... Me refiero a las excelentes obras de Sean McMeekin (Stalin´s War, Basic Books, New York, 2021, 831 páginas), y de Tom Gallagher (Salazar. The Dictator Who Refused to Die, Hurst & Company, London, 2020, 350 páginas).
La obra acerca de Stalin, monográfica sobre el período de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, se adelanta al tercer volumen, sobre el mismo periodo, de la monumental y enciclopédica biografía del dictador soviético de Stephen Kotkin (los dos primeros volúmenes, abarcando los periodos 1878-1928 y 1929-1941, respectivamente, fueron publicados en 2014 y 2017).
Mis reflexiones hoy en este artículo se limitarán al libro que el profesor de política Tom Gallagher dedica al dictador portugués António de Oliveira Salazar (1889-1970), sucesivamente ministro de finanzas (1928-1932), primer ministro (1932-1968), y brevemente presidente interino (1951), a quien propongo llamar “El Maquiavelo de Coímbra”. ¿O debería, más bien, decir “El Anti-Maquiavelo…”? Asumamos que en el aparente anti-maquiavelismo (por ejemplo, de los teóricos políticos católicos jesuitas o, en distinto sentido, de un Stalin y de todo el marxismo anti-burgués) hay una gran dosis de auténtico maquiavelismo, entendido éste como una psicología y una técnica peculiares y oportunistas - en el Portugal de Salazar se diría “situacionistas”- de la política y del poder. Una fenomenología más elemental que el criterio moral sobre los medios y los fines, próxima a la capacidad de distinguir entre el amigo y el enemigo, que proponía Carl Schmitt en su famoso ensayo El concepto de lo político de 1927, coincidente con los inicios del “salazarismo”.
Como pensaría Maquiavelo (o Gramsci, quien antes de comunista había sido brevemente seguidor de Mussolini), era el momento para un “Príncipe Moderno” y un “Estado Nuevo”. Similar a la Italia del florentino, el Portugal del joven Salazar, si bien unificado pero con un Estado débil, era un país políticamente sumido en el caos desde los comienzos del siglo XX, con el asesinato en 1908 del rey Carlos I y del príncipe heredero Luis Felipe, seguido del exilio del rey Manuel II en 1910 tras el establecimiento de la Primera República, en la que se sucedían los gobiernos sin que la “partitocracia” (neologismo ya empleado por Salazar en algunos escritos) pudiera estabilizarla. Y con una permanente amenaza pretoriana, incapaz a su vez de garantizar la paz social y la seguridad de los propios dictadores militares (asesinato del general Sidónio Pais en 1918; derrocamientos sucesivos del almirante José Mendes Cabeçadas y del general Manuel Gomes da Costa), hasta el golpe de Estado final el 28 de Mayo de 1926, y la larga presidencia del general Óscar Carmona (1926-1951).
Efectivamente fue entonces el momento de construir un Estado Novo, Estado fuerte y autoritario, con la Constitución de 1933 basada en la vaga ideología del “corporativismo” y los apoyos incondicionales del Ejército y de la Iglesia (que nos recuerdan al “organicismo” y similares apoyos del Estado franquista).
Un gran mérito, a mi juicio, de la obra de Gallagher es trasmitirnos una imagen personal y política poco conocida de Salazar, aparte de la convencional de dictador civil, prudente y paternalista.
Por ejemplo, la confianza que permanentemente le otorgó el presidente-general Carmona no se tradujo en tolerancia de los diversos intentos pretorianos, y su vieja amistad con el cardenal Gonçalves Cerejeira no consintió en quebrar la estricta separación republicana de Iglesia y Estado en favor de un régimen confesional o, como el franquismo, “nacional-catolicista”.
Salazar gozó de la estima de autoridades y políticos católicos, empezando por el pontífice Pío XII, los cancilleres Engelbert Dollfuss y Konrad Adenauer, de pensadores heterodoxos o protestantes como Charles Maurras, Arnold Toynbee y George Kennan (puedo imaginarme que también de un Carl Schmitt), de los generales Franco, Pétain, Montgomery, Eisenhower y De Gaulle. Pero también de intelectuales modernistas como F. Pessoa, L. Pirandello, S. Zweig, y T.S. Eliot.
Gallagher llega a preguntarse si el elegante Salazar no era, además de político, un esteta amante de los libros, las flores y la música de J. S. Bach. Aunque soltero, en absoluto un misógino, ya que discretamente disfrutaba con las compañías femeninas (Christine Garnier, María Laura Bebiano, Virginia de Campos…). Tolerante con personajes como António Ferro, durante muchos años su jefe de propaganda y confidente, notorio bisexual como su esposa Fernanda de Castro, admirador del arte futurista y del jazz, autor de la primera biografía hagiográfica del dictador con cierto impacto internacional (Salazar, Portugal and Its Leader, Faber & Faber, London, 1939).
La universidad de Coímbra fue el “alma mater” de Salazar desde 1910 (el año de la Primera República), donde estudió derecho y economía, cosechando toda clase de premios por su dedicación y capacidad intelectuales, obteniendo en ella muy joven la cátedra de Economía Política. Coímbra era entonces la universidad de las élites conservadoras tradicionales y asimismo de los prohombres republicanos, pero con Salazar se convertiría en la universidad del régimen salazarista (en 1950 concedería el doctorado Honoris Causa en derecho al dictador Francisco Franco, con quien Salazar se comunicaba en la lengua gallega).
En Coímbra Salazar estudió también la sociología de las masas de Gustave Le Bon, el pensamiento nacionalista integral de la Acción Francesa de Charles Maurras, y la doctrina social de las encíclicas papales de León XIII y Pío XI. Aunque militó brevemente en el partido Centro Católico, tras llegar al poder en 1928 presionó para integrar todos los partidos derechistas (incluidos los centristas católicos, los monárquicos, los integristas de António Sardinha e incluso los nacional-sindicalistas de Francisco Rolâo Preto) en el partido único Unión Nacional.
Pero el pensamiento conservador autoritario de Salazar no se identificaba con los modelos totalitarios, enemigos de la religión, del Fascismo italiano y mucho menos con el brutal del Nazismo. En concreto, en el Estado Novo se alentaba la despolitización de las masas y estaban absolutamente ausentes el anti-semitismo y el estatismo paganizante anti-cristiano. El Portugal de Salazar fue siempre fiel a la tradicional alianza anglo-portuguesa, al atlantismo (sería uno de los doce países fundadores de la NATO), a un iberismo moderado (según el Pacto Ibérico, respetuoso con la soberanía y autonomía de los dos Estados peninsulares), y a una defensa del imperio colonial.
Enemigo total del comunismo y la subversión, Salazar se manifestó también lógicamente adversario de las presiones extranjeras de algunos gobiernos progresistas para derrocarle (como los intentos “golpistas” más burdos del español Manuel Azaña, o más sutiles del estadounidense John F. Kennedy).
Aunque la crítica progresista e izquierdista descalificó al salazarismo como un “fascismo” (por ejemplo, el político portugués Mário Soares, o el español Raúl Morodo), en realidad grandes expertos imparciales en la cuestión (por ejemplo, el francés Raymond Aron, el español Juan J. Linz, o el americano Stanley G. Payne) siempre rechazaron que fuera apropiado tal calificativo.
En cierta ocasión Salazar comentó a António Ferro: “No olvidemos que Mussolini es italiano, descendiente de los condottieri medievales. Y no olvidemos tampoco sus orígenes, su socialismo casi comunista (…) El cesarismo pagano de Mussolini no reconoce ningún orden moral o legal”, y por tanto le parecía incompatible con la Civilización Cristiana (cit. por Gallagher, página 84).
Esta biografía de Tom Gallagher definitivamente supera a casi todas las anteriores de un solo volumen, en particular las más conocidas de Hugh Kay (1970), de Filipe Ribeiro de Meneses (2009), de Fernando Rosas (2013), y otras, constituyendo un correctivo necesario a la enciclopédica, todavía imprescindible por la vasta información, de Franco Nogueira (6 volúmenes, entre 1977 y 1985).