Ayer, 6 de septiembre de 2017, asistimos los españoles al comienzo del final de la fanfarria independentista, proceso milimétricamente diseñado hace ya muchos años ante la mirada entre escéptica y bobalicona de todos -o casi todos- nosotros. Eso sí, con la benevolencia también de muchos que entonces y también hoy creen tener la exclusiva de la legitimidad en sus opiniones y asertos, y que con la impudicia a que están acostumbrados se han permitido y se permiten colgarnos al cuello el sambenito de la caverna a los que, desde la independencia de criterio y la convicción de españoles, hemos venido alertando durante años sobre este proceso y por lo mismo tachados de poco más que de golpistas, si no de cosas peores.
El artículo que reproduzco a continuación, por su actualidad y llamada a la reflexión tan válida hoy como en el ayer en que fue escrito y publicado en un diario nacional, le mereció a uno de estos santones de la verdad su repudio adornado de cachondeíto, incluyéndolo, porque así le vino, en su particular caverna y contra la cual ejerce su también particular guerra santa desde hace años. José María Izquierdo en El País de 8 de octubre de 2012 y en su blog "El ojo izquierdo" -cómo no- decía lo siguiente:
"Y ya verán qué cosa más bonita les traigo. Artículo de Juan M. Martínez Valdueza, ingeniero de Sistemas y escritor, con el título “Independencia: tirar la toalla o no”, en referencia a los procesos de autodeterminación que podrían llegar a darse en el País Vasco y Cataluña. Y esto dice: [aquí reproduce los párrafos del artículo que se refieren al Ejército]. No sé si lo cazan, que ahora hay quien está en éstas."
Pues nada, señor Izquierdo, vaya por usted cinco años después mi misma reflexión, de la que no me aparto ni un milímetro de su fondo si bien la forma en que se están desarrollando sus "procesos de autodeterminación" no se parezcan demasiado, de momento, a lo que imaginé, lógicamente, desde la oscuridad tenebrosa de la caverna.
"Si ganamos las elecciones y lo hacemos bien, en ocho años la independencia [de Cataluña] estará madura"
Así se manifestaba el convergente Felipe Puig con aplomo nacionalista en el mes de septiembre de 2010. Añadía que de este modo la independencia estaría madura como una breva y que por tal hecho nadie tendría que dejarse pelos en la gatera en la hora de su verdad. Claridad meridiana y paralela en el habla de Puig aunque a este lado de las barretinas –y también al otro–sus palabras se traduzcan por predisposición a la colaboración necesaria para el buen gobierno del Estado español. Ganadas por los suyos las elecciones catalanas dos meses después, hay que entender que entonces dio comienzo la anunciada cuenta atrás. Y analizando las posibilidades que tienen el resto de los españoles de abortar ese cansino e inevitable proceso, la conclusión, por más vueltas que quiera darle, es una: ninguna.
Si el lector me ha seguido hasta este punto y lo hace hasta el final de esta reflexión, es bastante probable que pueda estar de acuerdo con la conclusión apuntada, independientemente del color en que se mueva –o le convenga moverse– por convicción o, más probablemente, por el qué dirán los que de una u otra forma intervienen en la cantidad y calidad de su condumio, que ya saben ustedes que hoy por hoy en esas andamos por más que plumas señeras y valientes demuestren a diario todo lo contrario.
En una sociedad tan preocupada por mantener la quimera del bienestar social indefinidamente ascendente, eufemismo que esconde el más puro interés personal de querer pasar por esta vida con el mínimo esfuerzo, que hasta los indignados –tan de moda– con el sistema actual tambaleante no reclaman libertades sino prebendas, es fácil deducir que pocos moverían un dedo por entelequias tales como la nación española, la patria –vade retro– o sandeces por el estilo, que para la mayoría –aparentemente– no son sino banderas de un pasado más que amortizado. A la mitad de los más ya es habitual escucharles un convencido ¡Pues que se vayan! y el aserto no menos convencido de que ¡Entonces verán que no son nada y volverán al redil!, errores claramente derivados del cansancio y magnífico puente de plata para los encargados de poner punto final a la realidad de siglos que ha significado España, a pesar de los perennes esfuerzos por evitarlo de sus amigos franceses e ingleses del alma, entre otros más cercanos y más del alma, que la familia es lo que tiene. Y de la otra mitad, pues ya lo saben y de memoria: la Europa de los pueblos, el viento de la Historia y otras inexorabilidades por las que los españoles deberemos discurrir y ya estamos tardando, y para lo que, por si acaso todavía alguno no lo tiene claro, llevan sus mentores décadas –siglos diría yo mejor– trabajando.
¿La hoja de ruta? Es fácil verlo: la previsible. Democrática propuesta nacionalista de independencia, según las circunstancias, que también puede ser declaración unilateral dependiendo de la intensidad de la tramontana y de sus efectos; respeto democrático nacional por tal propuesta o, en lo segundo, aceptación del mal menor antes que dar el espectáculo hortera de los fusilones españoles en manos de soldados pequeñitos y con moño controlando carriles-bici barceloneses ante la atónita mirada de turistas japoneses y de algún que otro colgado antisistema indeciso entre darle fogosa caña al contenedor o al escaparate que muestre los leguis más sugerentes; democráticos cambios constitucionales para hacer viable la propuesta de un modo u otro sobrevenida y puesta sobre la mesa de nuestra Historia, convertida ya en mandato soberano –eso sí, nada por aquí, nada por allá, soberanía regional igual a soberanía nacional– y, como punto final, democrática independencia festejada –no tengan ninguna duda– por nuestros colegas europeos –¡por fin!– adornada –probablemente para guardar las apariencias– de un vínculo con España a lo Commonwealth y con Don Felipe VI en el medallón.
¿Y el Ejército? He aquí el dilema. Si de los mandos se trata, hoy conviven dos ejércitos muy diferentes. Uno, formado por los cuadros en activo resultantes de la finísima purga ideológica realizada en las últimas décadas y del desmontaje del sistema de ascensos, y que ya responde al modelo de Ejército que Azaña soñó hace ochenta años y no tuvo oportunidad de disfrutar –ministra de Defensa dixit hace pocos meses–. El otro, en el descanso del guerrero de las tertulias –algunos– y de las mesas de trabajo –los menos– intentando historiar un pasado que al parecer nunca existió, y jurando en hebreo todos en su magnífico, digno y solitario canto del cisne. El uno cuenta, lógicamente. El otro, no. Y el que cuenta es el que tendrá que resolver la cuestión llegado el momento. Tendrá que resolver asuntos tales como de dónde ha de proceder la legitimidad de sus actos y obediencias. Tendrá que aclarar y ordenar valores dificilísimos de clasificar, tal que si de resolver lo del huevo y la gallina se tratara y, para más inri, obrar en consecuencia, lo que no es cuestión baladí. ¡Buen dilema! Tal parece que no lo va a tener nada fácil el Ejército al final de la cuenta atrás del señor Puig, tan cercana.
Pero no. Lo anterior no es más que mi propio canto del cisne, habida mi profunda convicción de que aquí paz y allí gloria, convicción no producto del cansancio, no, sino de la diaria constatación de que estas cosas que afectan al fondo de la cuestión española ya no son más que asuntos de mal gusto para una sociedad que hace tiempo tiró la toalla y, lo que es peor, sin darse cuenta.
Juan M. Martínez Valdueza, octubre de 2012