En una sociedad avanzada y plural, como la que pretendemos tener en el siglo XXI, está perfectamente claro que la Iglesia y el Estado son instituciones que deben de estar separadas, lo que no quiere decir enfrentadas.
El Estado debe de ser aconfesional, respetar todas las religiones y procurar, con su tarea fundamental que es la administración de los bienes públicos, engrandecer y fortalecer a la nación, favorecer el desarrollo de las ciencias y de las artes, procurar el bienestar de los ciudadanos, mantener el orden, la justicia, la paz y atender a todas cuantas cuestiones políticas le son propias.
La Iglesia, sea de la confesión que sea, tiene la misión de velar por la vida espiritual de sus fieles, estimularles en su perfeccionamiento y en la trascendencia de la fe, educar sus conciencias y, en general, fomentar las prácticas religiosas y la educación teológico-moral de los creyentes, formándoles en los principios de la religión y procurándoles cuantos auxilios espirituales necesiten.
La Iglesia y el Estado, no obstante, deben colaborar en cuantas cosas de interés común puedan ambas instituciones coincidir, sin llegar ya nunca más a aquel estatus decimonónico de “La alianza entre el Trono y el Altar”.
Esto es laicismo: No interferir ni confundir la misión temporal con la espiritual y otra muy distinta es entender el laicismo como un enfrentamiento permanente entre clérigos, ciudadanos y gobernantes, en una indeseable espiral de violencia verbal siempre nociva e indeseable para el logro de esa sociedad civil desarrollada, pacífica, tolerante y avanzada de que hablábamos al principio.
El ateismo es otra cosa distinta. Hay claramente dos formas de llegar al ateísmo. Una por el estudio y la reflexión, el análisis filosófico y la racionalidad pura, otra por la más absoluta ignorancia y el aleccionamiento cerril, que no solamente no pasa por la razón sino que la soslaya, así como también evita el estudio y la argumentación, que suelen ser virtudes de las que el aleccionado está absolutamente ayuno.
El primer tipo de ateo, el racional, reflexivo y culto, me merece un gran respeto, el segundo, o sea el ignorante, intransigente y violento, no me merece ninguno.
Por lo que atañe a herir la sensibilidad del ateo, si este pertenece al tipo del reflexivo y estudioso, es seguro que sus convicciones no se verán afectadas por la invocación de los creyentes a la divinidad. Este tipo de personas es, por lo general, tolerante y respetuoso para con las ideas ajenas y no se escandaliza de las manifestaciones, así mismo respetuosas, que otros hagan de ellas. Pero si el ateo que pudiera sentirse ofendido es de los pertenecientes al segundo bloque pues allá él. A una persona ni puede ni debe molestarle otra que no tenga creencia alguna (pudiera ser, sin embargo, que el incrédulo creyera en horóscopos) por lo tanto si a éste le afectan los principios religiosos de los demás, está practicando una actitud negativa y escasamente civilizada.
A mayor abundamiento, hoy que la palabra democracia no se nos cae de la boca, cabe hacer la reflexión de que, si la inmensa mayoría de los ciudadanos practica una determinada religión, ésta debe de ser más tenida en cuanta por el conjunto social. No se trata de llevar a nadie, ni al terreno de la fe ni a la práctica explícita de la misma, ni menos imponer a nadie el rezo de una oración, pero las formas, en toda convivencia humana, son cosa importante y no parece lógico eliminar los crucifijos de las escuelas o de los hospitales y de los cementerios, con el fútil pretexto de que puedan molestar a los no creyentes – que son una inmensa minoría- o considerarlos un anacronismo, como tampoco me atrevería a llamar anacronismo a las togas de los jueces y de los abogados. Al contrario, se trata de ser respetuoso con todas las creencias y el hecho religioso está presente, desde la noche de los tiempos, en todas las razas, pueblos, tribus y comunidades humanas. Unas veces con religiones muy elaboradas y otras con prácticas animistas y/o rituales impetratorios etc.etc., pero siempre con una trascendencia hacia la divinidad que Santo Tomás, en sus famosas “cinco vías”, para demostrar la existencia de Dios, llamó “consentimiento universal”, asegurando que la humanidad entera, desde la antigüedad más remota, tenía la creencia indeleble en un ser superior. Y esto es un hecho empíricamente demostrable y no una simple teoría.
La moral, corolario inseparable de todas las religiones, no comporta más que buenas enseñanzas y dichas enseñanzas están referidas siempre a estimular las buenas acciones, porque para el creyente dicho proceder es grato a la divinidad y recibe de ella el premio o, por lo menos, la benevolencia y dicho motor, desde las más lejanas prácticas orientales, hasta las egipcias, griegas, judías, romanas y cristianas, ha sido una constante en el bien obrar de la humanidad que, ahora, queremos sustituir por algo más intangible que llamamos ética y que, en sí misma solamente comporta el bien material, sin otro compromiso espiritual o religioso.
Igual que del ateo, reflexivo, nada tengo que decir de quien no crea, ni de quien juzgue más digna la ética que la moral, allá cada uno con sus creencias, con tal de que, al igual que yo con las mías, no sea beligerante, pero sí tengo que decir que la irreligiosidad, el ateísmo y el descreimiento absoluto son hechos prácticamente inexistentes. Puede haber –de hecho hay- muchas personas no practicantes de ninguna religión, pero en el fondo son creyentes, cada uno a su manera, y esto tampoco es una opinión, es una sólida teoría sustentada por sociólogos prestigiosos, por psiquiatras y por psicólogos de toda solvencia.
El ateo que se encuentre “molesto” ante la presencia del crucifijo o de otro símbolo de cualquier religión, que aprenda él a ser tolerante, está en minoría y uno no puede imponer su punto de vista a todos los demás. La democracia es siempre, desde luego, respeto a las minorías, pero, sobre todo, debe de prevalecer en ella el criterio de la mayoría, sin oprimir ni ofender. No puedo creerme, de verdad, que haya quien se sienta oprimido ni ofendido por oír a otros invocar a Dios o reverenciar sus símbolos, como no sea por el odio visceral que algunos ignaros, que confunden la velocidad con el tocino, sienten contra la Iglesia y lo traducen, impropiamente, por negar a Dios, reclamando “tolerancia” para su extraviado criterio cargado, precisamente, de todo lo contrario.
Insisto en que a mi no me molestan los ateos e incluso voy más lejos al decir que comprendo la actitud de quienes reflexivamente y por el estudio y la especulación intelectual, han llegado al agnosticismo. No puede ocurrirme lo mismo con quienes adoptan la actitud cerril del aleccionamiento malintencionado y con odio feroz hacia el creyente, demandan de éste tolerancia y más tolerancia para que ellos puedan hacer destrucción de la fe ajena.
No me molestan los budistas ni los judíos ni los protestantes ni tampoco siento ninguna aversión por el islam y soy plenamente tolerante con todas las religiones, en tanto no sean beligerantes. Desde la más remota antigüedad, desde la noche de los tiempos, el hombre ha vuelto sus ojos a Dios, sobre todo en momentos de angustia y de necesidad. Si unos filósofos lo niegan, otros lo afirman y si bien el dulce y sabio Spinoza (que es una cumbre de la filosofía universal) cree que Dios es incognoscible y se funde con la pura naturaleza (Deus sive Natura), Kant con su genial diferenciación entra la razón pura y la razón práctica, salva la incognoscibilidad de Dios mediante el establecimiento de una moral social que es el imperatrivo categórico, como norma del bien obrar.
Lo que sucede es que esos nuevos apóstoles del agnosticismo, lo son por pura mimética marxista, con la enorme diferencia de que Marx era inmensamente culto y ellos son inmensamente ignaros, seguidores de un Marx que no están capacitados para leer, porque carecen la necesaria formación intelectual para comprenderle y eso produce una desviación de conducta que lleva a querer llegar por la irracionalidad a donde los sabios han llegado por el raciocinio.
Tampoco me complace de fe de quien de forma irreflexiva no admite contradicción a sus creencias. El ya citado Santo Tomás decía que la fe debe de ser un “obsequio racional” del hombre hacia Dios
Por lo que atañe a la tolerancia, tal como algunos la entienden, solamente me queda por decir que mal entendida, lejos de ser una virtud, es signo de debilidad. Tolerancia sí, pero recíproca, en ambas direcciones, lo contrario es la ley del embudo y para la práctica de esa ley ya tenemos el ejemplo de los gobiernos, que hacen que hoy vuelva a cobrar vigencia aquella sentencia de La Rochefoucault: “Cualquier ciudadano sería tenido por un peligroso delincuente si se permitiera en su conducta las mismas licencias que a sí mismo se permite el Estado”
Fernando Álvarez Balbuena
Doctor en Ciencias Políticas