... si gozamos de algún derecho a intervenir militarmente en las tierras de otras naciones cuando aparentemente (sólo aparentemente) su existencia es ajena a la nuestra, si hay algún valor supremo que justifique dicha intervención, y qué obligaciones tenemos respecto a los oprimidos y a los opresores que moran entre las fronteras de países distintos al nuestro.
Todas estas preguntas nos dan pie a recordar el esfuerzo intelectual por el que el español Francisco de Vitoria (1483-1546) pasó a la posteridad, quien hoy es recordado como el padre del Derecho Internacional. Como homenaje, la ONU bautizó con su nombre la Sala del Consejo del Palacio de la Naciones de Ginebra, su sede en Europa.
Nacido en Burgos y formado en París, sus años de excelencia transcurrieron en la ciudad de Salamanca, en cuya universidad ocupó la cátedra de Teología. Lo elevado de su pensamiento se evidenció en la conocida como Asamblea de Valladolid, en cuyas sesiones se debatió sobre las acciones a seguir frente a la doctrina erasmista, sirviendo de eje argumental para la estupenda novela El Hereje del Miguel Delibes, y como objeto de estudio de la tesis de Estado más influyente sobre el Humanismo cristiano en el siglo XVI, la de Marcel Bataillon.
No obstante, de la obra de este dominico, es lo referente al Ius Gentium o Derecho de gentes, escrita con el fin de proteger a los indios americanos de los españoles y a los españoles de sí mismos (no siempre nos hacemos eco de la condenación del alma con nuestras acciones), lo que hoy nos conviene recordar. Leamos los siguientes extractos (Juan Goti Ordeñana, “Principios y derechos humanos en Francisco de Vitoria”, Derecho y Opinión, Nº 7 (1999), pág. 398.):
“El derecho a predicar el evangelio por los cristianos, no trae consigo obligación de aceptarla por los indios, puesto que la fe ha de ser libre”.
“En virtud de la potestad civil no se puede obligar a aceptar la fe, aun a los propios súbditos. De la misma manera que los que no son súbditos tampoco pueden ser obligados por la potestad espiritual”.
“Los bárbaros descubiertos no deben ser bautizados, antes de que sean suficientemente instruidos, no sólo en la fe sino también en las costumbres cristianas, al menos lo que es necesario para la salvación, y antes de que conste que han entendido qué es lo que van a recibir, y quieran recibir el bautismo y perseverar en la fe cristiana”.
“Los motivos de religión no son nunca causa de guerra justa”.
Me imagino la sorpresa de un lector alfabetizado por la LOGSE, algún plan posterior o mediatizado por el mensaje que muchos medios de comunicación afines al autodenominado progresismo difunden, al no poder percibir en estas palabras el menor atisbo del fanatismo religioso, que se supone a los religiosos españoles de tiempos del imperio. En honor a la verdad, no todos alcanzaban este nivel, pero tampoco todos tuvieron el privilegio de influir, como éste, en las leyes que se aprobaron destinadas al Nuevo Mundo. Por otro lado, la comprensión del fraile parece distar en grado sumo, de la tiranía impuesta actualmente en pro de la defensa del valor supremo que sustituyó al cristianismo: la Democracia. ¿Serán los demócratas en un futuro vistos por sus prácticas como algunos quieren ver a los cristianos españoles del siglo XVI?
Me imagino, igualmente, la sorpresa de todos aquellos detractores de la Declaración Universal de Derechos Humanos en vigor. Y con esto me refiero a los intelectuales que estiman que ésta no esté lo suficientemente bien redactada, o que parte de sus valores sigan siendo una imposición de la civilización Occidental a los pueblos que no forman parte de ella.
Y, por último, manifiesto mi profundo pesar a que el autodenominado progresismo español deje de lado esta herencia, buscando su inspiración en doctrinas extranjeras como el marxismo decimonónico, cuya puesta en práctica ha mostrado no ser mejor ni más justo, ni aún con el prójimo o familiar más cercano.
Pero aún hay más. Son muchos los que se han preguntado si estamos ante el fin de Occidente, y algo parecido han debido pensar en Europa algunos de sus dirigentes, al proponer en reciente fecha de nuevo la creación de un ejército europeo, lo que ya viene a significar que la alianza que supuso la OTAN está en crisis. Es gracioso suponer el grado de perplejidad de los socios europeos ante la situación de que haya sido una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde de la política española quien lo defendía, un día participando en Barcelona en manifestaciones proeuropeas y, poco tiempo después, tomando parte como ministro de un ejecutivo que para su sustento ha pactado con los independistas más recalcitrantes. Y, además, en nombre del gobierno que más ha apostado por la atomización del poder en el continente.
Sin embargo, no me parece mal su propuesta, y he de añadir que tiene un honroso precedente también en España, pues el primer contingente europeo que se levantó frente a una amenaza externa, en este caso el Islam, guarda estrecha relación con nuestra historia. En el siglo XI, hace ya casi mil años, el Papa Alejandro II expidió por primera vez las bulas de cruzada. Pretendía formalizar así la conocida como Miles Christi o milicia de Cristo, para canalizar los esfuerzos de los europeos hacia la reconquista del territorio perdido en Europa y Asia y, por supuesto, detener cualquier otro conato de expansión del enemigo. Este pontífice era italiano, pero el primer proyecto en que dichas cartas de indulgencia se expidieron fue la conquista de Barbastro (1064). Y visto la popularidad que ha alcanzado el tema de las cruzadas gracias al cine y la literatura, resulta una lástima que este episodio se desconozca, así como que la guerra de Granada obtuvo igual consideración.
Con todo, quizá los europeos aún no estén en condiciones de confiar su supervivencia a una fuerza de choque conjunta, pero el experimento bien valdría la pena. Y propondría aún más, que ese invento de Zapatero llamado UME, como me indicaba un buen amigo, fuese el punto de partida que venciese toda resistencia. Luego vendría la cuestión de ver quién le pone el cascabel al gato y propone, que también se implante a nivel europeo un servicio militar obligatorio para todos y todas, pues la verdadera bondad de esta iniciativa no trata únicamente de ver cómo nos defenderemos, sino de reeducar a esas legiones de jóvenes adoctrinados en planes de estudios parciales y regionalistas. Con semejantes objetivos al del programa Erasmus, tratar de contarles y que aprendan aquello que se les ha ocultado, para que vean que por muchas diferencias que existan entre los europeos, al menos sí compartimos un sustrato común y deberíamos tener un mismo horizonte. Y, cómo no, porque no tenemos garantías de que aquéllos que nos invadan vayan a ser tan condescendientes y amables con nosotros, de lo que recetaba el bueno del padre Vitoria para los habitantes del Nuevo Mundo.
Hugo Vázquez Bravo