No estoy seguro de que este tiempo de confinamiento sea propicio a la reflexión. Hablo de este y no de otros, que sí lo han sido e incluso hoy lo son. Diferencia entre ambos: la disponibilidad y abundancia de información y opiniones ajenas en este –que son adoptadas generalmente como propias por muy lejanas que en un principio sean– y su ausencia en los otros, que por voluntarios son de uno mismo y sí exigen de la propia reflexión, siquiera para sobrevivir.
Quizá uno de los temas más necesitados de reflexión personal en este confinamiento, dejando a un lado parcial o totalmente las informaciones y opiniones ya referidas y vertidas en su aplastante mayoría por los medios de comunicación –las redes sociales no cuentan por más que su “ruido” las haga parecer reales–, es la cuestión de nuestros mayores o “ancianos” o “viejos” y el disparate de determinar su vida o su muerte en función de una escala que tabula su deterioro, su esperanza de vida y la disponibilidad geográfica de unidades hospitalarias de cuidados intensivos, del mismo modo que podría tabular su raza, sexo, ideología, nivel académico, peso, estatura o capacidad pulmonar. Es decir, prescindiendo de aquellos valores y cualidades que distinguen al Hombre de los elementos de la Tabla Periódica, aunque todos nosotros sepamos por obvio que algunos de los segundos se incluyen o conforman la cualidad física del Primero.
Y en torno a esta reflexión sobre nuestros mayores caben muchos enfoques, como pueden ser las inexorabilidades de la fugacidad de la juventud y el encuentro de todos en su propia ancianidad; la aportación de los seres humanos, uno a uno, al conjunto de la Humanidad y a su desarrollo –sea esta última discreta o global–, a lo largo de su vida productiva –sin confundir esta con la que impone la edad de jubilación, dependiente del binomio –otra vez el dichoso binomio del destino– espacio-tiempo en que a cada uno le toca vivir, así como de otros (enfoques) que se escapan de las páginas (pocas) de este artículo-reflexión.
Pero con esos dos es suficiente para resaltar y condenar unas políticas que en principio se podía achacar su aplicación exclusivamente a algunos países de diseño, como los Países Bajos, pero que ahora también vemos, sin poder afirmar con rotundidad si su origen es puntual y hospitalario o político, aplicada en nuestra controvertida y plural España.
La aceptación sumisa de tales políticas como normales, consecuencia del aluvión de información apuntado al principio que no las cuestionan sino que las normalizan, es una realidad deprimente, injusta y antinatural, si es que seguimos aceptando los preceptos del derecho natural y de los otros, siempre en el marco de las sociedades avanzadas, que han tardado miles de años en consolidarse como tales. Otras sociedades, lamentablemente, no han llegado a conseguirlo. Y algunas, más lamentable aún, entran y salen de ese espacio a lo largo de su historia según convenga, o crean que les convenga.
El utilitarismo asociado al ejercicio del poder es muy peligroso. Y si el poder se ejerce sobre nuestras vidas, si su ejercicio conlleva la capacidad de determinar nuestra vida o nuestra muerte, deja de ser peligroso para convertirse en diabólico. Como también lo es la delegación de ese poder en aquellos que han de ejecutarlo.