... Irán es, de hecho, un gran país - 1650 km2, tres veces superior en tamaño a España y 82 millones de habitantes - alberga las segundas reservas probadas de gas y las cuartas de petróleo; su PIB es el 20º mundial (83º en PIB per cápita). Es uno de los cinco pivotes geopolíticos de Eurasia; ocupa un espacio atravesado por distintas líneas de fractura (religiosas, étnicas, lingüísticas, culturales). En el pasado, ha sido frontera de los imperios indio, turco, ruso y chino. Es lugar de paso hacia Oriente Próximo, el Caspio, el Cáucaso y Asia Central; de hecho, actualmente cuenta con 17 fronteras terrestres y marítimas. Es el Estado mejor situado para dominar Oriente Medio y, junto con Rusia, para monopolizar las rutas entre el Gran Oriente y el Gran Occidente.
El problema de Irán es que es, aún hoy, prisionero de la retórica de una Revolución de hace 40 años y que trata de retener a una sociedad que ha cambiado y que mayoritariamente quiere mutar sus estructuras. A ello se suma una política exterior que busca alterar el status quo regional de modo acorde a su sensible incremento de poder, a lo que se añaden la enemistad suní-chiita, sus intentos históricos por exportar la Revolución y una retórica desafiante. El chiismo es la principal minoría de Oriente Medio.
La salida de Estados Unidos del llamado Plan de Acción Conjunto y Completo, en 2018 y la imposición de nuevas sanciones ha debilitado la economía con una reducción del PIB (de en torno a cuatro puntos en 2019) y una inflación galopante (algunos analista sostienen superior al 50% ese año). La crisis del coronavirus ahondará en estos aspectos, como también lo hará la actual caída de los precios del petróleo, cuando el malestar social ya es muy evidente. El asesinato del general Soleimaní puede leerse como un serio aviso norteamericano contra una política regional desafiante y que le implica literalmente en todos los conflictos de la zona. Una política internacional como la que acredita Irán requiere de unos recursos con los que probablemente no cuenta para que sea sostenida.
Los chiíes suponen entre 120 y 250 millones de musulmanes. Por su distribución geográfica es mayoritario en Azerbaiyán (75%), Bahréin (61,4%), Irán (93,5%) e Irak (62,5%); se sitúa en porcentajes considerables en el Líbano (41%) y Yemen (47%); y se encuentra en clara minoría en Kuwait (30%), Paquistán (20%) - este Estado fue fundado por el líder chiita Alí Jinnah - Siria (15,3%), Turquía (20%), Emiratos Árabes Unidos (16%) y Arabia Saudí. La conformación es la de una media luna, arco o creciente cuya base descansa sobre Irán, al que frecuentemente se acusa de manipularla como sí fuera un todo coherente. Esta teoría pan chií fue lanzada en 2004 por Abdalá II de Jordania.
Pero cada país tiene sus propios intereses. De hecho, Irán es un aliado incómodo hasta para sus socios actuales. En los libros escolares sirios - un régimen panarabista laico- se enseña que el mundo árabe padeció a dominación cultural del imperio persa e, incluso que algunas provincias árabes, como el Juzestán iraní, están realmente bajo ocupación persa. En Irak, que tanto debe de la derrota del DAESH a las milicias chiíes patrocinadas por Teherán, se han registrado manifestaciones anti iraníes como también en Líbano. Esto quiere significar que los pueblos referidos, dotados de una cultura específica tampoco están por la sumisión a Irán, y que su eventual control de Oriente Medio, o mejor dicho, del mundo chií de Oriente Medio, no es tan sencillo o natural.
Las derrotas de los talibanes al Este y de Irak liberaron a Irán, gracias paradójicamente a la actuación de los Estados Unidos, de dos tradicionales enemigos. Irak ha realizado así el recorrido recíproco al de Siria: país sunita controlado por minoría alauí, a la inversa que Irak país chií controlado hasta su ocupación por una minoría sunita. El apoyo iraní ha sido clave para la derrota del DAESH y ambos Estados colaboran para afrontar el problema kurdo.
Como prolongación de los añejos odios entre sunitas y chiitas, Arabia Saudí e Irán han mantenido una disputa de modo indirecto pero que ha ido creciendo en violencia e intensidad, se ha desplazado a otros terrenos y se ha materializado en otros territorios (proxy wars).
Así Arabia Saudí (e Israel también) ha respaldado a los kurdos de Irán e Irak que son sunitas. Igualmente, se ha enfrentado en el Líbano a Hezbolá, el grupo chií apoyado por Irán. Es más, en 2017, acompañada de algunos países del golfo, entre otros, declaró que considerará al Líbano país hostil en tanto que Hezbolá forme parte de su gobierno.
Irán, por su parte, tras la revolución, denunció por ilegítimos a los regímenes monárquicos de los países del entorno, tratando de exportar su modelo de “República islámica” y apoyó distintos movimientos y complots con tal propósito en los países de su entorno. En 2017 los saudíes acusaron a Irán de haber suministrado armas, y especialmente misiles, a los rebeldes hutíes en Yemen que estos lanzarían luego contra Riad. Una no victoria de la coalición suní en Yemen pondría en riesgo geopolítico el liderazgo saudí en el área.
Irán se ha abierto un pasillo, a través de su influencia en Siria y el Líbano, que le ha llevado hasta el Mediterráneo pero que también le ha puesto en contacto directo con Israel, haciendo viables sus amenazas aunque sólo sea a través del armamento de sus enemigos pero también de sus tropas desplegadas en Siria o a través de grupos como Hamas, Yihad Islámica o Hizbollán a los que apoya, mientras su propio territorio queda a resguardo. Como resultado de estas tensiones los saudíes reevalúan pragmáticamente su relación con Israel, toda vez la convergencia de intereses vitales y el paraguas de aliados comunes como Estados Unidos.
Según el SIPRI, en 2017 realizó el tercer gasto más alto en Defensa, 70 mil millones de dólares, equivalente aproximadamente al 10% de su PIB. Irán gastó 14,5 mil millones de dólares e Israel 19,5 mil millones. La intervención en Yemen – un conflicto armado en un país además azotado por el cólera y la hambruna con un 53% de sunitas y 47% de chiitas y con una larga frontera con Arabia Saudita; iniciado en 2014 y en el que desde 2015 interviene Arabia Saudí liderando una coalición internacional de Estados sunitas- le costaba en 2018 entre 3 y 5 mil millones de dólares. La perspectiva geopolítica de la guerra de Yemen es que, de obtener la victoria, Irán tendría el control directo o indirecto de los dos accesos claves de la península arábica, los estrechos de Ormuz y Bab El-Mandab controlando así los flujos de petróleo de la región.
Kuwait mantiene un nivel de relaciones aceptables con Irán. Ha declarado que no permitirá que su territorio sea utilizado para una acción militar. Se ha opuesto al incremento de influencia iraní en Siria, Líbano e Irak pero ha sido el único Estado del Golfo en mantener relaciones con Irán tras la retirada de Estados Unidos del Acuerdo nuclear y, a diferencia de Arabia Saudí, Emiratos y Bahréin, no ha apoyado esta.
Los países del Golfo mantienen relaciones ambivalentes con Irán, resultado de la presencia de amplias poblaciones chiitas y de ser un relevante socio comercial. De hecho, las dificultades para actuar como un actor estratégico de Arabia Saudí propiciaron la creación en 1981 del Consejo de Cooperación del Golfo.Y es que los Estados del Golfo son, a la vez, débiles para enfrentarse y fuertes para ceder frente a los iraníes.
En Bahréin, país que posibilita el control del sector oriental del golfo pérsico y base de la V Flota, la mayoría chií está sometida a la autoridad de gobernantes suníes. Las protestas de 2011 trajeron provocaron el desplazamiento temporal de tropas de Arabia Saudí acusándose a Irán – que en 1981 había intentado un golpe de Estado- de ser su instigador. Irán por su parte, protestó por estas acciones y mantiene una tensa relación con aquel.
Para añadir complejidad, citar las tensiones en las relaciones entre Arabia Saudí y Qatar, uno más de los malabarismos de la región. Este enfrentamiento, pese a su carácter incruento y subsidiario, es notorio y ha debilitado al Consejo. Qatar apoya a los Hermanos Musulmanes y cuenta con abundantes recursos financieros y también con Al Jazeera que le dota de una voz y una política exterior que no son acordes a sus dimensiones como Estado. En 2017, Arabia Saudí, que se ha pronunciado por el salafismo, encabezando un grupo de Estados sunitas, cortaron relaciones y cerraron la frontera. Qatar, en respuesta, ha apostado por mejorar sus relaciones con Irán del que recibe un 90% de los alimentos y cuyo espacio aéreo utiliza, ofreciendo una transferencia de su tecnología de extracción de petróleo.
En 2009, Omán e Irán firmaron un acuerdo de cooperación en materia de seguridad y mantienen unas relaciones que han mejorado desde entonces. Ello ha permitido que Omán haya realizado labores de mediación, si bien sufre recurrentes presiones de los países del Golfo y Arabia Saudí para que se alinee con sus políticas.
Los Emiratos Árabes Unidos, con una importante comunidad iraní y cuestiones contenciosas sobre la soberanía de algunas islas, hacen un gran desembolso en gasto militar contra una supuesta amenaza iraní y apoyan activa y políticamente a Arabia Saudí al tiempo que, paradójicamente, gozan de una sólida relación comercial con aquel país.
Como puede verse estamos ante un escenario altamente complejo. La preocupación occidental es que, Irán consiga un cambio de estatus como potencia regional en un momento de reconfiguración del área tras la visible reducción de la presencia de Estados Unidos. Algo de lo que, además, se podría beneficiar China, casa vez más presente en la región, y que a través de Irán podría acceder a los países de la media luna Chií e incluirlos en su nueva Ruta de la Seda, una suerte de plan Marshall chino que le daría acceso a los valiosos recursos de la región.