brest-Litovsk. El segundo sería más apropiado llamarlo Síndrome Keynesiano, cuyos rasgos paradigmáticos hemos comentado antes. En el Síndrome Brest-Litovks quizás encontremos las claves originales de la génesis del fenómeno que estamos analizando.

Ha sido una tradición dominante en las izquierdas contemporáneas considerar como el único socialismo el marxista, pese a las sucesivas escisiones en la historia del movimiento de las clases trabajadoras (entre reformistas y revolucionarios hacia 1848; entre bakuninistas y marxistas en la I Internacional; entre fabianos, sionistas, marxistas, socialdemócratas y comunistas en la II Internacional, etc.). Se olvida fácilmente, o se pretende olvidar casi siempre, que el fascismo fue asimismo una escisión socialista hacia 1914 encabezada por el antiguo marxista revolucionario italiano Mussolini, ex dirigente del PSI (todavía en 1911 Lenin lo ponía como ejemplo de auténtico bolchevique). En sus memorias, antes citadas, Victor Serge subraya el desconcierto de la Comintern ante la Marcha sobre Roma del Fascismo, y la poca importancia que inicialmente se le dio al nuevo fenómeno. Serge prácticamente en solitario fue más perceptivo, viendo en el Fascismo un hijo ilegítimo del Leninismo: “I opposed this view (of “reactionary buffoonery that soon die away…”), saying that this new variety of counterrrevolution had taken the Russian Revolution as its schoolmaster in matters of repression and mass manipulation through propaganda; further, it had succeded in recruiting a host of disillusioned, power-hungry ex revolutionaries; consequently, its rule would last for years.” (V. Serge, ant. cit., p. 192)

He aquí una inconveniente e incómoda verdad que seguramente indignará a los creyentes comunistas: Tras Brest-Litovsk Lenin y los bolcheviques inventan algo muy parecido a lo que más tarde Mussolini denominará Fascismo. El primer paso fueron sendos tratados y concesiones económicas a Alemania en Brest-Litovsk (Marzo) y en Berlin (Agosto) de 1918; el segundo paso será la NEP, a partir de 1921 (véase mi artículo, con el pseudónimo Joaquín Martínez de la Rosa, “Dirty Little Secret: ¿el fascismo-leninismo?”, Kosmos-Polis, 2015).

El socialismo real (o “realmente existente”, según la fórmula estalinista) que ha tenido la Unión Soviética desde la paz por separado con Alemania (Tratado de Brest-Litovsk de Marzo de 1918) hasta el colapso final del régimen en 1992, no ha sido un socialismo exactamente marxista-leninista, pese a la retórica y propaganda oficiales, sino un socialismo de otro tipo, más acorde con el fascismo genérico, cuyo paradigma se resume en: estatismo de partido único, nacionalizaciones y planificaciones, economía mixta fuertemente intervenida o controlada, y pulsión totalitaria apoyada en el Terror.

En 1938 John W. Wheeler-Bennett publica su obra clásica Brest-Litovsk: The Forgotten Peace, March 1918 (reeditada por Macmillan, London, 1939, 1956, 1966), que pese a ser un libro monográfico y extenso sobre el tema, a mi juicio todavía no superado (aparte del interesante pero muy partidista de Leon Trotsky, solo recuerdo los de Ariadna Tyrkova-Williams, Judah Leon Magnes y Theodor Kroger, todos anteriores al de Wheeler-Bennettt), ha sido también, como el Tratado de Brest-Litovsk, frecuentemente olvidado. Por ejemplo, la obra reciente de Robert Service, Spies and Commisars. The Early Years of the Russian Revolution (PublicAffairs, New York, 2012), aunque una excelente investigación sobre el período (dedica un capítulo al Tratado de Brest-Litovsk), ni siquiera menciona a Wheeler-Bennett. Como hiciera éste hace ya más de siete décadas, Service nos ofrece una investigación documentada y minuciosa sobre las circunstancias y consecuencias del Tratado, que permiten ilustrar y justificar la hipótesis de este ensayo, es decir, el fracaso de la construcción de un sistema económico comunista tras la Revolución de Octubre, fracaso que se confirma como una forma sui generis de fascismo a partir del inicio de la NEP y se consolida, pese a la prolongada era estalinista que siguió, en las épocas del Deshielo y la Perestroika soviéticas, así como en el nacionalismo autoritario ruso post-soviético actual, desde Yeltsin hasta Putin. Respecto al estalinismo, es pertinente recordar los diagnósticos de Trotsky en su obra La Revolución traicionada (1936), de Berdiaev en Los orígenes del comunismo en Rusia (1937), y de Max Eastman en La Rusia de Stalin (1940), quienes desde posiciones ideológicas muy diferentes coinciden en identificarlo o subrayar su mimetismo con el totalitarismo fascista.

El Nacionalismo autoritario ruso fuertemente anti-semita, que tuvo una expresión pre-fascista en el movimiento Unión del Pueblo Ruso y las Centurias Negras, bajo el zarismo a partir de 1905, resurgirá con fuerza durante la Guerra Civil en los regímenes militares del Ejército Blanco y más tarde en formas diversas en toda Rusia, tras el derrumbe del Imperio Soviético, a partir de 1992. En la tierra de Brest-Litovsk, la actual Bielorrusia, precisamente, sobrevive un régimen autoritario híbrido neocomunista/neonacionalista (economía mixta con fuerte control estatal) de características también próximas al fascismo, similar al de otras ex repúblicas soviéticas independientes como, cuyos rasgos similares se pueden detectar en la cultura política de algunos regímenes ex comunistas en la Europa del Este.

El síndrome Brest-Litovsk tendrá como consecuencia para todas las variantes progresistas del mundo la percepción de que, si bien la transformación económica total de la sociedad en un sentido socialista (“socialización de los medios de producción y distribución”) resulta imposible, al menos queda un recurso alternativo que es la política de poder desde el Estado: el estatismo y el máximo control de los medios de producción y distribución. Asumiendo técnicas keynesianas (Lenin lo reconoció en sus últimos discursos ante el Soviet, cuando propuso el inicio de la NEP), que se generalizarán en todas las economías industriales –incluida la de Estados Unidos- después de la Gran Depresión, y que tendrán su expresión más típicamente autoritaria (al modelo del totalitarismo comunista solo se aproximará brevemente la Alemania Nazi) en los diversos experimentos fascistas y neofascistas en Europa, Iberoamérica, y otros países del Tercer Mundo.

Si en los años 40s Hayek escandalizó al mundo intelectual y político, en una obra que dedicaba “A los socialistas de todos los partidos”, afirmando que el fascismo/nazismo era una consecuencia del socialismo/comunismo (The Road to Serfdom, London, 1944), hoy día en que todo el mundo acepta en menor o mayor grado el Estado Social, Estado de Bienestar o Welfare State, defendido desde la época de Bismarck por socialdemócratas, fabianos, fascistas, nazis, comunistas, New Deal-demócratas, franquistas, democristianos, etc., sostenido por un progresivo Estatismo y una autoritaria Partitocracia (incluso asumidos por los nuevos caudillismos populistas), me hace sospechar que ahora hemos aceptado algo “fascista” en todos los partidos.

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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