(...) Educado fui en la creencia del Dios cristiano, uno y trino. Fui católico, apostólico y romano. Y no sólo de prédica, sino de práctica. Profesé tal credo de manera vívida y vivida...
En qué se puede creer. Toma pregunta. Y así lanzada, al aire, como el que no quiere la cosa, por los irreductibles de El Ciervo. Ya hay que tener fe, y bien anclada, para tal botadura en este mar pleno de vacíos que viene a ser el mundo a que, cada día, se enfrenta, en el que regatea, el ser humano de vario sexo, estado y condición.
La pregunta en sí, ha de reconocerse, es de un candor admirable. Es tan indirecta, tan dirigida a la generalidad del humano género, tan abierta, que ni signos de interrogación la acotan. Pero la humanidad es muda, somos hombres y mujeres los gozosos poseedores de la palabra, del verbo. He aquí, pues, su doblez, su picardía. Porque, entonces, qué me atrae de ella. Qué me la individualiza. Qué me la personifica. Qué la dirige a mí en exclusiva. ¡La tilde! Sí. Ese acento es el que hace que la pregunta se dirija, en exclusiva, a cada uno de los que en ella reparen. Es ella quien al ser leída hace, en realidad, oír: ¿Y tú en qué crees? Y claro, aquí, uno, experto en contradicciones, no puede menos que al trapo entrarle y, tal que al mundo, al cotidiano vivir, enfrentarla y regatearla, aunque sólo sea por mera cuestión de gratitud a la inteligencia y la intimidad que, en forma y fondo, muestra la cuestión. Y en mil palabras, ¡oh desafío!, ¡ay esperanza! Que a ello voy consumido ya un cuarto de ellas.
Educado fui en la creencia del Dios cristiano, uno y trino. Fui católico, apostólico y romano. Y no sólo de prédica, sino de práctica. Profesé tal credo de manera vívida y vivida.
De la gobernadora de esta fe, la iglesia, no me alejaron condenables palabras, obras u omisiones ajenas –también creía en el perdón de los pecados–, sino lo que tuve por desamparo inesperado, y hoy tengo por soberbia actitud, de un ministro de Dios hacia mis inquietudes. Aún recuerdo cómo, a las cuestiones planteadas –ya se sabe, el raciocinio siempre dando la lata– desde la mejor de las fes, la más divinamente humana, la que duda, por toda contestación recibí un «pero ¿y tú quién te crees que eres para pensar?» Bien debería recordar Dios que no defendí mi ser, ni tan siquiera mi natural derecho a pensar, sino tan sólo la veracidad y sinceridad de mis pensamientos. No mutó la respuesta, sí su tono. Fue in crescendo hasta convertir mis sinceras incertidumbres en mala conciencia y, por ella, en lo que hoy tengo por un falso, por forzado, acto de contrición y un vano, por impracticable, propósito de la enmienda; pues, por más que intentaba negarme la facultad de pensar, por extraña gracia, más crecían mis dudas y mi desconfianza hacia el eclesiástico y docto magisterio que perseveraba en su ¿y tú quién te crees que eres para pensar?
Seguí creyendo en Dios, no obstante, y también seguí pensando. Con la mejor voluntad seguí preguntándome, le pregunté a Él, en su omnisciencia y en mi esperanza. Seguí sin comprender, a pesar de mi buena fe, sus argumentos. Seguí sin respuestas. La realidad era la que era y es. Dónde entonces su omnipotencia, dónde su omnipresencia, dónde su bondad infinita, dónde su justicia. Dejé de creerle a Él. Dejé de creer en él. Abandoné los amenes rendidos a la divinidad.
Continué buscando certidumbres en colectivos de parecida teórica, más confiada, en varia versión, al propio quehacer: nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor. Con semejantes virtudes soplé la común y potente fragua que al hombre nuevo ha de forjar. ¿Qué encontré? La exigencia de similares amenes a dioses menores multiplicados: Estado, Partido, Líder, Mañana... y, ¡nuevamente!, el peligro del propio raciocinio, del libre pensar, del librepensamiento. Nueva exigencia de una fe ciega, irracional, negación del Hombre, a cambio de lo por venir.
Así, con experiencia y conciencia de que mi infierno eran los otros —incluyendo en esos otros mis propias otredades— y que tal parecía que un hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo, decidí hacerme cargo de mi propia construcción como tal, pues, ya que me sentía condenado a ser libre, no consideraba justo continuar transfiriéndole a nadie, divino o humano, la íntima responsabilidad de procurar que la Tierra sea el paraíso patria de la humanidad.
Ésta es, en esencia, mi existencia al rayar tres cuartas partes de mi esperanza de vida y ―se puede comprobar― ya haberlas consumido de las palabras disponibles.
Qué responder entonces al leído En qué se puede creer, qué al oído ¿en qué creo yo? Pues que, aun dudando si soy ateo, agnóstico o creyente en un Gran Hacedor del Universo ―y no sintiendo esta incertidumbre como pasión― no encuentro más íntima respuesta que ―a pesar de los pesares, propios y ajenos— proclamar que creo en el hombre, liberado, elevado a persona humana. En la persona volcada hacía sí misma como íntima exigencia de hacerse reflejo de su ideal de Persona, de propiciar, aun mínimamente, que lo que ensueña, idealiza, llegue a ser la Humanidad. En la que, frente a esa Idea, evalúa conscientemente el grado de compromiso de sus acciones y omisiones, se aprueba, se reprueba, se perdona, rectifica y continúa su permanente construcción. En la que intenta incidir en el bien estar y ser del semejante, en la que no cierra sus ojos al ajeno padecer, en la que no sólo denuncia la injusticia sino que a quien la sufre queda adherido, solidario. En ese hombre creo, en esa persona que Maurice Zundel decía el mayor descubrimiento del siglo. Creo, siguiendo con Zundel, en el hombre que siente el deber, que es necesario considerar como un privilegio, de realizar en cada uno esta humanidad que está en lo más íntimo de nosotros mismos. Esta es mi creencia, ésta, con H. Arnold, mi Cultura: la pasión por la bondad y la inteligencia y, lo que es más, la pasión por hacerlas prevalecer.
Dicho queda en mil palabras.
Juanmaría G. Campal
Artículo finalista en la 35 Edición del Premio Enrique Ferrán,
2010, convocado por la revista “El Ciervo”, bajo el lema
“En qué se puede creer”.