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La Guerra del Opio (1839–1842 y 1856–1860), países involucrados: China y Reino Unido (más tarde también Francia), causa principal: China prohibió el comercio de opio británico, afectando los intereses comerciales del Reino Unido. Consecuencia de ello, China fue forzada a abrir puertos al comercio exterior, se produjo la cesión de Hong Kong a los británicos, iniciándose una era de tratados desiguales e intervención extranjera.
La Guerra Comercial del Banano (años 90) entre EE. UU y la Unión Europea que había dado preferencia a los países caribeños en desarrollo (excolonias europeas) para exportar banano, en detrimento de empresas estadounidenses. EE. UU. impuso aranceles a productos europeos teniendo que intervenir la OMC dictaminando que la política europea era discriminatoria. En 2012 se puso fin a la disputa.
La Guerra Comercial del Acero (2002–2003). EE. UU. vs. Unión Europea, Japón y otros países se vieron involucrados, El primero impuso aranceles al acero para proteger a su industrial local.
La Guerra comercial entre China-EE. UU. ya se inició en 2018, por las empresas globales afectadas por la incertidumbre. La disputa del Subsidio de Airbues-Boeing (2004-2021). EE.UU. y Unión Europea se acusaron de subsidiar ilegalmente a sus fabricantes de aviones. En consecuencia se impusieron aranceles cruzados a productos como los vinos, quesos, maquinaria, etc. En 2021 se acordó una tregua de cinco años. A todo esto debe recordarse las acusaciones de robo de propiedad intelectual y políticas chinas consideradas desleales. Se impuso por parte de EE.UU. cientos de miles de millones de dólares: China respondió en especie.
Actualmente el presidente Donald Trump ha abierto un peligroso pero calculado juego de póker conociendo bien las cartas con las que juegan sus adversarios que representan junto con los EE.UU. Y la URRS, los cuatro grandes bloques hegemónicos del planeta. En este juego de envites y descartes, los aranceles, instrumento de eficacia inmediata, vienen oscilando según las apuestas de los tres actores de esta peligrosa partida. Los días transcurren mientras las Bolsas se desploman o renacen según los descartes producidos. El último, el de la Unión Europea, que parece replegarse ante el envite norteamericano que ha dado tres meses insufribles para alcanzar un acuerdo. Entretanto el jugador español más imprevisible de la historia contemporánea, vuela a China (esta vez sin su PIN de la Agenda 2030 en la solapa de su chaqueta, pues si uno de los países más contaminantes como es China, le vieran con aquel, le deportaban de inmediato) para intercambiar sus cartas, ajeno a la política de la Unión Europea que también sin rubor como sin rumbo, en su desbaratada y falaz política, eleva hipócritamente sus lamentaciones sobre el despotismo de Trump sin tomar en cuenta que la propia Unión Europea no ha hecho otra cosa a lo largo de su oscura y poco transparente macro estructura que la de imponer aranceles.
Veamos cómo se explica este doble rasero de medir las decisiones de la actual administración norteamericana. Las críticas son furibundas por parte de los medios de comunicación internacionales, economistas como líderes políticos de la izquierda a los que se suma, de manera entusiasta el Partido Popular Europeo a través de su portavoz, el inefable eurodiputado González-Pons que brama rasgándose las vestiduras contra el presidente norteamericano Trump, al que tilda de ser «el macho alfa de una manada de gorilas», un gorila apoyado electoralmente por ochenta millones de votantes. El enfoque americano con sus maneras trumpistas como proteccionistas, especialmente la guerra comercial con China, los aranceles al acero y aluminio, y su confrontación con socios comerciales tradicionales como la Unión Europea, están siendo presentados como retrógrados, populistas y peligrosos para el orden liberal internacional.
Sin embargo, en un ejercicio de coherencia intelectual, se debería preguntar: ¿por qué ese mismo nivel de crítica no se aplica a las políticas comerciales y regulatorias de la Unión Europea o del gobierno español, que también imponen aranceles, trabas burocráticas y un aparato supranacional profundamente intervencionista? ¿Acaso hay aranceles «buenos» y «malos»?. Europa impone aranceles a productos de terceros países, protege a sus sectores estratégicos con barreras no arancelarias, subsidia a sus agricultores a través de la PAC (Política Agraria Común) y aplica regulaciones ambientales y sanitarias que funcionan de facto como obstáculos al comercio. Sin embargo, estos mecanismos rara vez reciben el mismo nivel de escrutinio que las medidas proteccionistas de Trump. ¿Por qué? ¿Es proteccionismo solo cuando lo practica un político conservador y populista? ¿Y es defensa legítima del mercado interno cuando lo hace una tecnocracia con lenguaje diplomático?
La Unión Europea no solo impone reglas comerciales, sino que lo hace a través de una arquitectura institucional opaca para el ciudadano promedio: comisiones, consejos y parlamentos con poderes dispares, donde la rendición de cuentas es difusa y la burocracia se multiplica y el déficit democrático se hace patente. En contraste, la política de Trump —guste o no— fue votada, fue clara, y respondía a una narrativa de recuperación industrial que apelaba directamente a sus electores. El contraste es revelador: se acusa a Trump de romper con las reglas del comercio internacional, pero se pasa por alto que muchas de esas reglas están diseñadas para favorecer a actores económicos dominantes, mientras se invisibiliza el proteccionismo sofisticado —y en ocasiones cínico— de la UE.
Creo personalmente que existe un sesgo ideológico y cultural en esta crítica. Trump es visto como un outsider disruptivo, mientras que la Unión Europea representa el consenso tecnocrático globalista. Criticar a Trump es fácil, incluso esperable; criticar a Bruselas, en cambio, es desafiar el orden institucional que muchos ven como garante de la civilización europea post-nacionalista. Por añadidura, los aranceles de Trump son confrontativos y explícitos; los de la UE, vienen disfrazados bajo la lógica del “interés común europeo”, la “sostenibilidad” o la “armonización regulatoria”. En política, la forma importa, y los modales europeos tienden a ocultar políticas que, en esencia son igualmente proteccionistas. La crítica desproporcionada a la política arancelaria de Trump, en comparación con el tratamiento indulgente que recibe la UE, revela una incoherencia analítica y una carga ideológica en el discurso público. El problema no es tanto la existencia de aranceles o proteccionismo, sino quién los implementa y bajo qué relato. Si el objetivo es una discusión honesta sobre libre comercio y globalización, convendría mirar también hacia Europa con la misma lupa con la que se observa a Trump. ¿Acaso Trump es el ogro arancelario... ¿y Europa, la hada madrina proteccionista? ¿Acaso el presidente Sánchez, forzando la legislación y la Constitución española no está llevando a cabo una política proteccionista sobre la Comunidad Autónoma Catalana?, y ¿en qué medida los productos agrarios marroquíes entran libres en España en clara y desleal competencia con los nacionales españoles?
Desde Bruselas hasta Madrid, pasando por los salones de Davos y los concurridos pasillos del Financial Times, todos coinciden en algo: la política comercial de Donald Trump es un disparate. Aranceles por aquí, amenazas por allá, y ese tonito rudo de «America First» que arruina los cócteles diplomáticos. Sin embargo, mientras se rasgan las vestiduras por cada nuevo arancel de Trump, en Europa se despliega otro tipo de proteccionismo. Pero mucho más elegante, eso sí: con comisiones, informes trilingües y el respaldo emocional de una cumbre en Estrasburgo. ¿Aranceles? También, pero con powerpoint. ¿Burocracia? Por supuesto, pero envuelta en una carpeta azul con el logotipo de la UE. ¿La diferencia? El branding, es decir una posición alineada a un concepto político predeterminado: Agenda verde, sostenibilidad, y un largo etcétera. Porque cuando Trump sube un arancel al acero, es populismo salvaje. Pero cuando la UE impone barreras técnicas al comercio de productos extranjeros para proteger a agricultores franceses o industrias alemanas, eso se llama «armonización normativa». Y si el consumidor paga más, pues bueno… es el precio de la civilización.
En España, mientras tanto, seguimos creyendo que vivimos en una economía de libre mercado, mientras los empresarios se asfixian entre licencias, tasas, ventanillas digitales que no funcionan y normativas medioambientales que cambiarían de nuevo si mañana sopla el viento desde Bruselas. Pero no pasa nada: es «por nuestro bien». Y es que lo de Trump es vulgar. Hablar claro, señalar con el dedo y decir «esto no nos conviene» es de mal gusto. Aquí preferimos el proteccionismo con retórica humanista, el intervencionismo con acento francés y la hipocresía envuelta en un Tratado de Libre Comercio con 2.000 páginas de letra pequeña.
Conclusión: Trump es el malo de la película por aplicar aranceles con brutalidad americana, mientras que Europa sigue siendo la protagonista virtuosa, aunque practique el mismo juego con guantes blancos y una sonrisa diplomática. Y como dice el refrán moderno: si vas a proteger tu mercado, que sea con estilo. En el siempre diplomático mundo del comercio internacional, Donald Trump decide que la mejor manera de fomentar la cooperación global es, por supuesto, declarando una especie de guerra arancelaria. Porque ¿qué podría salir mal cuando uno empieza a subir impuestos a las importaciones como si fueran stickers en una libreta de primaria? Durante su anterior mandato, el expresidente estadounidense aplicó aranceles como quien reparte caramelos, pero con menos dulzura. Acero, aluminio, productos europeos varios: nadie se salvó. La excusa fue «proteger la industria estadounidense», lo que, traducido del trumpés al español, significa «hacer ruido antes de las elecciones».
Europa, siempre tan diplomática y amante del consenso, respondió con la elegancia de un buen vino francés: imponiendo sus propios aranceles a productos icónicos como el bourbon, las motos Harley-Davidson y la mantequilla de maní. Porque nada dice «respuesta proporcional» como castigar el desayuno estadounidense. Mientras tanto, las reuniones comerciales entre Washington y Bruselas se volvieron algo así como cenas familiares incómodas: todos sonríen, pero nadie olvida lo que pasó en la última reunión.
En resumen, la política arancelaria de Trump está siendo un experimento audaz en cómo enemistarse con los aliados históricos sin necesidad de invadir ningún país. Y aunque Europa mantuvo la compostura, se recuerda que detrás de cada queso francés arancelado hay una historia de amor-odio transatlántico. Pero en realidad, no todo es arancel, según pasan los días y las lamentaciones llenan los teletipos de las agencias y los medios de toda índole multiplican ad infinitum. El ruido viene sustituyendo al relato para acabar siendo el principal protagonista. El ruido es necesario para los políticos, forma parte del soniquete que necesitan para acompasar sus mensajes, aunque estos se diluyan a favor del primero. Hoy la «realpolitik» es así, y así las gastan…
Entretanto los jugadores de esta partida pasan del éxtasis al tormento o viceversa según que el mandamás Trump vaya haciendo concesiones de aranceles y plazos. De momento, parece que se inicia lentamente el desmantelamiento y el fin del «woke» tras ser laminadas por Trump mediante la bien sabida orden ejecutiva, las tres premisas: diversidad, equidad y la inclusión (DEI) que favorecían las grandes multinacionales impregnadas de wokismo que llegaba hasta los mismos Water Closet. Algo tendremos al menos que agradecer a Trump, como igual recomendar al señor González-Pons tome omeprazol para una mejor digestión.
El tiempo dirá en qué medida es bueno cuanto estamos viviendo, y en qué forma la Unión Europea debe abandonar su política entreguista a la Agenda 2030 y pensar más la ciudadanía europea sobre políticas que no ha votado y que la opacidad con las que se llevan las hace ininteligibles.
Iñigo Castellano y Barón
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