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Pero, qué tipo de guerra, la promovida por los enemigos o por los amigos, la ofensiva, la defensiva, por qué razón, en qué circunstancias, etc. Sin estas precisiones también podría gritarse “No a la enfermedad” o “No a la sequía”. Sin duda habría una mayoría absoluta en el aplauso. La realidad es que todos sabemos que muchos lo gritan de buena fe y unos pocos lo gritan y lo inducen con carga ideológica, aprovechándose de la “inocencia política” de las buenas gentes. Incluso, a veces, clérigos sobradamente dotados de espiritualidad y buenas intenciones, repetían -y repiten a veces- con fidelidad literaria la fraseología y el tierno y oportunista lenguaje marxista. Así lo pude constatar durante mis años de destino ante Naciones Unidas: se repetía “No al arma nuclear” cuando el Pacto de Varsovia estaba en inferioridad nuclear respecto a la OTAN y “No a la carrera de armamentos” cuando la tecnología norteamericana apretaba el acelerador.
Es ese “No a la carrera de armamentos” el que se repite con entusiasmo en los medios de comunicación de todo signo, que parece acusar a las fábricas de armas de funcionar como malignos monstruos generadores de todos los conflictos bélicos que en el mundo han sido. Afortunadamente, siempre hay cabezas bien amuebladas que -a veces predicando en el desierto- intentan ayudarnos en la digestión intelectual de los muchos tópicos que mueven a las masas. En este caso fue Salvador de Madariaga -destacado intelectual español del siglo XX y Jefe de la Sección de Desarme de la Sociedad de Naciones entre 1921 y 1928- el que nos ayudó recordándonos que son los políticos los que piden las armas a las fábricas y no a la inversa. En una palabra -como resulta lógico en términos de mercado industrial- las fábricas de armamento trabajan siempre “a demanda”.
Sí es cierto que amenaza tan trágica como la de la guerra suscita siempre multitud de preguntas: ¿todas las guerras son rechazables?; ¿cuáles son los criterios que justifican su condena?; ¿qué dicen las organizaciones relacionadas con el tema?; ¿qué sentencia al respecto la siempre autorizada voz moral de la Iglesia?; ¿las consideraciones sobre la guerra son siempre iguales, se hagan en la Edad Media o en la modernidad?; ¿es la guerra perversa “per se” y, por tanto, siempre condenable, o se debe tener en cuenta quién agrede y quién se defiende, en qué condiciones, con qué tipo de armas y con qué objetivos?; ¿se puede pensar, con seriedad y realismo, en la posibilidad de un mundo sin guerras o esto es simplemente un noble deseo al que todos los hombres de bien se apuntan pero que sólo puede materializar el Creador? En definitiva, ¿existe la guerra justa? …
Porque, pese a los “buenismos” absolutos que nos asfixian –auténticos o impostados- siempre ha habido santos y malvados. No confundamos los deseos con las realidades: desde Caín y Abel, los conflictos armados son numerosos y, al parecer, inevitables. Aunque -como reconocía Moltke- cada guerra, aun la más victoriosa, es una desgracia para el país. Pero, a pesar de todos los pesares, la historia ha registrado -y registra- pacifistas y apologistas, con distintas concepciones, posiciones e incluso místicas sobre el fenómeno bélico: para los pacifistas, la guerra era infernal; y para los apologistas era, incluso, providencial. En una palabra, los primeros renunciaban a cualquier resistencia armada y los segundos se apuntaban sin ningún reparo de conciencia al uso indiscriminado -y, según ellos, noble- de la maquinaria militar. A primera vista, parece difícil imaginar la verosimilitud de estas posiciones opuestas, porque ¿los pacifistas estarían dispuestos a dejarse matar como los cristianos frente a los leones? y ¿los apologistas serían capaces de arrasar poblaciones enteras, manteniendo impávida su conciencia? Me permito el beneficio de la duda.
Empecemos el repaso histórico recordando que Jesucristo dejó postulados de amor, de respeto, de no violencia y de presentar la otra mejilla como obligado humanitarismo religioso. Era, por tanto, natural que los primeros cristianos vieran con prevención casi martirial el fenómeno de la guerra, rechazándolo radicalmente incluso a costa de sus vidas. Hasta se condenaba la posibilidad de que un cristiano pudiera ser militar, soldado o centurión. Sobre todo, entre los griegos, se mantenía una posición radicalmente pacifista: nos lo confirman los escritos de San Clemente, Orígenes, San Basilio el Grande y Lactancio. Este último afirmaba con rotundidad que al justo no le está permitido portar las armas …. matar a un hombre es siempre un acto criminal. Sin embargo, ya en nuestros tiempos, Juan Manuel de Prada –brillante intelectual muy criticado por la “progresía” por ser refractario al actual “buenismo” dominante en nuestra actualmente confusa sociedad española– sostiene que Jesucristo nunca ha condenado la guerra ni el oficio de las armas cuando se utilizan para restablecer la justicia, a diferencia de las ideologías pacifistas que, con frecuencia, pretenden instaurar una paz sin justicia.
Tuvo que llegar el siglo IV para que San Agustín –nada menos– empezara a apartarse del pacifismo integral y a pensar en la posibilidad, y a veces necesidad, de una guerra justa. Porque este gran Padre de la Iglesia reconocía que la guerra es un mal terrible, pero puede ser legítima cuando tiene como objetivo restaurar la paz, que es la tranquilidad en el orden. No obstante, la moralidad, la licitud o la ilicitud de la guerra continuó siendo objeto de enfrentamientos y de debate. Entre los pacifistas absolutos recordemos a Erasmo, quien afirmaba que a los cristianos no les es lícito tomar las armas. Lo mismo mantenía su gran amigo Tomás Moro, bien es verdad que terminó aceptando la guerra defensiva.
¿Es realista, por tanto, condenar cualquier tipo de guerra?; ¿debemos dejarnos matar por obligación moral?; ¿siempre debe triunfar el mal en el mundo?; ¿es justo que mi vida y hacienda puedan ser violadas impunemente en cualquier momento por cualquier Estado, persona o grupo sin conciencia moral y yo deba permanecer impávido? Otro gigante de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, ya en el siglo XIII, tampoco aceptó el radicalismo pacifista y admitió la guerra justa bajo tres condiciones: que se haya producido violación grave del derecho; que sea en defensa del bien común y de la seguridad general; y que la guerra esté impregnada de recta intención, es decir, sin excesos ni abusos en su conducción y consecuencias.
Ya en 1538, el salmantino Francisco de Vitoria, en sus Reelecciones del Estado, de los indios y del derecho de la guerra, dejó completamente perfilada la teoría general del derecho de la guerra, mediante la formulación de cuatro proposiciones de obligado cumplimiento: licitud de la guerra, autoridad competente para declararla y llevarla a cabo, causa justa de la guerra y actos lícitos contra el enemigo en la guerra. Sobre estas bases, citando el Evangelio y los escritos del Doctor Angélico, declaró que es lícito repeler una agresión con la fuerza y reclamar por una injuria recibida. Se considera, por tanto, a Francisco de Vitoria como el fundador del Derecho Internacional, razón por la cual ha dado nombre a la Sala del Consejo que alberga en Ginebra (Suiza), dentro de la gran Sede de Naciones Unidas, los plenos de la Conferencia de Desarme. Por cierto, las paredes de esta Sala del Consejo están decoradas por diversos frescos del pintor español José María Sert.
Es precisamente a partir de la segunda mitad del siglo XVI cuando empieza a considerarse la guerra desde la óptica legal abandonando, en cierta medida, la óptica moral. Sin duda, ello supone un deslizamiento a la baja de los principios que sustancian las consideraciones sobre la guerra justa. Se habla ya, incluso, de que el único criterio que debe inspirar al príncipe para iniciar una guerra es el de la utilidad: Maquiavelo llega a decir descarnadamente que la guerra es justa cuando es necesaria. E, incluso, Luis de Molina llega a afirmar que la guerra es asunto netamente jurídico y la guerra debe examinarse de acuerdo con los principios de la justicia más que de la caridad.
El portillo, por tanto, se ha abierto a partir de finales del siglo XVI, y los autores posteriores nos darán ya como vigente y admitida la doctrina de la guerra legal, llegando a afirmarse que la guerra debe ser considerada, en cuanto a sus efectos, como justa para ambas partes. Pero incluso esta barrera es superada por el Derecho internacional positivo para el que no existe ningún precepto que prohíba el recurso a la guerra en defensa simplemente de los intereses de un Estado. Así se manifiestan Villamartín, Clausewitz, etc. Incluso nuestro propio Reglamento para el servicio en campaña, aprobado por ley de 5 de enero de 1882, en su artículo 836, considera como justa causa de guerra la defensa de los intereses generales del Estado.
Más tarde –ya en nuestro siglo XX– se produce un importante cambio: surge la tendencia a lograr un sistema de seguridad colectiva. Ello implica una cierta organización de la comunidad de las naciones, que contempla ya ciertos conceptos, casi pacifistas, como la prohibición del derecho a la guerra por los Estados y la adopción de medios pacíficos como el desarme, la limitación de armamentos y los procedimientos para la resolución de controversias. Los primeros pasos en esta dirección los da, tras la Primera Guerra Mundial, el pacto de la Sociedad de Naciones que no llegó a prohibir la guerra, sino que la declaró ilícita, obligando a los Estados a recurrir a medios pacíficos y declarando que las guerras de agresión constituyen un crimen internacional; bien es verdad que dejando fuera otras formas de utilización de la fuerza como son el bloqueo pacífico o las represalias. Posteriormente, tras diversos instrumentos de condena de la guerra –Protocolo de Ginebra de 1924, Convenios de Locarno de 1925, etc.– se llega al importante Pacto de Briand-Kellog de 1928, que recoge un texto más explícito: las altas partes contratantes declaran solemnemente, en nombre de sus pueblos respectivos, que condenan la guerra para la solución de las controversias internacionales y que renuncian a ella como instrumento de política nacional en sus relaciones mutuas.
Como es de todos conocido, pese a las citadas buenas intenciones diplomáticas, se produjo la mayor confrontación bélica de todos los tiempos –la Segunda Guerra Mundial– iniciada por un enloquecido Hitler seguido por una Alemania aquejada de parecido exceso psiquiátrico. Firmada la paz por las potencias vencedoras, los esfuerzos pacificadores se recogieron en la Carta de las Naciones Unidas, cuyo primer propósito fue mantener la paz y la seguridad internacionales. La ONU –como he podido comprobar durante mis años como Consejero de Defensa de la Embajada de España en Naciones Unidas (Conferencia de Desarme) – nunca fue modelo de agilidad operativa, imparcialidad política y eficaz selección de sus funcionarios sino más bien acomodo político de ciertos lobbies. Pero sí es cierto –y hay que reconocérselo– que el artículo 51 de la Carta antes citada dejaba bien clara la aceptación de la autodefensa como guerra justa frente a la agresión externa: Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales. Como puede apreciarse la ONU subrayaba –con una redacción en español sintácticamente mejorable– que, mientras el Consejo de Seguridad toma las decisiones que procedan, ya el Estado agredido puede estar repeliendo o neutralizando el ataque recibido.
Pero, para desgracia para la humanidad, entre los miembros de Naciones Unidas, se encontraba –quien lo diría– la URSS, que había iniciado ya en 1917 su tiranía comunista, la más sangrienta e inútil de todos los tiempos, cuyo balance final recogería 100 millones de muertos y un crecimiento cero para el pueblo ruso. Tiranía que parece añorar –hoy, en 2022– un brillante Oficial del KGB, Wladimir Putin, convertido en genocida del pueblo ucraniano y de todo aquel que se le ponga por delante, mientras se lo permita la OTAN, creada para defender la libertad de las democracias occidentales.
Pero para completar este repaso histórico y analizar con equilibrio el fenómeno desde todos los ángulos posibles y con todos los elementos de reflexión actuales, por su posible incidencia sobre todo lo expuesto, además de la citada voz de la ONU, se deben recordar otros elementos sustanciales para un análisis completo de lo que podemos calificar como guerra justa. Por ejemplo, los nuevos tipos de armas de destrucción en masa –guerra NBQR (nuclear, biológica, química y radiológica) –; lo que dice el Catecismo de la Iglesia; lo que afirma el Papa Francisco; y, por qué no, lo que piensa el honrado ciudadano cuando aplica las neuronas que le concedió el Creador para emitir una reflexión sobre el tema.
Porque ¿a qué tipo de guerras nos estamos refiriendo?: no es lo mismo emplear las catapultas romanas que hablar del Uranio 235, de los gases neurotóxicos, de los agentes biológicos o del último grito de los ciberataques. Empecemos por las llamadas armas de destrucción masiva NBQR (nuclear, biológica, química y radiológica). En lenguaje ya muy leído y oído por todos en los medios de comunicación, recordaremos que el empleo del arma nuclear empezó en Hiroshima y Nagasaki con armas de unos 20 kilotones (veinte mil toneladas de trinitrotolueno) y que –tras su enorme desarrollo tecnológico– estamos actualmente hablando de armas nucleares de más de 5 megatones (5 millones de toneladas de trinitrotolueno). Recordaremos también que, respecto al arma biológica, se hablaba de las cartas postales con ántrax y ahora, con el Covid’19, se comprueba que se puede enviar a mejor vida a más de 3 millones de personas en el mundo por el supuesto “error” chino. Y que el arma química –la menos letal– acreditó en la Primera Guerra Mundial que, dentro de una zona limitada y con las sustancias químicas más suaves (cloro, iperita), se producían muchos miles de víctimas y que, ya actualmente, con compuestos de nitrógeno y fósforo, estas bajas pueden multiplicarse por 10. Se ha comprobado, por tanto: que la guerra biológica es la más letal e incontrolable porque su dispersión es rápida y universal; que la radiación diferida de la explosión nuclear es prácticamente incontrolable y puede afectar a una nación, por ejemplo; y que el arma química está sujeta al desarrollo de los vientos y sus efectos no pasan de ser zonales, aunque con posibilidad de miles de bajas. Está, por tanto, clarísimo el orden de peligrosidad: la biológica puede arrasar universalmente, la nuclear nacionalmente y la química zonalmente.
Tampoco deberíamos olvidar otros elementos que –frívolamente, a veces– no se tienen en cuenta. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que no se podrá negar a los gobiernos el derecho de legítima defensa siempre y cuando se cumplan las siguiente condiciones para que la guerra sea justa: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar; y que el poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Por otra parte, el Papa Francisco, en su encíclica Fratelli Tutti, duda de la operatividad de las condiciones recogidas por el Catecismo para que se consiga una guerra justa, afirmando que es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible guerra justa, a pesar de que en el catecismo se hable de la posibilidad de la legítima defensa mediante la fuerza militar. Sin duda, son difíciles de cumplir los requisitos de guerra justa contenidos en el Catecismo de la Iglesia. No obstante, el gobierno de una nación –entiendo– que debe intentarlo, dado que es obligación de sus autoridades proteger y defender a sus ciudadanos empleando a los profesionales de las Fuerzas Armadas que –en palabras del Catecismo– se dedican al servicio de la patria en la vida militar y que son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Se habla también frecuentemente del deseable concepto de proporcionalidad en la autodefensa. Me pregunto: ¿puede moralmente un gobernante dejar matar a “los suyos” para evitar escrúpulos de proporcionalidad? ¿Qué se debe hacer, por ejemplo, ante la actual guerra salvaje contra un país como Ucrania, que defiende su libertad –primero de los dones que nos dio el Creador– frente al genocida Putin, añorante de tiranías comunistas con matanzas millonarias de personas inocentes?
Como dato curioso, puede observarse que, a lo largo de 20 siglos el tratamiento del fenómeno bélico ha ido evolucionando así: hasta el siglo IV, ponía el acento en su visión de la guerra como hecho criminal y de los profesionales de la milicia como colaboradores del crimen; a partir de San Agustín, aceptaba la posibilidad de que puede haber ocasiones en que haya que apelar a la guerra como acción necesaria; en sucesivas etapas posteriores, contemplaba la guerra bajo el punto de vista de su licitud o ilicitud, no de su moralidad; y, en épocas recientes, admitía, con lógica realista, lo justificado de la autodefensa o guerra defensiva ante una agresión.
Haciendo caso omiso de los ya citados “buenismos” de colegio mayor de nuestros comunistas adolescentes, España puede presentar magníficos ejemplos de guerra justa: la Reconquista tras la invasión por el moro de nuestro solar ibérico; la Guerra de la Independencia frente a los invasores ejércitos napoleónicos; y el Levantamiento Nacional de 1936 contra el Gobierno de la II República, que había creado una situación de inseguridad física y de anarquía, en la que media España no se resignaba a morir, como declaró Gil Robles, Jefe de la oposición. Gobierno que había promulgado una Constitución que, en palabras de su presidente Alcalá Zamora, ya “invitaba a la guerra”; gobierno que en julio de 1936 ya no era democrático, según afirmaban los historiadores independientes –españoles y extranjeros–; gobierno que había permitido o promovido más de 2500 muertes violentas durante sus cinco primeros años; gobierno que había asesinado al líder monárquico de la oposición; gobierno que estaba permitiendo incendios de iglesias, conventos y asesinatos de religiosos; y gobierno que, como colofón totalitario, iniciaba sus numerosos allanamientos de morada en busca de objetos piadosos que “justificaran” los fusilamientos que se produjeron.
En definitiva, en 1936 nuestra II República era una completa “selva” de inseguridad pública y de negación de derechos y libertades, razón por la cual Stanley Payne –catedrático emérito norteamericano y principal hispanista mundial– comentaba que, desde la llegada del Frente Popular en febrero del 36, la República democrática era poco más que un recuerdo. Por la misma razón, Ignacio Camuñas, ex ministro de UCD, afirmaba recientemente que la derecha no sabe explicar el horror que fue la República. Pero sí lo supo explicar nuestro gran rector de la Universidad de Salamanca, escritor y republicano, Miguel de Unamuno cuando clamaba –con palabras muy suyas– contra las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, que exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Era tal el caos incendiario y sanguinario que creó el Frente Popular que más de media España se unió al Levantamiento, incluyendo intelectuales republicanos como Ortega y Gasset, Salvador de Madariaga, el ya citado Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Pío Baroja, Clara Campoamor, el ex presidente de la República Niceto Alcalá Zamora y un largo etc. El burdo intento –por tanto– de reescribir, en 2022, la versión caprichosa de lo que algunos hubieran querido que fuera –pero que no fue– no puede admitirse, desde la racionalidad y desde la vivencia en el sufrimiento de mi propia familia (chekas y amenazas incluidas).
Sin duda, se puede reflexionar más, mucho más, sobre el tema que titula este artículo. Pero queda claro que la guerra defensiva frente a una agresión es una inequívoca definición de guerra justa, que entra con fuerza dentro del sentido común del ciudadano racional libre de prejuicios y sectarismos. Todo ello pese a que en nuestra España actual sigue haciendo estragos el ridículo “buenismo”, que confunde deseos con realidades, y que nuestra Academia de la Lengua califica así: esquema de pensamiento y actuación social y política que, de forma bienintencionada pero ingenua y basada en un mero sentimentalismo carente de autocrítica hacia los resultados reales, demuestra conductas basadas en la creencia de que gran parte de los problemas pueden resolverse a través del diálogo, la solidaridad y la tolerancia. Actitudes, sin duda, muy encomiables pero inútiles frente al totalitarismo y el odio que rezuman las tiranías de siempre: comunistas, nazis y yihadistas.
Septiembre de 2022
José María Fuente Sánchez
Coronel (R) de Caballería DEM, economista y estadístico
Asociación Española de Militares Escritores (AEME)