Niklas Luhmann ha elaborado una «Teoría de sistemas» según la cual el sistema económico, al igual que todos los demás sistemas que integran la sociedad, es autónomo y capaz de solucionar por sí mismo las dificultades que se tratan de solventar mediante la política, ya que esto produce lo que el propio Luhmann define como el desbordamiento del Estado por la Política. Este concepto lo considera ya muy superado el autor de la “Teoría de sistemas” porque, siguiendo sus propias palabras, «hoy el sistema político, en mayor medida aún que otros subsistemas, es incapaz de ofrecer una explicación de sí mismo, de los otros sistemas o del entorno general». (Teoría de la Política, 1995, vol. VI)
Pese a lo clarividente de la aportación de Luhmann, los hechos prácticos parece que van por otro camino, porque política y economía, para el Estado, son hoy dos caras de la misma moneda, lo que se debe en gran medida, no tanto al crecimiento de la economía, como al astronómico crecimiento del Estado, el cual invade todas la áreas de la sociedad, buscando el poder y el control de cuanto pueda caer en su voracidad, interventora y, lo que es peor, recaudatoria.
El estado liberal no interventor del llaissez faire o la teoría hayekiana que considera que la planificación y el control van “pari pasu” con el fracaso del progreso económico, son dos posturas difíciles de sostener hoy día, no porque no sean rigurosamente ciertas, sino porque la propia sociedad actual, instalada en la subvención y en el bienestar que le proporciona el “Estado protector e interventor”, no está dispuesta a atender a las razones de peso que esgrimen autores tan prestigiosos como el ya citado Hayek u otros, tales como Isahia Berlin o Raymond Aaron. Estos son hoy tildados peyorativamente de neoliberales, por aquellos que se reclaman de progresistas, como si el ser liberal, nuevo o viejo, fuera una cosa recusable y perniciosa. Sin embargo así se alzan las voces de quienes defienden el control férreo de la economía por parte de las instituciones políticas y proclaman que el Estado es el factotum del bienestar, sin comprender la evidencia proclamada por Gitta lonescu, (E. Vallespín. 2003:126) de que “no es el Estado quien genera el bienestar, sino las empresas creadoras de riqueza”. Otra cosa es que la redistribución de esa riqueza creada por la industria, el comercio y las actividades mercantiles, deba tener como último referente al Estado, cuya única misión y justificación radica en la preservación del orden, la garantía del cumplimiento de la ley y el deber inexcusable de velar por la justicia.
Esta es, en síntesis, la idea que el liberalismo tiene del Estado, poniendo como tope a la acción política la libertad económica. La esencia de la libertad, el primero de los derechos fundamentales del hombre, tras el de la conservación de su vida, es el de la administración y el control de su patrimonio; este no puede estar al albur de los caprichos de los políticos. No se nos puede llenar la boca, como se nos llena de continuo, con la palabra democracia, si no tenemos clara esta verdad histórica: la democracia vino al mundo de la mano del liberalismo capitalista (Held, D. 2002:90) y a mayor bienestar económico, corresponde un mayor grado de democracia, como han demostrado Bukhart y Lewis Beck, (1994), lo que equivale a decir que el desarrollo económico conduce a la democracia y no al revés (lnglehart, R.1999: 272) como injustamente se nos está haciendo creer con mendaces propagandas socialdemócratas, tras las que se ve claramente el afán de la compra de votos a corto plazo.
Por ello el empeñarse en consagrar la intervención creciente del Estado en los asuntos económicos es la regresión a un sistema que ya consagró su quiebra en el siglo XX, con el enorme sufrimiento y la esclavitud moral y material de los millones de personas que cayeron tras el telón de acero, así como con los avatares de una Europa desvencijada por el auge y el fracaso de los totalitarismos de los que logró liberarse gracias a la ayuda americana.
Sin embargo los progresistas son profundamente antiamericanos. Olvidan, sin duda, que sin la ayuda norteamericana durante la guerra y sin el Plan Marshall durante la posguerra, el viejo continente hubiera sucumbido tanto a la nazificación, como a la posterior amenaza real de la sovietización. La propia Unión Soviética, paradójicamente, cobró fuerza y poder gracias también a las ayudas de los aliados. La de América con sus ingentes cantidades de dinero y material bélico (Ley de Préstamo y Arriendo) y la de Inglaterra con la apertura del segundo frente. Sin estos apoyos hubiera sido arrasada, con mayor facilidad que lo fue la propia Europa, por el imparable militarismo nazi.
Por ello, tras el último conflicto bélico, las relaciones estado-capital entraron en una nueva fase liberatoria ya que todo el mundo convino en que el proteccionismo había sido el principal causante de las graves tensiones y de los errores, tanto económicos como políticos, que habían llevado al mundo por dos veces consecutivas a las catástrofes que representaron la primera y la segunda guerra mundial.
Sin embargo, la reacción keynesiana, que propone la intervención del Estado para corregir las desviaciones de la economía y los fallos del mercado, así como para redistribuir las rentas o para frenar los abusos inherentes al propio sistema capitalista, es hoy una doctrina vigente, si bien no puede aceptarse sin matizaciones importantes y dentro de los límites equilibrados de un estado liberal-democrático, cuya creciente transformación en estado benefactor y providente, parece tener por única misión la realización de políticas sociales, cada vez más ligadas a una espiral impositiva creciente y a una regulación laboral que puede conducirnos (de hecho nos está conduciendo) a la desmotivación y a la ruina. Ruina aprovechada por otros estados lejanos en el espacio y procedentes del ideario marxista, en los que curiosamente no se permiten ni la libertad política, ni, menos aún, las protestas sindicales incendiarias de neumáticos, entre otras cosas porque aún no tienen bastantes neumáticos para incendiar.
Sucede, no obstante, que el enorme progreso de los medios de producción, gracias a las nuevas tecnologías del micro chip, la informática y las comunicaciones vía satélite en tiempo real, permiten especulaciones impensables hace solo quince o veinte años (como los sistemas de compra-venta financiera on line), que han incidido sobre los mercados creando campos competitivos mundializados que obligan a las empresas a reducir costes elevando sus producciones y restringiendo gastos, especialmente aquellos derivados de la mano de obra y del empleo. Las más de las veces, los movimientos estratégicos empresariales se realizan mediante fusiones y/o compras que alivian la presión competitiva y que reducen drásticamente el número de empleados.
Otras veces la competitividad se basa en la deslocalización de las plantas productoras, trasladándolas a los países a que nos hemos referido y en los que los costes salariales son más reducidos o las políticas fiscales más benévolas. Esta apertura económica, por todos saludada como una panacea, ha llegado a alcanzar unos niveles que reducen considerablemente el margen de maniobra de las instituciones políticas de control.
Se ha dicho que por este camino se pone en peligro la propia existencia del Estado-Nación, porque la globalización económica hurta al control democrático
amplios espacios políticos y económicos. Sin embargo ello no es en absoluto cierto. Lo que se hurta al Estado no es el control democrático, sino el control burocrático y ello pone inmensamente nerviosa a una izquierda rampante que ve huir los capitales de que ansía alimentarse y los capitales, lógicamente, huyen ante cualquier medida que consideren desfavorable y los paraísos fiscales compiten con las naciones que intentan mantener, vía impuestos, el estado del bienestar.
Se hacen propuestas de difícil ejecución, como, por ejemplo, la llamada «Tasa Tobin» para que se penalicen los movimientos internacionales de capital y, en definitiva, se proponen restricciones a la libertad industrial y mercantil. Ha surgido pues una reacción contra el sistema capitalista que demoniza sus planteamientos esenciales y se llega a proclamar que esta libertad de comercio es abusiva, empobrecedora y antidemocrática.
En 1848 un fantasma recorría Europa, era el fantasma de la Internacional Comunista. Hoy otro fantasma recorre el mundo entero y contra este espectro, que es el de la globalización económica, como desarrollo natural de la interacción entre la tecnología y el capitalismo, parece que revive el viejo fantasma europeo y que una especie de IV Internacional resurge de las cenizas de los viejos postulados marxistas y se opone frontalmente a que no se controlen drásticamente producción, comercialización y movimientos de bienes y personas.
Aquel viejo fantasma marxista del 48 se llama ahora progresista y pretende erigirse en defensor de la democracia la cual, según su parecer, si continúa la liberalización anti proteccionista entrará en crisis irreversible.
Ciertamente hay una crisis. Desde que tenemos uso de razón hemos oído que todo está en crisis. Crisis de valores, crisis religiosa, crisis política, crisis económica, crisis de la civilización occidental y un largo etcétera. Es bien cierto, pero crisis no significa catástrofe, significa simplemente cambio; pero es un hecho filológico y lexicológico que el uso carga de sentidos diferentes a las palabras, las cuales acaban significando para el vulgo cosas que en su prístina acepción no se corresponden con la acepción que luego se les da y que, por lo común, suele ser peyorativa respecto a su auténtico significado. Así pues, enfrentemos sin prejuicios la crisis que nos ha tocado vivir y analicemos someramente su devenir histórico.
El Imperio Romano se construyó, como dice Momsem, a base de un ingente proceso de incorporación de pueblos que tenían entre sí poco o nada en común. Se unificaron la lengua, las costumbres, el comercio, la política, el derecho y hasta el vestido, la higiene y la vivienda. La civilidad romana (Urbe fecisti quod prius orbis eret»), fue, como también lo fueron antes las expansiones griegas o fenicias, una globalización de la que hoy nos mostramos orgullosos, diciéndonos herederos de aquella cultura inmarcesible y universal. Sin embargo el Imperio entró en crisis, una crisis que se produjo desde su propio interior porque la propiciaron factores cuya exposición sería asunto suficiente para un análisis separado del presente artículo.
En un lento devenir histórico, al sistema romano sucedió el caudillismo godo y a este el estado feudal que también hizo crisis y se transformó en el Estado Moderno y del sistema de estados europeos, siempre en guerra unos contra otros durante los siglos XV, XVI Y XVII, nacieron las unificaciones que van desde la española y autoritaria de los Reyes Católicos a la italiana y liberal de Víctor Manuel II. Estos Estados también hicieron crisis, tanto que ya hacia 1860 solo tres regímenes podían considerarse más o menos democráticos (con sufragio restringido). Hacia los años 30 del siglo pasado ya eran veintidós los estados que habían evolucionado hacia la democracia y tras la segunda guerra mundial se produce una nueva expansión de la ola democratizadora que incorpora a los vencidos y al tercer mundo.
Los años 70 y 80 trajeron una nueva e imparable marea democrática y en 1985 podemos considerar que un tercio de los Estados del mundo ya eran democracias. En 1989, con la caída del muro de Berlín, una nueva y casi impensable crisis, nada menos que la de la Rusia Soviética y sus satélites, cambia el sistema político de media Europa y propicia el establecimiento de nuevas democracias que olvidan el comunismo para adherirse al sistema capitalista. Crisis, así mismo, en China, en la que desde el dogmatismo maoísta de hace relativamente pocos años, vemos la evolución que presagia el cambio hacia proposiciones liberalizadoras que ya han hecho surgir en todo el país (al igual que lo habían hecho antes en el sudeste asiático), establecimientos mercantiles y fabriles occidentales, aprovechando las favorables condiciones económicas que la incorporación china a la globalización económica ofrece al sistema capitalista.
La vida, pues, es continua crisis, profundo cambio de modos y de modas. En 1901 el poeta Gabriel y Galán escribía:
«La vida transcurría
monótona y serena,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda ...»
Cien años después la crisis permanente ha hecho que la vida, aún en los recoletos pueblos castellanos y extremeños, sea cualquier cosa menos monótona. Las grandes explotaciones agrícolas, la tractorización del campo, la racionalización de los cultivos intensivos y extensivos, las comunicaciones fáciles, el automóvil, las ferias y mercados, cada vez más competitivos, han dado al traste con la serenidad bucólica de una vida y una hacienda que si no se vigorizan y se transforman día a día, sucumben y quiebran irremisiblemente. Todo ello por no hablar del turismo de fin de semana o del típico chalet adosado en el campo que llena los pueblos de visitantes y de forasteros.
El Profesor Gustavo Bueno, en su reciente libro “Panfleto contra la democracia realmente existente” llega a afirmar que: «si no existe el mercado, no existe la democracia» (La Nueva España, 23-01-04: 48). Y aún va más allá en su visión de la democracia existente, cuestionando sus bases y desmitificando los procesos electorales. Otros autores, como Pedro Montes, Diosdado Toledano o Jacques Texier, desde rígidas posiciones marxistas contraponen, muy desfavorablemente para el progreso democrático, el fenómeno globalizador.
Sin embargo y a pesar de las nostalgias filocomunistas, la globalización es irreversible (Beck, U. 2000:166) y, en palabras de un autor tan solvente como Gonzalo Anes, «ella hará más vivible en un próximo futuro el mundo que habitamos» (ABC, 19-10-2002), aunque para ello tengamos que seguir viendo y padeciendo el espectáculo lamentable de las protestas inmoderadas de quienes, con ocasión de las reuniones del G.7, gritan consignas de periclitadas doctrinas marxistas, destruyen el mobiliario urbano y en su vesania anticapitalista y antiliberal, se muestran sumisos a unos intelectuales de pacotilla instalados en el subsidio y en la subvención.
En definitiva, después de casi ochenta años, sigue teniendo vigencia Ortega cuando dice que: «los conceptos se han trastocado tanto que hoy la derecha propone revoluciones, en tanto que la izquierda propone tiranías». (La rebelión de las masas, 1999:32).
Fernando Álvarez Balbuena