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Creo que debemos ser honestos: la idea de una reconciliación total, de una fusión armónica de estas dos cosmovisiones, pertenece al reino de lo utópico. Y la razón es que la grieta que nos separa no es una mera diferencia de opinión política, sino una falla tectónica en la concepción misma del ser humano y la sociedad.
Por un lado, emerge un mundo que podríamos llamar “líquido”. Una visión que percibe las fronteras —geográficas, culturales, de identidad— como barreras a derribar, la tradición como un lastre para el progreso y al individuo soberano y su capacidad de elección como la única medida de todas las cosas. Es una cosmovisión globalista, progresista y desarraigada, que encuentra su hogar en la fluidez del cambio constante.
En la orilla opuesta, se afianza un mundo “sólido”. Una visión que encuentra sentido, seguridad y propósito en las estructuras heredadas: la comunidad, la nación, la familia. Para este mundo, la tradición no es un ancla que inmoviliza, sino un cimiento sobre el que construir una libertad con propósito. Es una visión arraigada, que defiende que no se puede ser de todas partes sin terminar siendo de ninguna.
El enfrentamiento parece inevitable porque ambas partes, en sus versiones más puras, no perciben al otro como un adversario con el que debatir, sino como una amenaza existencial. Para el mundo “líquido”, la visión “sólida” es una fuerza reaccionaria, un obstáculo intolerante en el camino hacia un futuro mejor. Para el mundo “sólido”, la visión “líquida” es un agente disolvente, una fuerza nihilista que corroe los pilares que nos sostienen y nos conducen al caos. En esta batalla de absolutos, la conciliación no es un objetivo; la victoria total, sí.
Nuestro ecosistema mediático y político, además, ha encontrado en esta polarización un modelo de negocio y de poder extraordinariamente eficaz. El algoritmo nos confirma, el titular nos indigna y el político nos moviliza señalando al enemigo. En este contexto, cualquier intento de tender un puente es visto con sospecha, como una traición a la propia tribu.
Si aceptamos este diagnóstico, ¿estamos condenados al enfrentamiento perpetuo? No necesariamente. Aquí es donde debemos rescatar el valor de la utopía. En su sentido más noble, la utopía no es un mapa detallado de un destino alcanzable, sino una estrella polar que nos permite navegar en la oscuridad. Nos recuerda que existe un horizonte más allá de la trinchera.
El gran error del discurso público es asumir que la mayoría de la ciudadanía vive en los extremos ideológicos. La realidad es que gran parte de la sociedad habita un espacio intermedio, complejo y a menudo contradictorio. Son ciudadanos que pueden desear un mayor progreso social sin querer renunciar a sus tradiciones, que valoran su identidad local y nacional al tiempo que se sienten parte de un mundo globalizado, que defienden la libertad individual pero anhelan un sentido de comunidad más fuerte. Es un centro vital que ha quedado políticamente huérfano.
Por todo ello, si la “conciliación” —entendida como la fusión de estas dos almas en un solo cuerpo— es una quimera, debemos aspirar a algo más modesto, pero infinitamente más realista y urgente: un “armisticio”.
Un armisticio no es la paz que nace del amor y la comprensión mutua, sino el cese de hostilidades que nace del reconocimiento de que la aniquilación del otro es imposible y de que la coexistencia es la única alternativa a la destrucción mutua. ¿Cuáles serían los términos de este armisticio social?
Primero, la defensa de un espacio público compartido, donde las reglas del debate impidan la deshumanización del adversario. Segundo, la voluntad de identificar y colaborar en problemas comunes que existen fuera de la guerra cultural: la precariedad económica, la calidad de los servicios públicos, la seguridad o la transición energética. Tercero, y quizás lo más difícil, el reconocimiento de la legitimidad de la ansiedad del otro: entender que el miedo del mundo “sólido” a la disolución es tan real como el miedo del mundo “líquido” a la opresión.
El sueño de una sociedad perfectamente unida y sin fisuras es una ilusión. La tarea de nuestra generación es menos épica, pero más necesaria: construir un marco robusto que nos permita gestionar nuestro desacuerdo de forma civilizada. El sueño no debería ser un mundo sin conflicto, sino un mundo donde el conflicto no destruya nuestro hogar común. Esa es la utopía posible, ese es el armisticio por el que merece la pena trabajar.
GEMINI