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¿El libro que me cambió la vida?

La Princesa Tarakanova, de Konstantin Flavitsky (1864), Museo Galería Tretiakov de Moscú
La Princesa Tarakanova, de Konstantin Flavitsky (1864), Museo Galería Tretiakov de Moscú

La Crítica, 26 Julio 2017

Por Juan M. Martínez Valdueza
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Ningún libro cambió mi vida así, de forma absoluta, por lo que la respuesta a esa pregunta requiere primero ajustar esta dentro de unos límites más razonables. Como por ejemplo: ¿qué libro o libros han influido en tu vida? O mejor: ¿qué libro o libros han influido más en tu vida? Y si la pregunta es: ¿qué han significado los libros en tu vida?, entonces me vienen ideas a borbotones y desde luego que afloran libros, muchos, empujándose unos a otros, dejando salir de sus páginas frases, párrafos enteros que se escapan y ponen alas a sus letras para llegar a esta palestra, a esta pantalla de cristal líquido que semeja un folio en blanco ávido de mí y de lo que pienso. Y de lo que siento.

Y aparecen en mi lejana adolescencia atormentada, como tantas, César Vallejo con sus heraldos negros; la palabra ensangrentada de Papini; mi pequeña diosa Kira muriendo en la nieve porque Ayn Rand así lo quiso; la princesa Tarakanova muriendo también, pero en la oscura mazmorra de San Pedro y San Pablo, en medio del helado Neva, testimonio soñado de Sofía Casanova; los versos casi clandestinos de Lorca; el trágico sentimiento de la vida de Unamuno…

Solamente son algunos, pero todos fueron para mí imprescindibles. De todos guardo algo, soy de todos un poco aunque no quiera. Quizá porque los libros han llegado a mí por alguna razón oculta, o predeterminada, como si también ellos reconocieran la marquita esa en la frente de la que habla Hesse en Demian

El atrevimiento de publicar mis primeras andanzas poéticas hace muchos años recibió un temprano jarro de gua fría. Alguien dijo que plagiaba a César Vallejo. ¿A quién? Yo no tenía idea de su existencia y quise saber la razón de tal injuria. Y descubrí al poeta. Y a sus “heraldos negros”: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!». Y también descubrí la distancia insuperable entre su poesía y la mía. «Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!». La injuria quedó convertida en halago y aun conservo Los heraldos negros y Trilce, de aquella Editorial Losada de los tiempos oscuros pero apasionantes.

En esos tiempos García Lorca no era lo que es hoy. Ni nosotros. Entonces el actual dios de la poesía moraba en nuestras catacumbas, en pequeñas hornacinas que guardaban sus reliquias, sus libros llenos de trágico sentido y de canónica injusticia. Lorca no era su poesía: era Lorca y eso bastaba. Y por eso Lorca éramos todos.

Cuando pienso en tantas noches arropado en la litera de familia numerosa, alternando pinceladas de bolígrafo con difíciles lecturas, buscando sentido a la vida, abjurando de la misma vida en obligado camino adolescente, no puedo olvidarme de Unamuno y de Papini. Y es curioso porque mi atracción llegó a través de los títulos de sus obras: Del sentimiento trágico de la vida y Palabras y sangre. Títulos rotundos acordes con la también rotunda necesidad de romper la prisión juvenil, pero que sin embargo se trataba de sesudas obras, de ensayos enrevesados sobre conceptos que mezclaban filosofía, historia, antropología y todo lo que les venía en gana a sus autores y de los que, lo que se dice disfrutar, lo he hecho muchos años después. Pero ahí estaban siempre. En ese siempre tan corto como es la juventud.

Dejo para el final dos libros con los que sí disfruté entonces y sigo disfrutando hoy: Los que vivimos, de Ayn Rand y En la corte de los zares, de Sofía Casanova. Ambos profundizan en la historia y el alma rusa. El primero novelando una trágica historia de amor en el periodo revolucionario ruso de la primera década del siglo veinte. El segundo es un recorrido histórico por la azarosa vida del Imperio a través de sus protagonistas, de la mano de Sofía Casanova, esa admirable escritora española tan poco conocida a pesar de haber estado a punto de alcanzar el premio Nobel, allá por los felices años veinte. Y aquí apunto que mi afición por la literatura y la historia rusa no es un caso aislado sino más bien extendido. La conjunción de lo ruso y lo español, del alma y la actitud ante la vida de ambos pueblos, si es que del alma de los pueblos puede hablarse, ya lo han estudiado escritores y filósofos varios, con conclusiones variopintas, y de los que me atrevo a recomendaros a Cioran, ínclito personaje también de nuestra memoria.

Como esta respuesta ha de tener límite en mil palabras y debo ir por las ochocientas, más o menos, simplemente os presentaré a dos personajes con el fin de despertar vuestro interés sobre ellos: Kira Argounova y la Princesa Tarakanova. La primera es la protagonista de Los que vivimos, estudiante de ingeniería durante la revolución rusa. La descripción de sus últimos momentos es uno de los pasajes más bellos que recuerdo haber leído. La segunda, la Princesa Tarakanova, es uno de los personajes de En la corte de los zares, del tiempo de la emperatriz Catalina, cuyo trágico final queda reflejado en un maravilloso cuadro pintado por Konstantin Flavitsky en 1864 y que se expone en el Museo Galería Tretiakov de Moscú. Este libro estuvo arrumbado, sin tapas y oscurecido por el tiempo, en la biblioteca de mis padres durante muchos años, hasta que un día me fijé en él y lo leí por primera vez.

Termino refiriéndome a dos autores que en los últimos años me han devuelto sensaciones olvidadas, maravillosas y diferentes: Irène Némirovsky y Andrés Martínez Oria: La suite francesa y Más allá del olvido. Me han recordado por qué soy un enamorado de los libros. Gracias a los dos, aunque Irène no pueda escucharme.


Escrito en 2015 para "El libro que me cambió la vida", de tULEctura, espacio de la ULE dedicado a la lectura (Universidad de León)

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