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Después de la firma del Tratado de Fontainebleau, que convertía a españoles y franceses en aliados contra Portugal e Inglaterra, las tropas galas entraron en España declarando que su intención era ir en contra de nuestro otro país vecino, aunque su verdadero propósito fuese bien distinto. La treta no pasó desapercibida e incluso el pueblo llano captó la idea de que aquella maniobra era una ocupación en toda regla. Así pues, el primer motín, conocido como de Aranjuez (17 de marzo de 1808) y que se orquestó contra el impasible Godoy, obligó al general Murat a ocupar Madrid el día 23 de marzo. La cortina de humo ya no era tal, los madrileños tomaron plena conciencia de la situación, así como de la nada honorable estrategia del ejército de Napoleón. Nuestra piel de toro no se vendería tan barata.
Los excesos de los franceses habían encrespado los ánimos del pueblo madrileño. Mientras, el ejército español permanecía acuartelado por orden de Francisco Javier de Negrete, capitán general, y de Fernando de la Vera Pantoja, gobernador de la plaza de Madrid, preocupados por que pudiese prender cualquier algarada entre militares de las dos nacionalidades en discordia. Las autoridades seguían siendo fieles a la monarquía, aunque las decisiones de Carlos IV y de su hijo Fernando VII supusiesen una evidente concatenación de errores.
Al amanecer del día 2 de mayo, los madrileños comenzaron a reunirse en torno al Palacio Real. Se había difundido el rumor de que los franceses se iban a llevar consigo al infante Francisco de Paula, lo que supondría que no quedaría en España miembro alguno de la familia real. La represión violenta que sufrieron los que allí se convocaron hizo que el conflicto se extendiese por el resto de la ciudad.
Ante la pasividad de sus compañeros, el capitán Pedro Velarde y Santillán, al mando de una compañía en la que sólo militaban 33 hombres, enardecido por la insurrección popular, se dirigió al parque de artillería de Monteleón y logró arrebatárselo a la guarnición francesa. Velarde logró convencer a su compañero, el también capitán de artillería Luis Daoiz y Torres, de que la sublevación tenía sentido y que debían desobedecer las órdenes recibidas. No se equivocaban al pensar que España estaba en peligro. Juntos abrieron las puertas del acuartelamiento a los civiles, los armaron y, tras sacar cuatro piezas de artillería a la misma entrada del recinto, se resolvieron a resistir hasta el último aliento.
Los combates duraron horas. Juntos rechazaron los sucesivos asaltos de un enemigo que era notoriamente superior en número. De hecho, fue preciso que Murat enviase al general Joseph Lagrange a reducir a aquellos insurrectos y, aun disponiendo de casi dos mil soldados, poco pudo hacer contra la recia voluntad de los españoles.
Con el fin de detener el derramamiento de sangre y tratar de evitar que el enfrentamiento llegase a mayores, se personó en Monteleón el marqués de San Simón. Éste medió para que sus compatriotas depusiesen las armas quienes, confundidos y con ya pocas municiones, aceptaron dialogar. Entonces, el general Lagrange dirigió su sable hacia el capitán Daoiz y le acusó airadamente de traidor. Éste desenvainó igualmente el suyo con el fin de contestar dicha afrenta y logró herir al francés, que rápidamente fue evacuado, mientras su guardia cosía a bayonetazos al desdichado español. Al tiempo, otro oficial polaco disparaba a Velarde, que también caía mortalmente herido, así como su compañero el teniente Jacinto Ruiz y Mendoza. El resto de los supervivientes fueron apresados.
El sacrificio que protagonizaron esos dos capitanes, que desobedecieron a sus superiores y armaron a civiles que ya habían tomado las calles, todo tras haber interpretado acertadamente que su patria estaba en peligro, obtuvo un rápido reconocimiento. En el aniversario de la efeméride de su leal entrega, en el año 1814, los restos de ambos fueron trasladados a la colegiata de San Isidro el Real. Posteriormente, en 1840, fueron reubicados en el Monumento a los Héroes del Dos de Mayo, erigido en el Paseo del Prado para ejemplo de todos.
La proeza que protagonizaron Daoiz y Velarde, que muchos españoles y españolas emularían en los años siguientes por mera necesidad, fue la mecha que prendió la revolución generalizada, que supuso el despertar de una nación que se sintió no sólo invadida, sino traicionada por sus supuestos aliados y por parte de quienes la dirigían. La misma tarde de los sucesos, en Móstoles, se emitió un bando que animaba a todos los españoles a empuñar las armas. De la resistencia fallida de Madrid se tomó buena nota y por toda la geografía se comenzaron a orquestar juntas locales y provinciales que, en nombre del rey, asumieron la organización del levantamiento.
Por otro lado, que el pueblo asumiese el compromiso de la defensa de su territorio derivó en un cambio mucho más profundo y que ha de ser tenido muy en cuenta. Daoiz y Velarde juraron, como todos los militares de su época y los que les precedieron, fidelidad a su rey y señor natural. Sin embargo, que la monarquía española tuviese parte de responsabilidad en lo sucedido, así como la llegada a España de las ideas de la Revolución Francesa, que prendieron en buena parte de la población, precipitó que la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, desde Cádiz, redactase en 1812 la primera constitución de nuestra historia, conocida como la Pepa, donde la soberanía pasó a residir en el pueblo y no en el monarca. Cierto es que dicha carta magna duró poco en vigor, que el retorno de Fernando VII, mal llamado el “Deseado”, invirtió la situación por un tiempo. Pero el propio pueblo y los militares como parte fundamental de él, mudaron para siempre la forma de entender su lealtad, el verdadero sentido de su servicio. La fidelidad al rey se mantendría, pero de manera progresiva se le iría considerando únicamente como el representante de un Estado, donde ya había prendido el constitucionalismo. La consecuencia fue que los vasallos dejaron de ser tal para convertirse en ciudadanos de pleno derecho.
Hugo Vázquez Bravo