... Sólo dos años más tarde con dos meses, el 2 de febrero de 1173, y Tomás de Londres, por boca del Papa Alejandro III, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás Cantuariense. Otro año más, julio de 1174. El enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima cae de rodillas. Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey. Indudablemente estamos en la Edad Media “enorme y delicada”. A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, “el mártir de la disciplina”, como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.” (Jorge Blajot, S. I., AÑO CRISTIANO, Tomo IV, Ed. B. A. C ., 1959, p . 740). Agradezco al P. Jorge Blajot -para mí el mejor o entre los mejores biógrafos de Santo Tomás Becket, junto con J. C. B. Sheppard (no he leído enteros los siete volúmenes) y J. Morris-, la reproducción del anterior párrafo.
La importancia de este santo –que había sido antes, canciller, el segundo cargo en importancia después del rey- y la repercusión de su asesinato es tal, que se mantiene en nuestros días. Así, a modo de ejemplo, la famosa obra de T.S. Eliot, Asesinato en la Catedral, compuesta sobre el testimonio escrito de Edward Grim, uno de los monjes que fue testigo del asesinato, y Becket, la internacionalmente galardonada película británica de 1964, dirigida por Peter Glenville y protagonizada por Richard Burton y Peter O´Toole, adaptación de la obra teatral Becket o el Honor de Dios del dramaturgo francés Jean Anouilh, prolífico autor, Gran Premio de Teatro de la Academia Francesa , fallecido a finales de 1987.
Tomás nació en Londres, en 1118, pertenecía al pueblo que, apenas hacía 50 años, había conquistado Inglaterra: los normandos, o vikingos de origen danés, que habían ocupado Normandía, en el siglo IX. Estudió en París, pero avatares desafortunados de la familia, le hicieron trabajar de contable hasta que otro normando, el arzobispo de Canterbury, lo tomó a su servicio y demostró tal habilidad negociadora -que compatibilizó con los estudios de Derecho-, que se extendió su fama, al punto que Enrique II lo elevó al cargo de canciller de su reino en 1154.
Enrique II había sucedido en el trono a Esteban de Blois y por su matrimonio con Leonor de Aquitania su reino abarcaba desde Escocia a los Pirineos. La importancia del futuro Santo Tomás Becket, como canciller de aquel inmenso reino, apenas tenía parangón en Europa, sobre todo, porque durante siete largos años ocupó ese cargo gozando de la confianza completa del rey, no sólo por el éxito en las negociaciones que le encargó Enrique, sino también por su ejemplar comportamiento en la guerra contra Luis VII de Francia.
Ahora bien, el rey tenía intereses que menoscababan seriamente los derechos y libertades de la Iglesia. De manera, que Enrique encontró lo que le pareció la solución perfecta: nombrar a su hábil y eficaz amigo el canciller de su reino, Tomás Becket, arzobispo, y para ello, Tomás fue ordenado sacerdote y consagrado obispo en 1162, y así con su nombramiento, según el rey, conseguía unir ambos poderes y garantizar el éxito de sus pretensiones.
Pero antes, Enrique, tuvo que vencer la oposición cerrada, radical, de Tomás. Bajo ningún concepto quería este nombramiento, al punto que tuvieron que intervenir distintas personalidades para que lo admitiera, si bien, por un cierto don profético, se le atribuye esta frase dirigida a su rey: “Inmediatamente después de que me nombrarais, perdería yo el favor de Vuestra Majestad, así como el aprecio y confianza con que me honráis, que se cambiaría en odio, porque yo no cedería a vuestras pretensiones contra los derechos y la libertad de la Iglesia. Os predigo que vuestra amistad se trocará en el odio más violento.”
Así ocurrió. Abandonado de los obispos y del Papa, que mal informado, le aconsejó que cediera ante el rey y se sometiera públicamente, Tomás no lo hizo y comenzó a sufrir todo tipo de vejaciones. Pero el Papa, ya mejor informado, le dio la razón y como el odio del rey le iba a condenar a prisión o a la muerte, disfrazado, huyó y permaneció seis años fuera de su país.
Tomás, comprendió que debía seguir defendiendo los derechos y la libertad de la Iglesia y volvió a Inglaterra aun previendo su muerte. Esta ocurrió cuando al regresar, estando en la Iglesia, le advirtieron que venían cuatro caballeros para asesinarle. Los monjes decidieron atrancar la puerta, pero Tomás sabiendo que si no era ese día sería otro, les pidió que dejaran entrar a sus asesinos y que no le defendieran. Herido en varias partes del cuerpo cayó centre el altar de la Virgen y el de San Benito en actitud de oración y los monjes, testigos presenciales, le oyeron decir antes de morir: “Muero por el nombre de Jesús y por la defensa de la libertad de la Iglesia”. Corría el año 1170.
Una de las enseñanzas de Santo Tomás Becket, es la de que se puede y se debe morir por defender la libertad.
Pilar Riestra