Una tarde anochecida y fría de Febrero de 2002 asistí al funeral de Gonzalo Fernández de la Mora en la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano en Madrid. El templo estaba abarrotado y tuve que presenciar la ceremonia a pié junto a la puerta.
Mientras un coro interpretaba un fragmento del Requiem de Mozart tuve la oportunidad de comprobar la presencia de un gran número de políticos y representantes sociales de la “nueva oligarquía” de las derechas españolas (aunque ninguno de los sectores genuinamente falangistas). Curiosamente, muy cerca del altar, a ambos lados, separados por la familia del difunto escritor y pensador, se encontraban el ex presidente Leopoldo Calvo Sotelo y el ex general Alfonso Armada Comín.
Irónicamente, fue durante la investidura del primero el 23 de Febrero de 1981 cuando el segundo encabezó un presunto “golpe de Estado”. Calvo Sotelo era el candidato de la oligarquía política derechista (UCD) que desplazó al presidente Adolfo Suárez. Hoy algunos sospechamos que el general Armada era en realidad un instrumento de esa misma oligarquía política y partitocrática que, de acuerdo con la correspondiente oligarquía política y partitocrática de las izquierdas en la oposición (básicamente PSOE y PCE, salvo excepciones individuales como Santiago Carrillo y Enrique Tierno Galván), y con la anuencia del propio Rey, habían pactado la operación institucional, un tanto teatral (que no golpe militar) contra Suárez.
Gonzalo Fernández de la Mora (GFM) había manifestado su personal y sincera bienvenida, con los mejores deseos, a Adolfo Suárez como presidente, en un artículo de ABC el 4 de Julio de 1976: “Le deseo al nuevo presidente –escribió– el mayor éxito en la necesaria consolidación de la Monarquía…”, en el entendimiento de que ello era la condición para la consolidación de la democracia, en cuanto la Corona era la garante de la unidad nacional (artículo de GFM que extrañamente omite el autor en la bibliografía, por lo demás muy completa, del libro que comentamos). Asimismo votaría a favor de la Ley para la Reforma Política en Diciembre de 1976, con la que se inicia legalmente la Transición del franquismo a la democracia. Sin embargo, como señala Rodríguez Núñez, GFM votaría en contra de la Constitución de 1978. Entre una fecha y otra había aparecido su libro, hoy casi olvidado o marginado, La Partitocracia (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977). Su gran intuición le permitió prever lo que muy pocos fueron capaces entonces de imaginar: que el Estado de las Autonomías, el sistema electoral y el sistema de partidos previstos en el texto de 1978 conduciría inevitablemente a una democracia fallida.
Tengo que confesar al lector que entre don Gonzalo y yo hubo ciertas “afinidades electivas”, aparte de que una hija suya fue alumna mía en la Facultad de Políticas de la Universidad Complutense. Le conocí a través de mi maestro universitario Raúl Morodo, catedrático, rector, político e intelectual progresista, autor de un libro sobre Acción Española que GFM, sin compartir los supuestos ideológicos de Morodo, valoró muy positivamente y con gran generosidad (soy testigo directo de ello en una cena con ambos en el restaurante La Sardina de Santander, durante los cursos de verano de la Universidad Internacional en 1980 o 1981).
Creo que compartíamos la misma admiración por pensadores católicos contrarrevolucionarios como nuestro Juan Donoso Cortés, el alemán Carl Schmitt, y el norteamericano James Burnham (aunque seguramente no tanto la mía también por Friedrich A. Hayek). En 1992, coincidimos en ser los únicos analistas políticos “conservadores” en sendos artículos (el suyo más ideológico, el mío más politológico) con motivo del centenario del nacimiento de Franco, en un dossier donde casi todos los demás colaboradores eran izquierdistas (socialistas, comunistas o anti-franquistas: Alberto Reig Tapia, Manuel Tuñón de Lara, Ramón Cotarelo, Ángel Viñas, Fernando Morán, Manuel Vázquez Montalbán, Paul Preston, etc., Franco. 100 Años, Dossiers de El Siglo, nº 1, Madrid, Diciembre de 1992). El artículo de GFM, “Ideas y valores del Nuevo Estado”, en que destacaba como componentes de la ideología franquista el nacionalismo y el catolicismo de Acción Española, junto al regeneracionismo de Joaquín Costa, sí figura en la bibliografía de Rodríguez Núñez pero me interesa subrayar que se trataba de un folleto (del semanario El Siglo) en que predominaban los puntos de vista antagónicos al suyo y al mío. Con el paso de los años he llegado al convencimiento de que, como él, soy de los pocos en España que no tiene complejos en definirse conservador, en un sentido filosófico-político realista, en cuanto conservador de la genuina tradición de las libertades individuales.
GFM fue un pensador político conservador español –rara avis, y desde luego el más importante en tal categoría– de la segunda mitad del siglo XX. Su realismo político, que el autor del libro destaca acertadamente, está fundado en un racionalismo histórico en sentido orteguiano, o un “razonalismo” español como se infiere del mismo título de la revista de pensamiento que fundó y dirigió hasta su muerte, Razón Española. En esa perspectiva realista y conservadora de la razón histórica o española, hay que comprender su justificación del franquismo. Como Carl Schmitt, seguramente pensaba que Franco simbolizaba die Banalität des Gutes (la banalidad del Bien).
Es un gran error considerar un plagio su famosa obra El crepúsculo de las ideologías (1965). Lo que hizo, y en ello fue absolutamente original, fue dar una visión conservadora de una tesis que había sido planteada y asumida por toda una generación de intelectuales occidentales después de la Segunda Guerra Mundial, y casi todos entonces pertenecientes al sector liberal progresista o socialista: Raymond Aron, George Lichtheim, C.A.R. Crosland, Irving Kristol, S. M. Lipset, Daniel Bell… incluso el presidente John F. Kennedy. El propio Daniel Bell reconoció que el primero en expresar la idea había sido Albert Camus hacia 1944-45 (aunque yo señalaría a James Burnham, precisamente en su cortísima fase de tránsito desde el marxismo al conservadurismo, tras la polémica y dramática ruptura con Trotsky en 1939-40).
De la obra de Álvaro Rodríguez Núñez, absolutamente oportuna y necesaria en este momento para comprender el cáncer de la democracia española (y las razones de que su “consolidación”, como planteaba GFM en 1976, sigue pendiente) solo haría una pequeña objeción al propio título. Creo que sería más preciso que se refiriera “Contra la nueva oligarquía y el nuevo caciquismo”, pues lo que GFM denunció ya se había generado y cristalizado a lo largo del siglo XX y especialmente en la segunda mitad –por otra parte coincidente con los años culminantes de su pensamiento y obra– con la nueva ola de democracias europeas de posguerra, y en nuestros lares paralelamente a la Transición desde 1976 (debo decir que yo también vengo empleando la expresión “nuevo caciquismo”, así como la de la “partitocracia” en varios ensayos entre 2010-2014 en Libertad Digital, Atlantic Weekly, The Americano, y Kosmos-Polis. Solo dos ejemplos: “España, ¿democracia fallida?”, LD, 2010; “España: ¿democracia o partitocracia?, KP, 2014).
El libro de Rodríguez Núñez, aunque breve, merece una extensa recensión crítica que no voy hacer en el marco de esta columna que solo pretende ser un comentario a vuelapluma. Sin embargo, su carácter de “breviario” es lo que lo hace atractivo y desde luego muy recomendable para los políticos honrados con voluntad regeneracionista, así como para la ciudadanía en general.
Solamente voy a detenerme en un punto crucial del análisis que Rodríguez Núñez hace del pensamiento de GFM. Como es notorio, el título del libro evoca la obra de Joaquín Costa, Oligarquía y Caciquismo (1900), que trataba de explicar sociológicamente la España real frente a la España oficial de la Restauración. No fue el único. Basta pensar en otros dos grandísimos intelectuales, Unamuno y Ortega, que también aportaron sus críticas al problema español.
GFM era un profundo conocedor de la literatura politológica y sociológica de la teoría elitista que venía desarrollándose desde finales del siglo XIX: Mosca, Pareto, Costa, Ostrogorsky, Weber, Michels, Ortega, Burnham, Schumpeter… (incluso en el campo marxista, Lenin con su teoría de la “vanguardia” y Trotsky, paradójicamente, con la suya crítica del “sustitucionismo”). Las elaboraciones académicas sobre las “élites” y la “clase política” conducirá ineluctablemente a la idea de la “dictadura del partido” a principios del siglo XX (Ostrogorsky y Lenin, respectivamente en los campos liberal y socialista), que principalmente los continuadores del primero, Roberto Michels, Andre Siegfried y Maurice Duverger, desarrollarán en lo que finalmente será las tesis sobre la “ley de hierro de la oligarquía” o “partitocracia”.
Rodríguez Núñez no menciona al bielorruso Moisey Ostrogorsky (autor de la obra clásica La democracia y la organización de los partidos políticos, 2 vols., Paris y New York, 1902) que GFM conocía, ya que fue sin duda el primero en observar las tendencias oligárquicas en los partidos políticos de las dos grandes democracias liberales avanzadas (Gran Bretaña y Estados Unidos).
En concreto, y aquí reside mi discrepancia con GFM, no se puede establecer una conexión estructural entre la democracia inorgánica y la partitocracia. Por el contrario, su preferencia por la democracia orgánica, cuyos orígenes y variedades GFM estudió con gran erudición, le impidió ver el fondo antidemocrático de la misma al cuartear el concepto de la representación (como percibió Edmund Burke) y de la soberanía nacional/popular (inevitablemente individualista, en el sentido “un individuo-un voto”) –única base de legitimación de la democracia liberal– cuyo rechazo abre vías peligrosas hacia el corporativismo autoritario y el multiculturalismo anárquico y secesionista, de derechas o de izquierdas, aunque me inclino a pensar que el fondo anti-individualista siempre es de izquierdas.
En su análisis de las democracias modernas está ausente (y sospecho que por un conocimiento insuficiente por parte de GFM de la democracia norteamericana) una comparación entre parlamentarismo europeo y presidencialismo americano, y parece inferir falazmente una relación entre democracia inorgánica y partitocracia. El parlamentarismo puede tener alguna responsabilidad en la corrupción de los partidos y en la propia partitocracia, pero el sistema democrático estadounidense, basado en la estricta separación de poderes y siendo también una democracia inorgánica, no ha generado el sistema que GFM presenta como paradigma de la partitocracia (aunque hay que reconocer una cierta corrupción en el Establishment de los partidos hegemónicos, que generalmente no resulta impune). Pero precisamente coincidiendo con los análisis de Ostrogorsky (obra antes citada, y Democracy and the Party System in the United States, New York, 1910) desde principios del siglo XX, se desarrollaron o perfeccionaron una serie de prácticas electorales y políticas (primarias, caucus, convenciones, referenda, recall…) junto a los mecanismos constitucionales tradicionales (federalismo, judicial review, impeachment), en el fondo un auténtico y riguroso Imperio de la Ley (Rule of Law) –no el “Estado de Derecho” a merced de los juristas y los “abogados del Estado”– que ha dificultado con relativo éxito las pulsiones, desvíos y epidemias partitocráticas que padecemos en Europa.
Precisamente en una no disimulada fascinación por el Estado, a mi juicio excesiva y peligrosa (el profesor Jerónimo Molina lo definió cabalmente “un jurista de Estado”), quizás se encuentre el talón de Aquiles del pensamiento político conservador de Gonzalo Fernández de la Mora.