... Al contrario, el matrimonio a quien servía, la trataba siempre con afecto y cordialidad y le pedían las cosas con amabilidad, de modo que cuando les nació una niña, Josefina se convirtió en su niñera y con el tiempo en su amiga. Ahora bien, el matrimonio fue destinado fuera de Italia y Josefina y la hija quedaron al cuidado de las Hermanas Canosianas del Instituto de los Catecúmenos de Venecia.
Josefina había comentado desde niña, cuando fue secuestra y tratada tan inhumanamente, que incluso olvidó su nombre, que sentía en su corazón “al ver el sol, la luna, y las estrellas, yo me decía a mí misma: ¿Quién es entonces el amo de estas cosas tan bellas? Yo tenía un grandísimo deseo de verle, de conocerle y de rendirle mi respeto”. Pero no sabía que existía. Fue con las Hermanas Canosianas donde conoció a Dios y después de un breve catecumenado se bautizó y aquél día, “tan feliz”, lo pasó besando la pila bautismal mientras decía: “Aquí he sido hecha hija de Dios”.
Pero el que mejor transmite lo que fue Josefina, la esclava santa, es Benedicto XVI en su Encíclica Spe salvi, cuya lectura proporciona una esperanza, una seguridad que inunda el corazón de una alegría y un optimismo tan perdurables, que quizá permanezcan toda la vida. He aquí uno de sus párrafos: “El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació aproximadamente en 1869 –ni ella misma sabía la fecha exacta– en Darfur, Sudán. Cuando tenía siete años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles «dueños» de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a conocer un «dueño» totalmente diferente –que llamó «paron» en el dialecto veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un «Paron» por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el «Paron» supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre». En este momento tuvo «esperanza»; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue «redimida», ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios… Así, cuando se quiso devolverla a Sudán, Bakhita se negó; no estaba dispuesta a que la separaran de nuevo de su «Paron». El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia. El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas, y desde entonces –junto con sus labores en la sacristía y en la portería del claustro– intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos.” (Benedicto XVI, Carta Encíclica, SPE SALVI, 2007, n.3).
Durante más de 50 años, esta humilde monja, a la que empezaron a llamar la “Madre Negra” y luego “querida Madre Negra”, desempeñó siempre con amor y alegría los trabajos de cocinera, costurera, bordadora y portera. Su humildad, su sencillez y su permanente sonrisa conquistaron el corazón de todos con los que se relacionaba. Las Hermanas la estimaron y admiraron por su dulzura y alegría inalterables, por su bondad exquisita y su constante deseo de dar a conocer al Señor. Por eso repetía: “¡Rezad por los que no le conocen, considerad la gran gracia de conocer a Dios!”.
Contrajo una grave, dolorosa y larga enfermedad que la llevaría a la muerte. Cuando le preguntaban cómo se encontraba ella respondía: “Como quiere el Patrón”. Jamás se quejó, siempre sonriente, poco antes de su muerte, perdida ya su cabeza, únicamente dijo a la enfermera: “Aflojad un poco más las cadenas… me hacen daño”. A continuación, quizá viera a la Virgen, porque su cara se transformó en la expresión de la felicidad y sus últimas palabras fueron: “Madonna, Madonna (Nuestra Señora, Nuestra Señora)”. Y así falleció. Era el 8 de febrero de 1947 y un gran número de personas, ante su féretro, se despidieron de su “querida Madre Negra”.
Como al perder a los 7 años, a sus padres, hermanos, a toda su familia, que nunca más volvió a ver, unido a los malos tratos y continuo desprecio que recibía, ya que la trataban como si fuera una animal o un objeto y olvidar, entre otras cosas, su nombre, la llamaron Bakhita, que significa afortunada. Y acertaron, porque contra todo pronóstico, sobre todo en aquellos años -mujer, africana, negra y esclava-, fue feliz para siempre y nombrada Patrona de Sudán. (Los últimos párrafos están escritos de la mano de Francisco Pérez González, Dos Mil Años de Santos, Tomo I, Ediciones PALABRA, 2001, pp.184 y ss.).
Pilar Riestra