... Corría el año 1936, quinto año de la II República española. “Reinaba” el llamado Frente Popular en una España agitada y temerosa. Madrid dormía en los inicios de un 13 de julio, muy lejos de sospechar que iba a constituirse en el disparador inmediato de una tragedia que ya llevaba tiempo sobrevolando la historia de nuestra nación. Calvo Sotelo, líder monárquico de la oposición, era detenido en su casa, a las 2 de la mañana, por un piquete de la Fuerza Pública, asesinado a los 200 metros y arrojado su cadáver a la puerta del cementerio del Este de Madrid con dos disparos en la nuca. Este crimen histórico –desconocido en los ambientes escolares y poco recogido en las hemerotecas del siglo XXI– era el colofón de más de 2.500[1] muertes violentas, cientos de iglesias ardiendo y multitud de registros domiciliarios buscando objetos piadosos como previo trámite obituario hacia Paracuellos. Era el trágico balance tras cinco años de gobierno republicano.
En resumen: asesinatos, agresiones, incendios e irrupciones violentas en domicilios privados. En definitiva, ausencia de seguridad y de libertad. Es decir, totalitarismo puro y duro. Nada que ver con la democracia ni con el bien común. La II República española había dejado de ser una democracia porque no perseguía el bien común y, por tanto, se había deslegitimado. El primer presidente de la II República española, Niceto Alcalá Zamora, declararía posteriormente que, en 1931, se había aprobado «una Constitución que invitaba a la Guerra Civil». Análogamente, el historiador norteamericano Gabriel Jackson –nada proclive a la derecha política– señalaría que «para todo aquel que no fuera un ciego partidario de las izquierdas era intolerable que un jefe de la oposición fuera asesinado por oficiales uniformados conduciendo un vehículo del Gobierno». Y el ministro republicano Irujo declararía que «la república fue un sistema verdaderamente fascista». Se constata, por tanto, que los propios republicanos admitían que, en 1936, España era una “selva” donde la inseguridad y el pistolerismo amargaban la vida de gran parte del pueblo soberano. Posteriormente nos lo confirmarían los que lo vivieron y los que lo oyeron de sus familiares sufrientes. Tan solo la recientemente promulgada Ley de la Memoria Democrática tiene el “valor” de negarlo, prometiendo sancionar a todo aquél contradiga su “imperativa” verdad oficial.
Ante este panorama, las preguntas se agolpan en la cabeza de cualquiera: ¿Qué se debe hacer en una situación así?; ¿hay que quedarse impávido y seguir obedeciendo, a la espera del arrepentimiento de los causantes de la tragedia?; ¿hay que protestar bajo y con exquisita educación?; ¿el ciudadano de a pie está obligado a callarse y a seguir pagando impuestos? ¿Cuándo un gobierno es legal o ilegal, legítimo o ilegítimo?; ¿qué se entiende por bien común?; ¿hay alguna ley que regule la respuesta que debe dar el ciudadano?; ¿hay formas pacíficas de resistirse?; etc., etc., etc.
Pero, antes de enfrentarse a tanta pregunta, conviene recordar aquel sabio consejo de Ortega Gasset: «Es conveniente volver de cuando en cuando una larga mirada hacia la profunda alameda del pasado: en ella aprendemos los verdaderos valores, no en el mercado del día». Porque parece ser que en el pasado lo tenían más claro: «La ley injusta no es ley» afirmaba, en el siglo XVI Francisco Suárez –conocido como Doctor Eximius– teólogo, filósofo, jurista español y una de las principales figuras de la Escuela de Salamanca. Ya tres siglos antes, desde su cima superdotada, Tomás de Aquino había subrayado que «es condición esencial de toda legitimación que el gobernante ejerza el poder para el bien común».
Pongamos en orden las ideas. Poder es el conjunto de autoridad y fuerza. La “autoridad” es la facultad moral de dirigir la sociedad hacia el bien común y la “fuerza” persigue hacer efectiva esa autoridad. Por supuesto, el poder divorciado del derecho moral que proporciona la autoridad queda reducido a la vulgar categoría de un mero hecho. Pero ¿cómo puede definirse el bien común? Nuestro Santo Tomás del siglo XIII vuelve a resolvernos el problema, ya que es difícil encontrar una definición más completa que la de referir el bien común a «las normas eternas de la justicia, de la paz social, del interés moral y religioso y de los legítimos derechos de los ciudadanos». Y añadía que Dios ha establecido una legislación eterna para el mundo natural y el mundo humano. Esa legislación se denomina ley natural, tiene por meta el bien común, está inscrita en la naturaleza humana y es anterior y superior a todo ordenamiento jurídico positivo.
Sin embargo, pese a la claridad y sabiduría tomista, surgen divergencias cuando se habla de las fuentes humanas de la autoridad: la solución atea es la de Rousseau –«no hay otra fuente de la soberanía sino el pueblo»– y la solución cristiana es la que afirma que «no hay otra fuente más que Dios», quien entrega su autoridad a la sociedad para que elija a sus gobernantes. Porque no debemos olvidar que «el súbdito no es un siervo; el príncipe no es un señor» como sostenían Santo Tomás, Suárez y Francisco de Vitoria.
Sobre las bases anteriores, la legalidad de un gobierno existe simplemente cuando su designación se haya ajustado a las leyes. Pero su legitimidad debe ganársela día a día, durante su ejercicio en permanente búsqueda del bien común. Lo contrario sería una tiranía, como nos dice Saavedra Fajardo:
«En dos casos peca la tiranía, o en el título o en el ejercicio. En el título, cuando, sin derecho justo, por fuerza o por arte, llega uno al reino. En el ejercicio, cuando, después de llamado al reino, o por elección o por sucesión, convierte en su utilidad, y no en la de los vasallos, el gobierno, excediendo de aquella potestad que le dio el pueblo».
Nunca el solo concepto de Estado puede justificar todos los desmanes que en el mundo han sido, como ocurrió durante la tiranía soviética –1917 a 1989– que tuvo el triste honor de alcanzar el record de 100 millones de muertos entre los disidentes del marxismo supuestamente liberador de las multitudes.
¿Qué hacer, por tanto, cuando el pueblo es tiranizado? John Locke, pensador inglés del siglo XVII, nos lo explica claramente sobre las bases del pensamiento político liberal:
«el Estado es una sociedad de hombres constituida únicamente con el fin de adquirir, conservar y mejorar sus propios intereses civiles. Intereses civiles que incluyen la vida, la libertad, la salud, la prosperidad del cuerpo y la posesión de bienes externos, tales como dinero, tierra, casa, mobiliario y cosas semejantes».
El hombre debe velar por estos derechos y defenderlos frente a quienes los vulneran, aplicando su derecho a la rebeldía.
La Iglesia católica se adhirió claramente a este derecho, por boca de su jerarquía, apoyándose siempre en la contundente afirmación del doctor angélico «la ley, injusta no es ley». Así vemos cómo León XIII, en el siglo XIX, refrendó el pensamiento de Locke al afirmar que:
«Si los súbditos están bien convencidos de que la autoridad viene de Dios, advertirán que es justo y necesario obedecer a los que gobiernan, honrarles y guardarles fidelidad con una especie de piedad filial. Este es el gran deber. Pero este deber no destruye los derechos de los súbditos delante de la autoridad. A uno de esos derechos no vacilaré en llamarle derecho a la rebeldía, que fundamos en una legítima defensa contra los abusos o las extralimitaciones del poder».
Incluso, ya durante la II República española, Gil Robles, en su discurso de 9 de febrero de 1933, afirmaba que:
«cuando la ley es injusta, cuando la ley va contra los principios morales, cuando la ley va contra la propia conciencia, esa conciencia obliga a la desobediencia, sea como sea, afrontando todas las consecuencias, no como diputado sino como hombre…».
Los teóricos del derecho de rebeldía nos hablan de cuatro niveles de resistencia al poder ilegítimo que, de menor a mayor intensidad, podrían ser: «Resistencia pasiva» o mera desobediencia al poder, pero empleando medios legítimos, no medios legales. «Resistencia pasiva legal» mediante la oposición con los solos medios que permite la ley. El siguiente nivel sería la «Resistencia ilegal pero no armada», mediante huelgas, boicot económico, etc., todo sin llegar a la violencia. Y el último recurso sería la «Resistencia armada», enfrentamiento por la fuerza contra el tirano que esclaviza al pueblo. Así, en 1936, el jefe de la oposición, Gil Robles, afirmó que la acción armada, y aun la contienda civil, no puede considerarse mal mayor; son –per se– un medio necesario.
Tras lo expuesto, debe admitirse rotundamente, que el levantamiento de julio de 1936 estuvo totalmente justificado. Pero la obstinación ideológica sectaria desconoce la racionalidad, niega los hechos realmente sucedidos y divide –política y sociológicamente– a la sociedad española. Los añorantes del bando perdedor de la guerra civil mantienen que en la II República española se disfrutaba de una tranquilidad y una democracia infinitas, la calle era un remanso de paz y el levantamiento que se produjo no estaba justificado, sino que fue un simple entretenimiento de militares desocupados. Nada más lejos de la realidad. Por el contrario –ver hemerotecas y libros de historia– en julio de 1936 España era –como hemos dicho– una “selva”. Hasta nuestro republicano Miguel de Unamuno hablaba de:
«las inauditas salvajadas de las hordas marxistas exceden toda descripción … Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma … Ya no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, suciedad, malos instintos y, lo que es peor, estupidez, estupidez. De ignorancia no se hable».
En términos descalificatorios parecidos se expresaban Ortega y Gasset, Salvador de Madariaga, el historiador americano Gabriel Jackson, el ministro Irujo, Vicente Cárcel, Sánchez Albornoz, García de Cortázar, Javier Tusell y otros muchos representantes de la cultura y de la política. Estaba claro que el gobierno de la II República española no perseguía el bien común.
Sólo desde la felonía se puede negar lo anterior y engañar al pueblo con la Ley de Memoria Democrática, especialmente a nuestra juventud, a la que se ha suministrado una información manipulada a través de las sucesivas leyes de educación, redactadas por una extrema izquierda interesada en esconder el estrepitoso y trágico fracaso de su ideología. Es la eterna lucha entre la libertad y la tiranía; entre el liberalismo –con sus defectos– y la tiranía –con su carencia de libertad–. Esta es la división real en la humanidad, porque en ella está en juego el primer don que nos legó el Creador: la libertad de pensar, de creer, de respetar a todos, de defender los principios, de convivir con los demás, etc., etc., etc.
Termino estas reflexiones cuando se oyen los cañones rusos que pretenden aplastar a Ucrania que lucha también por defender su libertad. Es la guerra entre los sucesores de la caverna soviética, dirigida por un sicópata graduado en el KGB, y un pueblo que, harto de la opresión de 73 años, pretende ser libre y busca refugio en la Europa del Oeste, que –con todos sus pecados y defectos– es la única democrática.
La historia se repite, por tanto, y el mundo sigue dividido entre los que buscan la libertad respetuosa con todos y los que, fieles al legado de Marx la niegan y se sienten facultados para avasallar a los que disienten apoyándose en la supuesta superioridad moral que les adjudica su religión marxista, que –como la historia ha demostrado– promete justicia y paz y sólo ha traído sangre y hambre.
Añado, como curiosidad desconocida, que nuestras Fuerzas Armadas también han pensado en la libertad al incluir el artículo 34 de las Ordenanzas Militares que reza así:
«Cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente son contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión».
Recordábamos al principio, como sentencia lapidaria, aquello de que «dejarás de odiar cuando dejes de ignorar». He tratado, modestamente, –con poca moral de victoria, lo reconozco– de potenciar neuronas históricas en detrimento del sectarismo visceral que niega lo evidente y perpetúa los odios. Pero constato que jamás un marxista en ejercicio cederá una yarda de su sectarismo aunque le abrumemos con datos y hechos vividos o aplastantemente recogidos por la historia. Ya Joseph Alois Shumpeter –famoso economista y sociólogo austriaco (1883-1950)– nos lo explicaba con claridad meridiana:
«En un importante sentido el marxismo es una religión … y, lo mismo que para cualquier creyente, es una fe … El adversario no está simplemente en un error, sino en pecado. La disidencia es condenada no sólo intelectualmente sino moralmente. No puede haber ninguna excusa para ella…».
Esta es, tristemente, nuestra situación actual.
Madrid 1 de abril de 2022
José María Fuente Sánchez
Coronel (R) de Caballería, DEM. Economista y Estadístico
Asociación Española de Militares Escritores (AEME)
[1] Nota del editor: Esta cifra incluye las víctimas directas a consecuencia del golpe de Estado socialista conocido como “Revolución de Asturias de 1934”.