... Constantinopla, o Constantinópolis, hoy Estambul. La antigua ciudad griega de Bizancio, representaba no solo su fuerza militar y política garantizada por sus inexpugnables murallas, sino el símbolo que quedaba del Mundo Clásico como lo llaman los historiadores. El vestigio de todo un Imperio que sometió a Occidente por varias centurias, y que conservó la excelencia del pensamiento clásico heredado de la antigua Grecia, como la pompa y suntuosidad que le dio ser en un momento determinado el poder hegemónico de aquella Europa convulsa y hambrienta de nuevas formas y estructuras sociales que pergeñaron nuestro actual continente. Por otro lado en su envidiable posición geográfica que separa el occidente del oriente, servía igualmente frente al poder emergente del Islam cuya ambición por apropiarse de esta ciudad fue una constante en toda su existencia. Sus basílicas, hoy convertidas en mezquitas, siendo Santa Sofía la más representativa, la sofisticación de sus construcciones y monumentos, la solidez de sus dos murallas como el Paso de los Dardanelos en el estrecho del Bósforo, puerta de entrada y salida del Mar Mediterráneo al Mar Negro, le permitía establecer una ruta comercial de suma importancia. Fue tal el lujo y el ornato del que se rodeó la ciudad en todos los órdenes, que se le rebautizó como la Nueva Roma pues igualmente fue construida sobre siete colinas y representaba en sí misma la gloria del viejo Imperio. Su población era inmensa para aquel entonces, superando los seiscientos mil habitantes. Sus calles pavimentadas, sus conducciones de aguas residuales, cisternas y baños públicos y sobre todo el interés ciudadano por la cultura y el conocimiento, hicieron de esta urbe el icono del extinto imperio romano y el guardián de la fe ortodoxa cristiana. Junto a Constantinopla, otras dos grandes ciudades competían por su evolución, cultura y progreso. Una de ellas, era Córdoba, en España, capital que fue de la Bética romana y visigoda.
Córdoba, ciudad bañada por el río Guadalquivir, halló su máximo esplendor en la época del califato independiente de los Omeya, la dinastía árabe que Abderramám I estableciera y continuara sus sucesores hasta Abderramám III que elevó la ciudad a su máximo esplendor con una población que superaba los quinientos mil habitantes. Desde la invasión árabe en el año 711, los cristianos hispanoromanos y visigodos que habitaban España entrarían en permanente conflicto con los árabes por más de setecientos años. Pero Cordúba gozó de distintas comunidades confesionales que convivieron conforme a las normas establecidas por los califas como dominantes de la situación. Lo cierto es que de la todavía burda cultura y modos visigodos se pasó a una cultura en la medicina, matemáticas, astrología, agrícola y constructiva que la llevó como a Constantinopla a ser una ciudad objeto de visita y búsqueda del conocimiento. A diferencia de lo ocurrido en el transcurso de los siglos con Constantinopla que transformó su magnífica basílica cristiana en una mezquita, en Córdoba, la mezquita sería transformada en una catedral cristiana. Cordúba englobó de manera insólita a clanes y tribus de por sí, incompatibles: chiitas, jariyies y sunitas sumando a ellos a judíos y cristianos. Cordúba se convirtió en destino de todos los desterrados y huidos del nuevo poder abasí. La dictadura de Abderramán I propulsó la cultura en casi todas sus facetas. Su nieto Abderramán III se independizó del califato de Bagdad para fundar su propio califato independiente. Córduba alcanzó su propia identidad, una especie de microcosmos en medio de un universo de emergentes imperios como los francos y el Sacro Imperio Romano Germánico frente al que serviría de contrapeso. Como las grandes ciudades, esta se pavimentó e incluso se estableció un alumbrado público nocturno y el alcantarillado. Desde Medina Zahara el gran espacio palaciego de Abderramán III, éste amalgama los intereses de unos y otros dividiendo el al-Ándalus en veintiuna provincias regidas por walís que entre otras funciones es la de cobrar los tributos a los reinos cristianos. Cordúba mantendría un mercado de esclavas rubias que supuso la atracción de innumerables caravanas procedentes de todos los lugares para asistir, o en su caso comprar, algunas de esas infelices mujeres que habrían sido secuestradas o compradas en transacciones que hoy difícilmente podríamos entender. Todo este complejo cultural que la ciudad representaba es heredado por el hijo de Abdderramán, Al Hakam II, coleccionista y lector, enamorado del arte, que logra fundar una biblioteca cuyo contenido procede de las más dispares procedencias y llegar a superar los cuatrocientos mil volúmenes, convirtiéndola así en la más importante, superando incluso a la de la ciudad de Aquisgrán, la otra gran urbe del Occidente que representó el poder imperial de Europa. Nunca se vieron libros de los más afamados autores, encuadernados de un lujo que superaban lo imaginable con preciosas y complejas filigranas y miniados por exquisitos artistas. Muchos extranjeros marchaban a Cordúba atraídos por la fama de sus médicos y su cirugía. A todo ello sumaría la capacidad irrigadora de los árabes que supieron construir maravillosas almunias embellecidas de bellos jardines y surtidores de agua que embelesaban a todos los extranjeros que acudían atraídos por su belleza.
Pero a las ciudades mencionadas, habría que añadir la menos extensa Aquisgrán o Aechen, que para centro y corte de su Imperio el emperador Carlo Magno fundara sobre la pequeña población de Aechen. Aquisgrán ubicada cerca de la frontera alemana con Bélgica y los Países Bajos, teniendo como límite el río Mosa, nació como el sueño de un Imperio que Carlo Magno concibió. Allí reuniría no solo el poder político de una Europa como siempre convulsa por buscar identidades nacionales, sino también el poder militar y el conocimiento. Todo ello llevó aparejado convertir la ciudad en otra de las tres referencias reseñadas. Carlo Magno creó un inmenso conjunto residencial palaciego, sobresaliendo en el, la capilla palatina considerada dentro del llamado renacimiento carolingio y la Catedral que pasó a ser consideradas como Patrimonio de la Humanidad. Algunos la llamaban entonces la «Segunda Roma». La rivalidad entre el emperador Carlo Magno y el basileus de Constantinopla les llevó a exigir una ornamentación en todo su entorno más inmediato que se tradujo en exquisitos mosaicos y grandes cúpulas. Algo sobresaliente en Aquisgrán llamó la atención de Europa como fue el scriptorium dentro del recinto palaciego. Consistía en unas dependencias donde monjes, maestros y discípulos se dedicaban a la confección de volúmenes igualmente miniados sobre las distintas ramas del saber. Para transportar el material necesario de los dibujantes como de los propios escribientes existía un numeroso servicio, vestido todo el de amarillo, que se encargaba de aquellos menesteres marchando de una estancia a otra cumpliendo cuanto se les encomendaba en el transporte de materiales y otros servicios. Los monjes vigilaban los escritos que los relatores realizaban para evitar herejías. Llegar a ser relator requería de una verdadera preparación académica y fueron muy considerados por el emperador con quienes compartía largas diatribas. Una vez obtenido el puesto, se debía adoptar un nuevo nombre que correspondiese a eruditos del Mundo Clásico, de manera que a partir de conseguir un nombre como: Platón, Séneca, Sócrates, Virgilio y otros muchos, perdían su identidad original para nombrarse y llamarse como tales, y convertirse en una corte que emulaba los mejores eruditos tiempos de la antigua Grecia y Roma. Fue el propio emperador el que construyera las letras minúsculas (escritura carolingia) que sirvió, no solo para ahorrar espacio sino también para distinguir la separación de las frases intercalando una mayúscula. Aquisgrán sería el lugar de coronación de todos los emperadores de Occidente, salvo alguna excepción. Por su significado político en aquella Europa continental, Aquisgrán fue destino de todas las embajadas de las naciones europeas y su prestigio y magnificencia creció con el tiempo hasta alcanzar el triunvirato de las tres grandes urbes mencionadas.
Una vez más España representó con la ciudad de Córdoba su prestigio iniciado desde la época visigoda, para en adelante llegar a ser como así ocurrió por varios siglos el imperio hegemónico y la nación europea que desterró definitivamente el Islam de sus fronteras y mantener la civilización occidental de origen judío-cristiano que dio origen y causa a su desarrollo.
Íñigo Castellano Barón