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San Agustín de Hipona. ¿El hombre más inteligente?

El triunfo de San Agustín, de Claudio Coello. Museo del Prado, Madrid.
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El triunfo de San Agustín, de Claudio Coello. Museo del Prado, Madrid.

LA CRÍTICA, 30 JULIO 2019

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(...) De entre todas las autobiografías que he leído en mi vida, la que más me ha gustado ha sido Confesiones de San Agustín, porque, entre otras cosas, me parece la más auténtica...

Como sucede a muchos amantes de la lectura, me gusta el género biográfico y autobiográfico. De entre todas las autobiografías que he leído en mi vida, la que más me ha gustado ha sido Confesiones de San Agustín, porque, entre otras cosas, me parece la más auténtica, escrita con el corazón en la mano. De ella se me han quedado grabado de manera especial estas frases: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre la hermosura de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti cosas que si no estuviesen en ti no serían. Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera… Me tocaste y me encendí en tu paz”. (Confesiones, Libro X, Capítulo XXVll, 38).

Aurelio Agustín nació en Tagaste, en Argelia, el 13 de noviembre del año 354. Su padre se llamaba Patricio y era pagano pero, al parecer, las oraciones de su mujer, la futura santa Mónica, le convirtieron y se bautizó antes de morir.

Agustín desde sus primeros años fue un estudiante preclaro y a los 17 se relacionó con una mujer de la que tuvo un hijo el año siguiente y al que, curiosamente, llamó Adeodato (“Dado por Dios”).

Se convirtió al maniqueísmo y durante diez años fue un maniqueo puritano, pero, decepcionado, marchó a Roma el año 383 donde se pasó a un escepticismo académico, lo que no le impidió, ganar en un solo año, el año 384, la cátedra de Retórica de Milán.

Allí, en Milán, acudió por curiosidad a escuchar los sermones de San Ambrosio que le hicieron cambiar, radicalmente, su visión del cristianismo. A ello se unió la oración y mortificación continuas de su madre, Santa Mónica, hasta provocar un hecho sorprendente que le llevó a leer, por azar, dos versículos de una de las Cartas de San Pablo (Rom.13, 13-14). Así lo cuenta el propio Agustín, cuando se encontraba en el jardín de su amigo Alipio: “… Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).

De repente, cambió mi semblante, me puse con toda la atención a pensar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; de modo que reprimí que se me saltasen las lágrimas y me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el libro y leyese el primer capítulo que apareciese.

Porque había oído decir de Antonio que, inspirado por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había convertido, en el acto, a Ti, con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el libro del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y borracheras, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.” (Confesiones, Libro Vlll, Capítulo 12, nº 29).

Agustín no sólo se convirtió sino que se hizo monje, con el propósito de que esa decisión le ayudase a llevar una vida de la máxima perfección posible. Ello le impulsó a escribir, sobre la vida consagrada, lo que se conoce como Regla de San Agustín, que han adoptado más de 400 órdenes religiosas. Si bien, quizás, su libro más importante es La Ciudad de Dios, que se encuentra entre las obras más significativas de la literatura universal y que sintetiza su pensamiento político, filosófico y teológico.

Tres años más tarde, residiendo ya en Hipona, la actual Bona, fue ordenado sacerdote, con objeto de ayudar al anciano y enfermo obispo Valerio, que le consagró obispo. Ya como Obispo, dedicó su vida, entre otras muchas cosas, a luchar contra las distintas herejías de su tiempo como los maniqueos, cuya doctrina tan bien conocía, los pelagianos (quizás, en sus escritos polemizando con Pelagio, se ganó el título de “Doctor de la Gracia”), los arrianos, los donatistas,…

Gobernó de manera ejemplar su diócesis durante 34 años y falleció, con su ciudad sitiada por los vándalos de Genserico, el 28 de agosto del año 430, día en que se celebra su fiesta. La muerte le sorprendió escribiendo y en el uso pleno de sus facultades intelectuales, habiendo realizado su ideal de unir, con perfección, la cultura grecorromana y la judeocristiana.

De hecho, su biógrafo Lope Cilleruelo, considera a Agustín, entre otras cosas: “…. el primer filósofo que adaptó una teología racional a los tres problemas radicales de la existencia: la verdad, el ser y el bien; y casi y el primer teólogo que confió en una filosofía crítica, frente a los dogmatismos y fideísmos ilusorios, considerando el entendimiento como revelación natural.” (Lope Cilleruelo, SAN AGUSTÍN, Ediciones Rialp, 1971, p. 403).

Coincido, plenamente, con Carlos Pujol en lo que escribe de este santo: “Es el más próximo de todos los santos, el más humano, si esta expresión quiere decir alguna cosa, alguien que vibró intensamente con todas las pasiones, inquietudes, curiosidades y anhelos de los hombres, y también para remate de esta personalidad única, tal vez la mayor inteligencia del santoral, así como su pluma más sensible y expresiva. Sólo hay un Agustín en toda la historia del mundo.” (Carlos Pujol, LA CASA DE LOS SANTOS, Ediciones RIALP, 1989, P.291).

Finalizo con una referencia al título de este artículo. Durante una agradable sobremesa, Edmundo, ingeniero, hombre verdaderamente inteligente y aunque ya está jubilado mantiene sus inquietudes, al punto de que se acuesta a altas horas de la noche estudiando el mundo cuántico, y otro tertuliano, Paco, al que considero persona culta, en uno de los momentos del diálogo que mantenían, surgió la pregunta sobre cuál había sido una de las inteligencias más preclaras de la historia de la Humanidad, uno de los hombres más inteligentes del mundo. Coincidieron los dos: San Agustín. De aquí el título.

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