El motor de agua pertenece a una clase muy especial de tonterías: funciona, existe, no hay trampa, mueve un coche utilizando agua en su depósito en lugar de gasolina… y es una tontería sin el menor interés. Un típico Infovirus.
Igual le sucede a unos cuantos inventos que, de vez en cuando, llegaban a las páginas de los periódicos de papel o a la televisión y, antes, al NO-DO. Ahora lo hacen a todas horas en las páginas virtuales de los periódicos digitales. La Crítica de León está, hasta ahora, libre de tonterías como esas, pero eludirlas por completo es más difícil que evitar el contagio de al menos un catarro al año.
Lo instructivo del caso es que, viendo cómo se contagia la prensa de esos Infovirus, podemos mejorar nuestras defensas lo cual, en este caso, consiste en una potenciación de ese sentido crítico que tan bien glosaba Balmes en ‘El Criterio’, allá a mediados del siglo XIX.
Empecemos por el caso del motor de agua.
Cada poco tiempo aparece un inventor que muestra cómo un coche se pone en marcha sin más combustible que unos litros de agua pura (a veces no es tan pura), lo cual no puede por menos que despertar la esperanza de dejar de depender del petróleo. Yo recuerdo haberlo visto en un reportaje del NO-DO, con una motocicleta dando vueltas a una plaza de toros con su motor alimentado con agua.
Luego, ese descubrimiento que nos podría parecer sensacional, digno de las portadas de los periódicos y del que esperaríamos un seguimiento detallado… desaparece del horizonte.
Y no se vuelve a hablar de él hasta que, cuando ya nadie se acuerda de ello, otro inventor vuelve a decir que acaba de inventar un motor que funciona con agua como combustible.
Por supuesto, en cuanto alguien pregunta a otro alguien qué pasó con aquello, cualquiera de los dos álguienes saca la conclusión de que el inventor estará amordazado en una mazmorra. Por supuesto, la culpa la tiene un misterioso pero indudable contubernio de fabricantes de coches y empresarios del petróleo que ‘no les interesa’ que algo tan maravilloso llegue a los clientes, cautivos para siempre de tan depravados y avariciosos capitalistas.
Los insidiosos sofismas involucrados en todas las teorías conspirativas se podrían superar si se respetasen las reglas básicas de una búsqueda de la verdad que, me enseñaron en el instituto Cardenal Cisneros (clase de Filosofía de los 15 – 16 años), se podían resumir en que no merece la pena entablar un debate a no ser que:
- Todas las partes involucradas estén dispuestas a cambiar su opinión si la de la otra parte está correctamente argumentada a golpe de silogismos.
- Se está previamente de acuerdo en que es posible llegar a la Verdad a lo largo del Debate.
Sin embargo, creo que es muy fácil recordar cuántas veces hemos intentado argumentar frente a alguien que, no sólo no está dispuesto a moverse de su posición previa, sino que anula cualquier argumentación con frases como ‘lo que pasa es que no nos dejan saber la verdad de lo que pasa’ o ‘eso puede ser así con la Física que sabemos ahora, pero seguro que con el tiempo se descubre ‘otra’ Física que…’. Esa gente estaría dispuesta a defender que si no se han encontrado en La Tierra dos ciudades separadas por más de 20000 Km, es tan sólo cuestión de tiempo y de estudiar ‘otra’ geografía. En otras palabras: utilizan cuando les hace falta el comodín de que la información pertinente está fuera de nuestro alcance y, por lo tanto, sólo nos queda pedir otra ronda de cervezas.
Lo más gordo de todo es que el motor de agua funciona perfectamente, y si le encargásemos su desarrollo a cualquier estudiante de Ingeniería Industrial lo podría poner en marcha casi de un día para otro, si consigue aguantarse la risa.
Porque funciona, pero no sirve para nada. ¿Por qué? Pues muy sencillo: porque lo que realmente ‘consume’, no es agua, sino la electricidad de la batería que, discretamente, está haciendo la parte fundamental del trabajo.
Porque todos los ‘motores de agua’, todos, funcionan igual: con la electricidad de una batería se produce la electrólisis del agua (a veces no muy pura, pues se le añaden sales u otros aditivos para potenciar el paso de la corriente eléctrica), proceso que da como resultado Oxígeno por un lado, que se suelta a la atmósfera donde no hace ningún daño, e Hidrógeno, que se almacena en un depósito. Desde el depósito se inyecta como combustible en los cilindros de un motor de gasolina más o menos normal, donde se vuelve a mezclar con Oxígeno y, el calor resultante impulsa el coche con la eficiencia de siempre, pero soltando por el tubo de escape vapor de agua en lugar del CO2 y los otros venenos de los motores clásicos. Porque lo que ha hecho es volver a pedirle a la atmósfera las moléculas de Oxígeno que un momento antes sacó del agua a fuerza de electricidad y, esa reacción, que es explosiva, es la que impulsa el motor rutinariamente.
Pero, por si no se ha dado cuenta alguien, la energía que entrega esa última reacción de unir Oxígeno e Hidrógeno es, más o menos, la misma energía (eléctrica) que se sacó de la batería para separarlos. Por lo tanto, si hubiésemos utilizado esa electricidad para mover un motor eléctrico (que tienen rendimientos superiores al 80% si están bien hechos), en lugar de mover uno de explosión (que no tienen rendimientos superiores al 40% en general) habríamos llegado mucho más lejos, aunque no habríamos salido en los periódicos.
Todos son igual, con poquísimas variaciones. Por ejemplo, he leído recientemente sobre uno de ellos que utilizaba Nitrógeno, pero tenía toda la pinta de que el que escribió el artículo (no quiero llamarle periodista) simplemente confundió el Hidrógeno con el Nitrógeno.
Una variante que sí que es interesante (pero que no se puede llamar ‘Motor de Agua’ a no ser que se permitan tonos poéticos en el artículo), es el caso de hacer esa reacción de electrólisis en una factoría, de la que se entregan bombonas de Hidrógeno para rellenar los depósitos de los coches (normales y corrientes: nuestros motores de gasolina actuales no necesitan cambiar gran cosa para funcionar con Hidrógeno).
Eso es una iniciativa que puede que tenga un cierto recorrido, porque el coche eléctrico, impulsado por baterías, no tiene una autonomía aceptable, ni es de esperar que la tenga en un futuro previsible, y sí que se puede fabricar Hidrógeno con electricidad en cantidades suficientes como para que un camión recorra con él la distancia que ahora recorre con gasóleo. Pero ello no es por una conspiración de druidas anti-coches-eléctricos, sino porque llevamos varios siglos intentando descubrir una forma efectiva de almacenar grandes cantidades de energía eléctrica… sin éxito, por el momento.
Cerca de Chicago, en el Joint Center for Artificial Photosynthesis (JCAP), están haciendo un buen intento de desarrollar una fotosíntesis artificial que obtiene (de momento en muy pequeñas cantidades) Hidrógeno a partir de la luz del sol, agua y un poco de CO2 que, de paso, retira de la circulación igual que hacen las plantas. Funciona bajo mínimos, pero aspiran a hacerlo a escala industrial. Si tiene éxito una iniciativa como esa, no habrá que enterarse por rumores ni por páginas de ‘enterados’, sino que los responsables estarán en la televisión en hora de máxima audiencia y hasta en Estocolmo recibiendo algún premio Nobel, mientras los aficionados a las teorías conspiratorias se encogerían de hombros convencidos de que todo es un engaño y que a saber por qué ahora sí que dejan que se sepa ahora; a continuación, elegirán otro tema sobre el que arrojar su manto de dudas.
Por cierto, en la interesante película de 1963 El Premio (recomendable) se supone que entregan el Premio Nobel de Física al personaje interpretado por Edward G. Robinson precisamente por el descubrimiento que describo en el párrafo anterior. Viene de largo esa investigación.
Pero el motor de agua no es la única tontería que llega cíclicamente a la mesa de un aspirante a periodista importante que, sin darse cuenta de que sólo ha entendido la mitad, la toma por bandera que agita a los cuatro vientos hasta que alguien le saca de su error y le avisa de que se ha infectado con un viejo Infovirus y está haciendo el ridículo, con lo que no vuelve a mencionar el asunto.
Por poner otro ejemplo, lo de las centrales eléctricas en órbita que transmiten la energía a la superficie de La Tierra a ‘gigantescas antenas y campos de antenas’ que la reciben (por ejemplo en el desierto del Sáhara) y la distribuyen por cualquier parte. Ahí suele ponerse una nota étnica y social sobre las masas de necesitados que gracias a esa iniciativa tendrían un bienestar que se merecen; como si la pobreza energética de grandes grupos sociales fuese un problema tecnológico y no político y económico.
Esas Centrales Eléctricas colocadas en el espacio para radiar a la Tierra la energía que recolectan, para empezar, sería mucho más sencillo (y barato) ponerlas ya en la superficie de La Tierra; vale, sí: aquí abajo hay horas de noche, nubes, etc., pero el precio de poner la Central allá arriba… ¡Y mantenerla!
Y para continuar, enviar la energía cabalgando a lomos de las ondas de radio tiene muchísimas pérdidas, a no ser que las antenas de emisión sean realmente gigantescas, de tamaños que se medirían en kilómetros cuadrados más que en estadios de futbol.
Ese tamaño es imprescindible para enfocar lo que se emite, pues si no se hace así, la energía se desparramaría por continentes enteros. Pero… ¿qué tiene de malo que se entregue energía a todo un continente? ¿No estábamos hablando de electrificar toda África, por ejemplo?
Sí, desde luego, pero tampoco es cosa de que la energía (de cierta potencia, no lo olvidemos) esté por todas partes y cuando levantemos el brazo para llamar a un taxi nos circule la corriente por todo el cuerpo, que sería vivir en perpetuo calambre.
Vale, entonces concentramos la potencia en una zona, y la distribuimos desde allí. Pero entonces nos encontramos con que esa zona se iría, poco a poco, llenando de huesecillos y plumas de todo bicho que se acercase por los alrededores (ninguno llegaría al centro, por lo que esa parte quedaría libre de residuos orgánicos). Cualquier avión que se acercase se calentaría hasta la incineración, cualquier satélite que orbitase más bajo que la central eléctrica tarde o temprano se freiría (sin aceite, más bien se hornearía), y del calentamiento del suelo ya ni hablamos, a poco que hubiese minerales metálicos por la zona, contribuyendo al calentamiento global de forma inaceptable.
Recuerdo que en los años cincuenta o sesenta salía en una película ‘futurista’ una pistola de microondas con la que se apuntaba a la sartén y se freía el huevo en un momento. Es otro invento interesante, y viable, pero ahora todos sabemos (espero) que si el microondas se pusiese en marcha con la puerta abierta tendríamos un grave problema de salud los que estuviésemos cerca. Irradiar la superficie de La Tierra desde esas centrales sería muy parecido a lo que hacía esa pistola con la sartén; la diferencia es sólo una cuestión de escala.
Resumiendo: poner Centrales Eléctricas en órbita (o fabricar pistolas de rayos para cocinar) es algo técnicamente posible, pero tan inútil como caro. Cuando volvamos a ver un entusiasta artículo glosando sus ventajas y el brillante futuro de la Humanidad gracias a esa genial idea, podemos estar casi seguros que es otro Infovirus que ha infectado a alguien de esa redacción.
Recuerdo otro entusiasta reportaje, en el NO-DO de los años cincuenta, en el que se decía que se había encontrado la manera de que las frutas y verduras resistiesen el paso del tiempo sin envejecer ni estropearse, incluso fuera de la nevera. Se mostraban patatas con aspecto fresco y lozano que tenían más de un año de edad. También era cierto, pero también era una tontería.
En ese caso, el ‘tratamiento de conservación’ consistía en someter al tubérculo a un baño de radiación que, desde luego, dejaba a la sufrida patata sin una sola bacteria viva, sin hongos, etc., pero sospecho que no pasaría los controles de salud alimentaria actuales en cuanto alguien le colocase al lado un contador Geiger para medir su radiación latente.
Ese reportaje tenía su origen en un curiosísimo lugar, muy cerca de la carretera N-II (ahora A-2), a la altura de Meco, en Madrid pero a menos de un kilómetro de la provincia de Guadalajara. Allí se puso, es de imaginar que con la mejor de las intenciones por parte de los científicos y el mayor de los oportunismos por parte de los políticos, un centro de investigación (lo pongo con minúsculas adrede: aquellos presupuestos no daban para más) que se llamaba algo así como ‘Centro Español de Investigaciones Nucleares’.
Con un nombre como ese nos podemos imaginar un edificio con mucho hormigón, grandes medidas de seguridad y, sobre todo, sofisticados sistemas de contención para evitar que las radiaciones se escapen del laboratorio. Pues no, nada de eso.
Se trataba de un hoyo cónico (con el vértice hacia abajo, como un crater), escalonado, con aspecto de anfiteatro chiquitín al aire libre, en cuyo fondo se hacían las pruebas poniendo la patata al lado de unos isótopos, se dejaban un rato, se volvía a cerrar la maleta de lo radiactivo y ya está. La idea era que el cono sólo dejaba salir la radiación hacia el cielo, con lo que nadie se veía afectado. Para redondear (nunca mejor dicho) los sistemas de seguridad, se plantó todo un frondoso círculo de álamos alrededor del cono de los experimentos para que parasen el viento y así asegurar que no se escapaba ningún isótopo peligroso.
Los árboles han resistido el paso del tiempo mucho mejor que esas técnicas de investigación y, quien quiera, puede todavía verlos en estas coordenadas: 40.526656 Norte, 3.303392 Oeste.
De nuevo los mismos síntomas de la infección con Infovirus:
- Voluntarioso artículo anunciando una nueva era de bienestar gracias a un descubrimiento sensacional.
- Escasa o nula profundidad en la parte técnica o científica de lo que va después de la parte llamativa.
- Discreta desaparición de los medios.
- Eterna especulación sobre oscuras motivaciones que privan a la Humanidad de esos descubrimientos.
Para entender el mundo que se nos viene encima no basta ni bastará con una formación científica superficial, hagámonos a la idea y preparémonos o, en caso contrario, resignémonos a no opinar de cada vez más temas.
Yo crecí en un mundo en el que no se podía uno creer todo lo que decía el NO-DO, pese a estar avalado por el aparato del Estado, fui joven en la Transición, lo cual curte el Sentido Crítico hasta valores patológicos y ahora, con la experiencia acumulada, no me creo nada de lo que leo en Internet hasta que lo analizo desde varios puntos de vista y, sobre todo, lo bombardeo con todas las preguntas que mi formación de ingeniero me sugiere.
Sólo me haría sonreír con optimismo, frente al Futuro de la Información, que quien lea esto sea igual o más escéptico que yo, por favor. Incluso con el contenido de este artículo.
Félix Ballesteros Rivas
7-12-2015
[email protected]
Como siempre, para rematar, un breve divertimento, unos párrafos del mencionado Jaime Balmes, un sacerdote catalán que, ya veía desde 1845 con una curiosa clarividencia la situación de 2015:
Jaime Balmes
El Criterio (fragmentos)
Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.
Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.
…
La íntima naturaleza de las cosas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre ella sabemos poco e imperfecto.
Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos.
…
En todo lo concerniente a objetos sometidos a leyes necesarias claro es que el conocimiento de éstas ha de ser utilísimo, cuando no indispensable. De cuyo principio infiero que discurren muy mal los que, en tratándose de ejecutar, descuidan la ciencia y sólo se atienen a la práctica. La ciencia, si es verdaderamente digna de este nombre, se ocupa en el descubrimiento de las leyes que rigen la Naturaleza, y así su ayuda ha de ser de la mayor importancia. Tenemos de esta verdad una irrefragable prueba en lo que ha sucedido en Europa de tres siglos a esta parte. Desde que se han cultivado las matemáticas y las ciencias naturales el progreso de las artes ha sido asombroso. En el siglo actual, se están haciendo continuamente ingeniosos descubrimientos; y ¿qué son éstos sino otras tantas aplicaciones de la ciencia?
La rutina que desdeña a la ciencia muestra con semejante desdén un orgullo necio, hijo de la ignorancia. El hombre se distingue de los brutos animales por la razón con que le ha dotado el Autor de la Naturaleza; y no querer emplear las luces del entendimiento para la dirección de las operaciones, aun las más sencillas, es mostrarse ingrato a la bondad del Criador. ¿Para qué se nos ha dado esa antorcha sino para aprovecharnos de ella en cuanto sea posible? Y si a ella se deben tan grandes concepciones científicas, ¿por qué no la hemos de consultar para que nos suministre reglas que nos guíen en la práctica?
Véase el atraso en que se encuentra la España en cuanto a desarrollo material, merced al descuido con que han sido miradas durante largo tiempo las ciencias naturales y exactas; comparémonos con las naciones que no han caído en este error y nos será fácil palpar la diferencia. Verdad es que hay en las ciencias una parte meramente especulativa y que difícilmente puede conducir a resultados prácticos; sin embargo, es preciso no olvidar que aun esta parte, al parecer inútil y como si dijéramos de mero lujo, se liga muchas veces con otras que tienen inmediata relación con las artes. Por manera que su inutilidad es sólo aparente, pues andando el tiempo se descubren consecuencias en que no se había reparado. La historia de las ciencias naturales y exactas nos ofrece abundantes pruebas de esta verdad. ¿Qué cosa más puramente especulativa, y al parecer más estéril, que las fracciones continuas? Y, no obstante, ellas sirvieron a Huygens para determinar las dimensiones de las ruedas dentadas en la construcción de su autómata planetario.