... En 2010 publiqué un artículo titulado “España, ¿una democracia fallida?” (Libertad Digital, 27 de julio de 2010). Hace pocos días mi admirado Amando de Miguel publicó otro en el mismo medio titulado “Una democracia falluta” (Libertad Digital, 4 de junio de 2020). En la década transcurrida entre uno y otro han aparecido múltiples análisis en el mismo sentido (yo mismo he contribuido al debate con varios, últimamente en las revistas digitales Kosmos-Polis y La Crítica).
Subrayo que el artículo de 2010, que muchos consideraron prematuro, llevaba una interrogación pero tenía precedentes, en especial otros tres artículos míos, uno de carácter periodístico en el diario madrileño ya desaparecido El Independiente (“La alternativa posible y plausible”, 2 de marzo, 1990), y otros dos más académicos: uno en la revista de ciencias sociales, también de corta vida, Debate Abierto (“Reflexiones sobre la transición política y la consolidación democrática en España”, DA, 10, 1994), y otro en una obra colectiva (“La democracia en España, ¿la consolidación pendiente?”, en el Libro Homenaje al profesor Carlos Moya Valgañón, Lo que hacen los sociólogos, CIS, Madrid, 2007).
En todos mis artículos he tratado de exponer y precisar los tres criterios básicos para una consolidación democrática: alternancia regular con un sistema electoral competitivo, no fragmentando en exceso la representación; cultura política democrática, no partitocrática; e imperio de la ley con una constitución normativa, no meramente nominal.
Ningún sistema democrático constitucional puede legitimar, legalizar, y tolerar en su seno las fuerzas de su propia destrucción. A los viejos problemas relativos al terrorismo vasco se han sumado ahora los del independentismo catalán y los intentos golpistas del separatismo, que lógicamente deben ser reprimidos o eliminados judicialmente.
La expresión “Imperio de la Ley” (traducción de la anglo-americana Rule of Law), es a mi juicio mejor que la expresión europea continental “Estado de Derecho” (la Ley natural es pre-política, anterior a la existencia del Estado, y el Estado mismo debe estar sometido a la leyes naturales y positivas). Asimismo debe darse una mínima separación funcional de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo (comprendo que es difícil en un sistema parlamentario), y una separación absoluta del poder Judicial, necesaria y rigurosamente independiente.
Estados Unidos, la democracia más antigua y consolidada de la historia tampoco se ha librado de una profunda crisis política y constitucional como la que hoy padece, aunque allí el Imperio de la Ley y la separación de poderes no han sido quebrantados. La legítima victoria presidencial de Donald Trump en 2016 ha provocado una constelación de reacciones del “Establishment”, republicano y demócrata (“NeverTrump”, clan Bush, los RINO, “Neocons”, “Deep State”, “Caso General Flynn”, “Informe Mueller”, “Obamagate”, etc.), cuyas manifestaciones más graves han sido los intentos de destruir la actual administración mediante un Fake Impeachment, y otras actuaciones abiertamente golpistas, coincidiendo en el tiempo con el trágico caos producido en los Estados (principalmente los gobernados por demócratas) por la crisis global del coronavirus chino-comunista, y para el colmo la gran movilización de las protestas desencadenadas a propósito del “Caso George Floyd” en Minneapolis y su clara manipulación política anti-Trump, especialmente de manera obscena por las cadenas de televisión CNN y MSNBC.
La crisis americana merece una reflexión y un análisis profundo. Casualmente he estado durante el confinamiento con mi familia en Minnesota, epicentro del movimiento de protestas. Estoy familiarizado con la política estadounidense, y particularmente con la de este Estado, cuya característica notoria es la de ser un Estado con reputación “progresista” a lo largo de la historia. Desde la Gran Depresión y el New Deal, Minnesota ha tenido gobernadores demócratas y progresistas –desde Floyd Olson en los 1930s hasta Tim Walz en el presente- durante 48 años (diez años más que los republicanos). Irónicamente, parece que casi medio siglo de políticas “progresistas” no han sido capaces de eliminar el “racismo sistémico” en Minnesota, retórica y mantra obamita que invocan hoy los dirigentes del partido Demócrata tipo Ilhan Omar (representante en el Congreso, islamista somalí y destacada vocal anti-policía), o Keith Ellison (fiscal general del Estado, negro, converso islamista, simpatizante en su día de la Nación del Islam del racista negro y antisemita Louis Farrakhan), y los agitadores externos profesionales tipo el demagogo Al Sharpton, y los radicales violentos del movimiento “Black Lives Matter”. Es solo un dato para el análisis objetivo que algún día se deberá hacer.
Volviendo a España, donde también la desastrosa gestión gubernamental de la crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto trágicamente los fallos de nuestro sistema político, y a modo de conclusión:
Repetidamente he argumentado que no son la Nación, el Estado y la Monarquía (pese al Rey Juan Carlos) los que han resultado fallidos, sino la cultura partitocrática y el sistema político corrupto. Tristemente, la democracia ha resultado fallida porque no hemos alcanzado la necesaria consolidación democrática, pero personalmente sigo esperanzado -aunque con cierto escepticismo- en que consigamos algún día la “consolidación pendiente”, como otros ilusos siguen soñando con la “revolución pendiente”.
La crisis del coronavirus (o peste “cochina”), aunque también tenga pendiente encontrar su vacuna médica, creo que –pongo en esto una pequeña nota de optimismo- al menos nos ha vacunado políticamente a una mayoría de los españoles contra los gobiernos social-comunistas en el futuro.