… Finalizado el cónclave con la designación de un Papa temporal que en breve sería sucedido por Julio II, Roma pugnaba también por ser independiente, las armas se volvieron a blandir, aunque el escenario sería bien distinto. Los franceses se asentaron al norte del río Garellano, los españoles al sur. En esta fase el conflicto bien poco tenía que ver con lo que los europeos estaban acostumbrados. Si en Ceriñola la novedad había sido el arma de fuego, que había destronado definitivamente a la caballería pesada, la gendarmería francesa, en el nuevo escenario el Dios Marte liberó a los contendientes de toda constricción. Durante el Medievo, la acción bélica había estado sujeta, como la vida misma de toda persona, a dos ciclos temporales anuales y complementarios, el agrícola y el litúrgico; pero desde ahora se volvería permanente y, a la usanza de lo que sucedería en el siglo XX en campos como el de Verdún, el combate se enfangaría entre las sucias trincheras durante los fríos meses del otoño e invierno.
En este contexto, con ambos ejércitos uno en frente del otro y escasos avances, el Gran Capitán era muy consciente de que había varios bastiones que resistían por Francia en su retaguardia y que era necesario reducir. Uno de los principales era la abadía de Montecassino, por lo que hacia allí dirigió su fuerza. Fue entonces cuando se produjo uno de los episodios más bellos de entre todas sus hazañas. El padre de la guerra moderna, el gran responsable de los cambios que persistieron hasta el siglo XX, nos recordaba con sus actos que, no obstante, nunca en el combate se deberían olvidar ciertos preceptos caballerescos medievales, para que los militares no tornasen en seres deshumanizados. Que hay ciertas barreras que nunca se debieran de franquear. Hoy, en pleno siglo XXI, sus enseñanzas siguen estando vigentes.
Montecassino era y es uno de los más destacados santuarios cristianos de Italia y Europa. Allí fundó San Benito de Nursia su monasterio y escribió su regla, primer gran ordenamiento de la vida monacal que sirvió de inspiración para las demás órdenes, falleció y fue enterrado. Pero su escarpada posición, en este caso, sirvió para que el renombrado Piero de Medicis resistiese por Francia junto a otro notable general, Monsieur d´Allegre, y su hermano Giovanni di Lorenzo, que sería elegido Papa en 1513, adoptando el nombre de León X. La alianza entre los hijos de Lorenzo el Magnífico y los galos resulta sumamente paradójica, pues fueron precisamente estos últimos quienes habían arrebatado el poder a su familia en la República de Florencia.
Gonzalo Fernández de Córdoba no quería combatir allí, que los restos de san Benito y de otros santos pudieran resultar dañados, por lo que trató de convencer a Piero de que entregase la plaza. Éste únicamente accedió a pensarlo, unas fuentes dicen que durante seis días, otras que durante doce, aunque en secreto esperaba ser liberado por el ejército francés, que como el propio Maquiavelo relataba desde Roma a Florencia en calidad de embajador, venía mucho más pujante que el español.
Pero la treta no sirvió de mucho, el asedio se prolongó y el monasterio se hubo de tomar por la fuerza, pues los de dentro no se quisieron rendir. El derecho consuetudinario de la guerra dictaminaba que siendo así, los invasores estaban autorizados a saquear el sitio, y el general cordobés no quiso privar a sus hombres de ello, pues llevaban mucho tiempo padeciendo tanto el frío, como el retardo de unas pagas siempre insuficientes. No obstante, como hizo en la toma de Ruvo, cuando mandó a su guardia proteger a las mujeres, a las que previamente había ordenado mediante un bando que se resguardasen en los templos, aquí también envió su escolta a custodiar las reliquias del santo lugar.
Los soldados españoles, alemanes e italianos que estaban a sus órdenes se apropiaron del resto de riquezas de la comunidad benedictina, tales como los valiosos objetos y ropajes litúrgicos, ricamente decorados y de materiales nobles. El Gran Capitán permaneció al margen mientras esto sucedía. Pero al día siguiente, convocó a todos aquéllos que se habían llevado esas piezas y, de su propia hacienda, se los compró para devolvérselos a los monjes. De este modo, supo cumplir con su gente y con su Dios.
Lo que sucedió después resulta tremendamente moralizante…
La comunidad, en señal de reconocimiento, le permitió quedarse con una reliquia muy especial, un dedo de san Sebastián, mártir que como el Gran Capitán había sido soldado. La crónica que recoge esta noticia nos precisa, igualmente, que Gonzalo la remitió a su sobrino Pedro de Aguilar, que luego se la legó a su hija Catalina, quien la pudo depositar en el convento de Santa Clara que ella misma patrocinó en Montilla, donde posteriormente fue localizado. Aunque no se conserva documento alguno que corrobore esta historia, una vez identificado como tal, dicho objeto preciado fue trasladado a la parroquia de esa localidad, que fue erigida bajo la advocación de este santo y que es donde aún hoy se conserva.
Tampoco tenemos constancia de que Maquiavelo, que por vía epistolar narró a Florencia todos los avatares acaecidos en las riberas del Garellano, como si de un reportero de guerra actual o espía se tratase, trasladase lo relativo a este acontecimiento. Por aquellas fechas Gonzalo era considerado por él su enemigo. Pero pasaron los años y, cuando él mismo sufrió el ostracismo de los suyos en su tierra, se acordó gravemente del general español, utilizándole como ejemplo de lo que es la ingratitud, por el trato que había recibido de su rey y señor tras tantos servicios ejemplares.
Piero corrió la peor de las suertes. Tras su derrota se embarcó con sus hombres y grandes materiales de guerra hacia Gaeta, el último bastión francés. Pero llegando a la desembocadura del río se levantó muy mala mar y el navío en que viajaba se hundió, perdiendo la vida recién estrenada la treintena. Él, que había sucedido a su padre Lorenzo el Magnífico, algunos dijeron que tras haberle negado la atención médica necesaria, sólo había podido ser señor de Florencia durante dos años. Ahora que estaba muerto, sus paisanos les asignaron el nombre de “il Fatuo”, el infortunado.
En cuanto al Gran Capitán, como es sabido, volvió a derrotar a los franceses. Su rey quizá no se lo supo recompensar, pero eso ayudó a que su historia transcendiese y tornase en leyenda. Son justamente las leyendas las que persisten y van creciendo con los años.
Y, por último, Motecassino no se libró de volver a sufrir un nuevo episodio bélico. En febrero de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, fue devastado por un bombardeo aliado, quedando asolado casi al nivel de los cimientos. Muchas de las cosas que en 1503 se habían salvado, fueron en esta ocasión pasto de las llamas. Justo por esas fechas la guerra había dejado de ser un Arte, como se concebía en el Renacimiento, para ser únicamente descarnada y atroz. En ese momento, que tanto se necesitaban las enseñanzas de Gonzalo, el ideal caballeresco, lo sucedido de nuevo en esta abadía sirvió para indicar el claro cambio de signo.
Hugo Vázquez Bravo