Se ha hablado mucho de los continuos cambios y de su rapidez en nuestra época. Pero resulta más adecuado que hablar de cambios en esta época, afirmar que vivimos un cambio de época. Estos cambios, como la globalización, la pérdida de la privacidad, la universalización de la comunicación virtual, la concepción de la familia formada por nuevas agrupaciones humanas distintas de las de hombre y mujer, las nuevas tecnologías, la ideología de género, el cambio de la Historia, la concepción del sexo, la reducción radical de la natalidad humana por considerar que es necesaria para conservar nuestro planeta, unidos a que, por primera vez en la historia de la Humanidad, el hombre puede destruir el mundo, acabar con el ser humano, han llevado a pensar en el posible fin del mundo, en casos de guerra nuclear o cibernética o bacteriológica y más aún, que dado el considerable número de países que ya poseen armas nucleares, talleres donde se investigan virus informáticos, capaces de, por ejemplo, inutilizar las centrales eléctricas y dejar al mundo sin electricidad, así como laboratorios, que investigan en virus letales, es difícil que sin necesidad de intencionalidad, sino por irresponsabilidad o negligencia se desencadene esa catástrofe mundial.
En España, aproximadamente, tres cuartas partes de la población se declara católica y si a ella se agrega la cristiana de Comunidades protestantes, es preciso afirmar que la inmensa mayoría de los españoles son cristianos. Pues bien, el cristianismo rechaza la idea del Fin del mundo y afirma el Fin de los tiempos. La expresión hebrea del Fin de los tiempos significa literalmente, “en la parte postrera de los días”, “en los tiempos posteriores”, esto es, según la noción hebrea del tiempo, “en el futuro”. En efecto, los cristianos creen que el cosmos, el mundo, será transformado en un lugar de felicidad, donde no habrá ni dolor ni muerte ni caducidad; es el misterio de esperanza de la “Parusía”, la “Resurrección final”, el “Día del Juicio”, tal y como lo expone la Biblia, referido al ser humano guiado hacia “un nuevo cielo y una nueva tierra”.
Con relación a esta esperanza de felicidad completa, inserta en el deseo del corazón de todo hombre, referida al Fin de los tiempos, al Juicio final, a la Resurrección de los muertos, uno de los indiscutibles teólogos mejores de la historia de la Iglesia, el cardenal Ratzinger, Benedicto XVl, publicó, hace unos años, la encíclica Spe Salvi, de la que reproduzco, en mérito a la brevedad, algunas líneas de los puntos 41, 42 y 43, de la misma.
El Credo de la Iglesia concluye con la fe en que Cristo “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Pues bien, el punto 41 de la Encíclica dice, entre otras cosas: “Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios… Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo. En la configuración de los edificios sagrados cristianos, que quería hacer visible la amplitud histórica y cósmica de la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que vuelve como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba el Juicio final como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida, una representación que miraba y acompañaba a los fieles justamente en su retorno a lo cotidiano. En el desarrollo de la iconografía, sin embargo, se ha dado después cada vez más relieve al aspecto amenazador y lúgubre del Juicio, que obviamente fascinaba a los artistas más que el esplendor de la esperanza, el cual quedaba con frecuencia excesivamente oculto bajo la amenaza.”
En el punto 42, escribe: “ En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso….. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el ateísmo como el teísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios,… él habla de la “nostalgia del totalmente Otro”, que permanece inaccesible… También Adorno… excluye igualmente la “imagen” del Dios que ama. No obstante, siempre ha subrayado también esta dialéctica “negativa” y ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo “en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado”. Pero esto significaría –expresado en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados– que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos”.
Y en su punto 43 escribe: “… Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y Adorno, en el “no” a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo. Dios mismo se ha dado una “imagen”: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”. Así es, para que haya verdadera justicia en el mundo, es preciso que se haga justicia con todos los inocentes que han sido tratados o “ajusticiados” injustamente a lo largo de la Historia. Todos tenemos en nuestra mente, las dolorosas injusticias que se han cometido en tiempos pasados, los horrorosos crímenes que han quedado impunes, y, con seguridad, la injusticia que ha sufrido alguno de nuestros familiares y amigos ya fallecidos.