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– ¡Hermanos!, ha llegado nuestra hora. No somos más que unos humildes siervos de Dios y del Rey de España, y como voluntarios nos unimos a esta Liga Santa, pero no seríamos dignos de llamarnos españoles ni de representar a los tercios, si no nos situamos a la vanguardia. De modo que 300 de nosotros, como hicieran el rey Leónidas y sus gloriosos espartanos, abriremos el camino por esa brecha y alcanzaremos la inmortalidad. Mas no temáis, pues si la fortuna quisiera privaros de un nuevo amanecer, sabed que vuestra alma habrá entrado en el paraíso, donde en las jambas de las puertas, junto a los ángeles con espadas, hacen guardia nuestros tercios victoriosos, caídos por Dios, por el Rey, y por España. ¡Avanzad!
Más de 100 años antes, en el año de 1571 se había fundado la primera Liga Santa para hacer frente al poder otomano que amenazaba con expandirse por tierra y mar hacia occidente. Ese mismo año, fue testigo de una de las más grandes batallas navales de la historia: Lepanto. Esta sería una victoria decisiva para el devenir de Europa, aunque en ningún caso supuso la destrucción del imperio Otomano que pronto recuperaría su poderío naval, aunque nunca más amenazaría de igual forma las costas del Mare Nostrum en la Europa occidental. Sus ejércitos lograrían importantes victorias y en el año de 1683, tres años antes de los hechos que narramos, avanzarían imparables por el Sacro Imperio Romano Germánico, alcanzando las puertas de la propia Viena tras tomar Belgrado. A raíz de esta invasión se formó una nueva Liga Santa en la que participaron los Estados Pontificios, el Sacro Imperio Romano Germánico y la Mancomunidad de Polonia-Lituania.
La monarquía hispánica que lideró la primera Liga Santa en Lepanto, no participó en esta ocasión, aunque la apoyó con dinero y recursos. La Liga logaría una fundamental victoria en la batalla de Kalehnberg (actual Leopoldsberg), en las afueras de Viena, tras dos meses de asedio por las huestes otomanas. Tras dicha victoria, el Papa Inocencio XI exhortó a la Liga a iniciar una contraofensiva para liberar aquellas zonas de Hungría que seguían aún en manos otomanas (siendo el epicentro, Buda). A esta llamada, se adhirieron la Orden de Malta, el principado de Moscú y el Gran Ducado de Toscana. A ella se sumaron hombres que, en busca de gloria y riqueza o por fuertes convicciones religiosas, deseaban poner su espada al servicio de la Liga Santa. Entre estos hombres encontramos a Manuel López de Zúñiga, Duque de Béjar.
La monarquía hispánica en la figura de Carlos II siguió siendo por entonces una potencia de primer orden. Muy al contrario de la opinión generalizada, consecuencia en gran medida de una representación maniquea de Carlos II como hombre débil y “hechizado”, pero ni fue tan mal rey ni España estaba acabada. Si bien es cierto que el siglo XVII había sido testigo de la dolorosa derrota de los tercios en Rocroi, tras más de un siglo de apabullante dominio y de una monarquía hispánica que lentamente se desangraba por los conflictos en Flandes, su poder militar, político, y el gran imperio territorial que todavía detentaba era innegable.
Manuel López de Zúñiga, de profunda religiosidad, solicitó con 22 años y a pesar de sus problemas de salud, acudir a Flandes a combatir. En el año 1681 se le concedió un empleo militar como Maestre de Campo al mando de un Tercio. El Duque de Béjar demostró como estratega grandes dotes militares, destacándose especialmente en el sitio de Oudenaarde contra los franceses, donde obtuvo fama y gloria. En 1684 tras saber de la nueva Liga Santa, y fiel a sus convicciones religiosas, solicitó licencia al Rey para poder regresar a España a fin de iniciar los preparativos para marchar hacia Viena. Un año después, partiría de Madrid por el Camino Español, alcanzando la capital austriaca en julio de 1686 donde sería recibido por el emperador Leopoldo I.
El ejército que logró reunir la Liga Santa, al mando del Duque Carlos V de Lorena, se estima en unos 100.000 efectivos, y estaba formado por hombres de toda Europa, tanto católicos como protestantes. Las fuerzas otomanas, aun siendo menos numerosas, contaban con la ventaja de estar fuertemente atrincheradas tras los muros de Buda. El 22 de junio de 1686 se daría inicio al sitio, y los españoles al mando del Duque de Béjar se destacaron especialmente ante el asombro y admiración de los combatientes de otras naciones. El 6 de julio de 1686, el Duque de Béjar al mando de 50 voluntarios españoles e italianos, realizó una “encamisada” contra el turco, operación típica de los tercios consistente en un ataque nocturno y por sorpresa. A su regreso, las tropas pudieron comprobar que su sombrero había sido agujereado por un disparo de mosquete y que había salvado la vida por los pelos. Esta audaz acción contribuyó a acrecentar la fama sobre el valor de Zúñiga y de sus hombres: Causando una singular maravilla el ver [volver] al Duque sin lesión en su persona, y su Justacor, y sombrero pasado de algunos mosquetazos.
Siete días más tarde, se abriría la brecha a la que nos referíamos al inicio de este relato, siendo 300 españoles con el Duque de Béjar a la cabeza, quienes primero penetraron en las defensas otomanas; era tradición que los tercios quisieran reclamar para sí tal prerrogativa al ser considerado un honor. El combate fue cruento y muchos españoles perdieron la vida frente a la tenaz defensa turca, resultando el propio Béjar herido gravemente por una bala que, entrándole por el costado izquierdo, salió por la espalda. Siguieron tres días de agonía y el Duque expiraría finalmente en los brazos del afamado padre Marco de Aviano que según él mismo relata en una carta a su familia, atestigua: «y verdaderamente hizo una muerte tan bien dispuesta, y con tantas expresiones de Cristiana Piedad, y amor de Dios, que se ha de esperar firmemente haya volado su alma al Cielo». El día anterior, en plena agonía profetizó que lograría sobrevivir un día más, coincidiendo con el día de la Virgen del Carmen: «Yo viviré hasta mañana que es día de Nuestra Señora del Carmen, y espero me ha de llevar en su día».
El Duque ganaría así entre sus coetáneos fama y gloria, no solo por sus evidentes capacidades militares de gran estratega y guerrero, como por su profundo virtuosismo religioso.
El asedio de Buda se prolongaría hasta el 2 de septiembre, y los españoles que sobrevivieron al Duque seguirían dando buenas muestras de valor en combate, siendo éstos los que se situaron de nuevo a la vanguardia del asalto final. Las fuerzas de la Liga Santa lograrían la victoria sobre el turco ese día. Pocos son hoy en España los que recuerdan a esos inmortales españoles que dieron muestra de su audacia y valor, aunque su recuerdo pervive aún en la propia Hungría, liberada del yugo otomano gracias, entre otros, a su intervención. En el preciso lugar donde la artillería imperial abriría la brecha por la que accederían por primera vez Béjar y sus hombres, una placa reza hoy en español y en húngaro: “Por aquí entraron los 300 héroes españoles que tomaron parte en la reconquista de Buda”.
¡Honor y Gloria!
Gonzalo Castellano Benlloch
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