... Si el big bang, el acto creacional del universo, es un evento de cierta naturaleza que llamaremos “cuántico”, necesita de un observador para materializarse, pues en la teoría cuántica todo evento se realiza sólo si es detectado. Hasta hace poco no era posible decidir que la gravedad, una de las cuatro fuerzas fundamentales que se diferencian en el big bang, fuese cuántica (a diferencia de las otras tres que sí lo son). Ahora sabemos que lo es y que el universo tiene estructura de holograma. Esto hace necesario al observador que confiere materialidad a la realidad que siguió al big bang. La alternativa se conoce como “multiverso” y es conceptualmente similar a un texto sin lector, que para Borges no es texto.
Si se nos pregunta qué es la gravedad, casi todos tendremos algo para decir. Muchos recordarán a Newton y la manzana, mientras otros simplemente describirán alguna vivencia de objetos que caen. Newton postuló que la fuerza que hizo caer la manzana es de idéntica naturaleza que la que mantiene los cuerpos celestes en sus órbitas. Esta idea puede parecer simple pero no es trivial. Newton creó un modelo formal basado en su genial intuición: la ley de la gravitación universal. Paradójicamente, cuando se le preguntó qué era la gravedad, Newton contestó que no sabía. En realidad contestó en forma más elegante: “no formulo hipótesis”. Entender las limitaciones de su hallazgo constituye otra prueba de su formidable talento.
A principios del siglo XX, Albert Einstein nos da una teoría que “explica” la gravedad. Se trata de la teoría de la relatividad general y, para formularla, Einstein propone nada más y nada menos que cambiar la geometría del espacio en el que suponemos que transcurre la realidad, incorporando el tiempo como una dimensión adicional. Según Einstein la gravedad no es otra cosa que una consecuencia de la geometría del espacio-tiempo, donde la luz sigue líneas llamadas geodésicas cuya curvatura se ve alterada por la masa de los objetos; aunque sólo sea por objetos de gran masa, como los planetas y estrellas, que producen un efecto suficientemente significativo para ser detectables.
Mientras tanto, a los pocos años del advenimiento de la relatividad, surgió otra teoría para explicar fenómenos que ocurren en escalas no cosmológicas sino atómicas y subatómicas: la mecánica cuántica. Esta supone una dualidad onda-partícula y propone que la energía que se trafica en esas escalas varía en porciones discretas, no continuas, como ocurre en los fenómenos macroscópicos. La cuántica fue convalidada una y otra vez por una cantidad apabullante de experimentos. Además, tres de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza pueden explicarse a partir de la mecánica cuántica. Estas son: el electromagnetismo y las fuerzas nucleares débiles y fuertes. Estas últimas mantienen la integridad del núcleo atómico a pesar de la enorme repulsión de los protones que están muy cerca y tienen carga positiva.
La física siempre busca la mayor economía de principios para explicar el mayor número de fenómenos posibles, tendiendo a la universalidad. Por eso, los físicos nunca se resignaron al hecho de que tres de las cuatro fuerzas tuvieran un origen cuántico, aunque la cuarta, la gravedad, no lo tuviera. La relatividad de Einstein es una teoría clásica, es decir, no cuántica, y además el mismo Einstein fue siempre muy escéptico respecto a la validez de la cuántica, más allá de la apabullante evidencia experimental que la corrobora. Por otro lado, la gravitación se manifiesta a escala cosmológica, mientras que la cuántica se aplica a nivel atómico y subatómico, lo cual vuelve aún más lejana la posibilidad de unificar las cuatro fuerzas fundamentales bajo una sola teoría.
Para resolver el problema de “la gran unificación” surgió la idea de investigar la gravedad en objetos cosmológicos extremadamente pequeños que constituyen singularidades en el espacio-tiempo y donde podría aplicarse la mecánica cuántica. Tales objetos poseen además una masa inconmensurablemente grande, billones de veces mayor a la de nuestro sol. Estos objetos, llamados agujeros negros, introducen desviaciones tan drásticas de la curvatura del espacio que ningún objeto situado a cierta distancia de ellos puede escapar a su campo gravitatorio, ni siquiera la luz, y así todo objeto en la vecindad colapsa fundiéndose con el agujero negro. La zona nefasta donde la materia y la luz son atrapadas por el agujero se conoce como horizonte eventual. Dada la pequeñez del agujero negro se pensó que, estudiando la gravedad en él, quizá podría hallarse una teoría de la gravedad cuántica. Hoy este desafío se ha convertido en el “santo grial” de la física.
Un resultado recientemente obtenido apunta a resolver el dilema. Hoy se estudia el horizonte eventual del agujero negro y se ha demostrado que una teoría de la gravedad en ese espacio es equivalente a una teoría cuántica aplicable en su borde, que constituye otro espacio pero con una dimensión espacial menos. Si así fuera, la gravedad tendría un origen cuántico mientras el horizonte eventual se comportaría como una suerte de “holograma”, donde el borde contiene toda la información necesaria para describir el interior. Es decir, que el horizonte eventual es una suerte de bola y su borde es una esfera (o cáscara), y toda la información necesaria para describir lo que hay en la bola (el interior) está en la esfera, que es su borde-cáscara, y por lo tanto tiene una dimensión menos. Una analogía seria ver un film en 3D que está guardado en un disco compacto (CD). La información está almacenada en dos dimensiones, pero el film se ve en tres.
Ahora bien, los físicos consideran que un agujero negro es un avatar del universo visto luego de una pequeñísima fracción de tiempo a partir del momento de su creación. Existe un enorme caudal de evidencias que sustentan la idea de que el universo surgió a partir de un punto y comenzó a expandirse generando las dimensiones actuales de tiempo y espacio, y que a los 10-43 segundos de su creación se diferenciaron las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. Cabe acotar que 10-43 segundos es una fracción de tiempo inimaginablemente breve, pues 10-43 es un número cuya parte entera es cero y cuya parte decimal es un uno precedido de 42 ceros.
Las consideraciones previas conducen a un escenario en que el universo es un holograma, es decir, que toda la información que permite su descripción puede almacenarse en su borde, que tiene una dimensión menos y es regido por la mecánica cuántica. En otras palabras, todo lo que aconteció después del ínfimo tiempo transcurrido desde el big bang hasta que aparecen las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza está regido por la mecánica cuántica, pero de un modo indirecto, digamos “holográfico”.
Ahora bien, la mecánica cuántica tiene una extraña particularidad: todo fenómeno permanece como fenómeno en potencia hasta que un observador lo detecta y registra, y entonces el fenómeno se materializa como tal. Es decir, la creación del universo dentro de la épica del big bang realmente ocurrió solo si un observador detectó los eventos que tuvieron lugar luego de la ínfima fracción de tiempo después del big bang calculada en 10-43 segundos. Pero entonces, ¿quién o qué estaba allí “mirando” ese escenario donde se desarrollaba una épica tan traumática y violenta?
Podríamos decir que el big bang implica una épica que describe la creación del universo y que esa creación solo pudo materializarse si un observador, metafóricamente el lector de esa épica, estuvo presente y pudo detectar y registrar los eventos cruciales que acontecieron después de la separación de las cuatro fuerzas fundamentales. Podemos entonces probar la existencia de un observador esencial, que la física a veces llama Dios (Newton hablaba de “Sensus Dei”), a partir del concepto de universo participativo que es inherente a la mecánica cuántica. Sin ese observador esencial, nuestro universo existe solo como posibilidad, una entre muchísimas alternativas a priori. Así, el “multiverso” no exige la existencia del supremo lector de la épica del big bang (el observador primigenio), mientras que el universo que se materializa como tal sí lo exige.
Tal es la curiosa naturaleza de nuestro universo, al menos como hoy la entendemos. Creo que está conceptualmente muy cerca de la relación entre el texto y el lector-creador de Borges. Así como el big bang necesita un observador que le confiere materialidad a la realidad subsiguiente, la ausencia del observador conduce al “multiverso”, que en la analogía borgiana se identifica como texto sin lector. Sin esa dualidad, para Borges el texto no es texto.
Ariel Fernández Stigliano
Ariel Fernández Stigliano obtuvo su doctorado en físicoquímica en la universidad de Yale y fue profesor titular a cargo de la cátedra Karl F. Hasselmann de Bioingeniería en Rice University, Estados Unidos. También ha sido investigador superior del Instituto Max Planck de Biofísica Química en Göttingen. Su último libro “Artificial Intelligence Platform for Molecular Targeted Therapy” (World Scientific Publishing, 2021) fue prologado por el premio Nobel Robert Huber.