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Después de haber pasado un tiempo en el reino de Fez, el noble había vuelto a Castilla, siendo entonces cuando el rey Sancho IV le encomendó la defensa de Tarifa, plaza pretendida por el insurrecto infante Juan, a quien apoyaban los benimerines. Los asaltantes lograron capturar al hijo menor de Guzmán y, ofreciéndole su vida a cambio de la fortaleza, éste primero contestó que “bien se puede despedazar el corazón de un padre, pero en ninguna manera arrebatarle su honor”. Y, al día siguiente, cuando mostraban a su hijo amordazado, dispuestos a dar curso a su amenaza, sentenció ante el moro que habría de arrebatarle la vida: “Cumple este terrible sacrificio y para que no te quede la menor duda de que yo cumpliré fielmente mi deber, si no tienes espada para degollarlo, el padre te presenta la suya”, arrojando lleno de ira su arma al enemigo.
Ésta y otras proezas, unas reales y otras figuradas, convirtieron a este caballero nacido en León en 1256 y muerto en Gaucín en 1309, en uno de los nobles más respetados de su época, en la imagen del guerrero ideal que todos habían de emular. Si bien es bastante probable que la triste anécdota que acabo de relatar sea cierta del todo, pues era una práctica común y, a pesar de las lógicas distorsiones, no hay escrito que refiera a él que no la cite, hay otras que resultan incluso más asombrosas, aunque realmente inverosímiles. Se dice de él que, justamente durante su estancia en Fez, una serpiente monstruosa atemorizaba por doquier a las gentes, alimentándose de todo aquél que se encontraba y atacando a los rebaños de animales, fuente de la escasa riqueza de aquel pueblo. El nuevo sultán, que detestaba la amistad que había prendido entre su difunto padre y él, aprovechó para proponer el darle caza y, viendo que nadie más se atrevía, el español no dudó en asumir el reto. Salió a lomos de su montura bien armado y únicamente acompañado de su escudero, deambuló por los caminos y encontró a unas personas que huían de la bestia, quienes a su vez declararon que la misma se hallaba entretenida en un feroz combate contra un león. Cuando don Alonso llegó, el león estaba ya a punto de ser vencido. Sin embargo, no le tembló la mano a éste, que asió con fuerza su lanza y mediante un certero movimiento consiguió en nada atravesar su piel, recubierta de duras escamas, y darle muerte. Yacía su cadáver cuando el caballero ordenó cortarle la lengua para llevarla consigo a la Corte; llamó igualmente al león, que se postró ante él agradecido y le pidió que también le acompañase como testigo de su victoria. Su proeza pronto se propagó a ambos lados del Estrecho.
Puede parecer esta historia fantástica desproporcionada y pueril y, no obstante, recuerdo al lector a qué calidad de personajes se les reconoce por haber dado muerte a una “sierpe”, como aún se las llama en Andalucía, o a un dragón: San Jorge, patrón de los reinos de Aragón, Inglaterra y Rusia; el arcángel San Miguel, patrón de Francia; e incluso a héroes mitológicos como Hércules y Jasón o los nórdicos Beowulf y Sigfrido, entre otros. Lo cual quiere decir que la fama que este hombre había atesorado era enorme, y éste sí es un dato objetivo.
Tanto es así, que ya en su época se multiplicaron las obras literarias que narraban sus historias, entre ellas las que protagonizó sirviendo a los reyes Alfonso X el Sabio y su hijo Sancho. Y que aquellos libros fueron traducidos a todos los idiomas, llegando en ocasiones a ser publicados en otros reinos, como Inglaterra, antes que en la propia España. Por no hablar del excepcional relato con el que he introducido este escrito, que apareció, como he declarado, en un periódico de la capital otomana que descubrió la investigadora de la universidad de Salamanca María Sánchez-Pérez.
A su muerte, que se produjo en el campo de batalla en la frontera con el reino de Granada, ya se había convertido en el principal de los señores cristianos de Andalucía. El grueso de sus heredades se concentraba entre los cauces de los ríos Guadalete y Guadalquivir, fundando allí uno de los linajes más destacados de la aristocracia española y europea, la Casa de Medina-Sidonia. Es por ello, que tampoco nos ha de extrañar que, con el auge de esta familia a partir sobre todo del siglo XVI, los cronistas retomasen con alegría la tarea de divulgar los hechos de tan insigne antepasado.
Los Guzmán, además, como otros importantes linajes de España, provenían del norte peninsular, de las familias nobles más antiguas, pues tenían sus raíces en los caballeros que junto a Pelayo habían iniciado la Reconquista. Con el traslado de la capital del reino de Oviedo a León, como sucedió con los Ponce, asentaron su casa en dicha ciudad, al abrigo de la Corte, para luego seguir empujando la frontera con los musulmanes hacia el sur y al fin alcanzar el Estrecho de Gibraltar. Debido a esto, el nombre de su familia fue sinónimo de nobleza y de los valores que la misma lleva asociado. De hecho, relataba Diego Montes, soldado viejo y autor del primer tratado español sobre el Arte de la guerra, que a los infantes veteranos que como él habían servido en Italia y a las órdenes ni más ni menos que del Gran Capitán, eran conocidos justamente como “los Guzmanes”. Por así decirlo, los mejores entre los mejores.
Tras su fallecimiento, sus restos fueron inhumados en un sepulcro en la iglesia del monasterio de San Isidro del Campo, en Santiponce, donde años después se unieron los de su esposa María Alfonso Coronel.
Hugo Vázquez Bravo