... Bien merecido es el reconocimiento, aunque tardío, de esta gran figura. Antes de su partida a América, que fue motivada por razones de índole personal, tuvo oportunidad para dejar su impronta en la ciudad condal, donde dejó como legado la fábrica Batlló y el teatro de La Massa, generando junto con otros importantes arquitectos del momento, el caldo de cultivo del que prendería un genio como Antonio Gaudí.
Ya en el Nuevo Mundo, con cierto ingenio y descaro, supo mostrar a los maestros de obras el antídoto contra el mal de los incendios que les aquejaba. Éste patentó una estructura que según prometía, resistía el calor y las llamas. Y, ante la incredulidad de aquéllos, edificaba modelos a escala que cremaba como si de unas fallas de su tierra natal se tratase, demostrando de inmediato que sus palabras habían sido sinceras y acertadas. Muy pronto le llovieron importantes ofertas en forma de contratos y pingües beneficios. De esta forma, no hubo proyecto arquitectónico de entidad en el que no participase. En Nueva York dotó de espectaculares y bellas cúpulas a la Gran Terminal Central, a varios apeaderos del metro, al famoso puente de Queensboro, a la catedral de San Juan el Teólogo, al Carnegie Hall, al Museo Americano de Historia Natural, al templo Emanu El (primera sinagoga judía), al City Hall y al hospital Monte Sinaí. Así mismo, trabajó en la Biblioteca pública de Boston y, también, en el Museo Nacional de Historia Natural y en el edificio de la Corte Suprema de los Estados Unidos en Washington.
Quizá los nombres de estos edificios suenen de poco al lector y, sin embargo, no hay película de Hollywood que, al rodar en los exteriores de esas grandes ciudades, no hayan incluido alguna escena en dichas localizaciones, teniendo sus cúpulas de intencionado atrezo. Se le atribuyen unos 360 trabajos en los que igualmente tomó parte su hijo, de igual nombre, y quien prosiguió al frente de la compañía que había creado su padre con semejante fortuna. Éste había sido una pieza clave del éxito de ambos, pues su progenitor nunca llegó a dominar el idioma del país en que se asentó.
Aunque su mérito mayor radica, quizá, en que inmerso en una sociedad en la que todo era efímero y funcional, incluida la arquitectura, fue la orden de demolición de uno de sus edificios lo que movilizó a la opinión pública en su defensa. Los neoyorquinos eran muy conscientes del legado que les había dejado, y eso fue lo que promovió la primera declaración en la ciudad de lo que nosotros conocemos como un Bien de Interés Cultural (BIC), generando con ello una primera ley de patrimonio.
No obstante, en un sentido claramente opuesto al de los americanos, en España muchos aún desconocen que los conceptos, las fórmulas y volúmenes que Guastavino copió y difundió por América, éste los extrajo de la indeleble huella que nuestros constructores dejaron en el Mediterráneo a fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna.
Tiempo atrás, participé con un modesto artículo en un proyecto que capitanearon los arquitectos de la universidad de Zaragoza Luis Agustín y Aurelio Vallespín, a lo que se sumó el trabajo gráfico de Ricardo Santonja. El objetivo de esta iniciativa, que fue sufragada por las más prestigiosas instituciones españolas e italianas, era poner en valor justamente esa magnífica contribución. No en vano, el propio Guastavino había comenzado su formación en la restauración de la Lonja de la Seda de Valencia.
Los citados autores estudiaron cómo a fines del Medievo, en los diversos territorios del Mediterráneo aún existía una tradición constructiva diferenciada y que, después de que Alfonso V el Magnánimo los incorporase a la Corona de Aragón, indudablemente se observa en las edificaciones una lógica común. Este monarca fue poderoso, pero también el primer gran rey renacentista y, como tal, un gran mecenas del Arte. La homogeneidad que promovió en el ámbito de la Arquitectura respondía, cómo no, a la intención de que los naturales de aquellos reinos se sintiesen identificados con una unidad de gobierno, y que los extranjeros captasen la fortaleza de su reinado. Por encima de los regionalismos posteriores que denominaron a este estilo artístico con diferentes nombres, es el de Gótico Mediterráneo el que de alguna manera se ha consolidado.
Así mismo, los citados autores explican cómo los constructores de la época emprendieron dos caminos, el de la construcción en piedra donde podían disponer de ella, como es el caso de Nápoles; y el del uso del ladrillo en el resto de regiones, produciendo en el transcurso una de las más relevantes aportaciones a la historia de la Arquitectura Universal: la Bóveda Tabicada.
Los arquitectos descubrieron que podían cubrir los espacios que se generaban entre los nervios de una bóveda con ladrillos dispuestos en plano y unidos simplemente con yeso. Debido a que esa pasta se secaba rápidamente, la operación era mucho más rápida y, además, no era necesario el empleo como en el resto de tipos de arcos de cimbras de madera que los sostuviesen durante la edificación, lo que también reducía considerablemente el coste. Pero lo más sorprendente es que el resultado final eran unas estructuras más ligeras y resistentes.
Esta novedad arquitectónica comenzó a utilizarse en torno al siglo XIV en Valencia y, desde allí, se difundió primero a Aragón y Cataluña, luego dio el salto a Sicilia, Mallorca, Cerdeña, al antiguo reino de Nápoles e, incluso, al sur de Francia.
Otra de las características de este tipo de bóveda tan singular es que su empleo no limitaba el de otros movimientos arquitectónicos en el resto del edificio, a los cuales solía complementar. Tampoco su uso condicionaba la decoración, llegando a ser utilizadas en Sicilia adornadas con motivos islámicos.
Así pues, no nos debe extrañar su pronta difusión y empleo en las construcciones más significativas del momento. Algunos de los edificios que las portan son la Aljafería (en la capilla de San Andrés) y la Seo en Zaragoza, la torre de los Cabrera en Pozzallo (Sicilia), o el convento de Santo Domingo y la catedral de Valencia.
En definitiva, las razones expuestas, que resumidas son: bajo coste, ligereza y resistencia, así como versatilidad, explican el tremendo éxito de la llamada Bóveda Tabicada, que siglos después desembarcó en la costa este de los Estados Unidos y, bajo el nombre de Arco de Guastavino, prendió en la primera arquitectura monumental del país que pasó a convertirse en la primera potencia mundial.