... Todo historiador sabe que la fragmentación de la Historia en etapas o edades consecutivas es ficticia, que responde a fines meramente didácticos. Pero como esta estructura ha resultado útil o, al menos, no hemos encontrado una mejor, sigue estando vigente.
Siguiendo esta lógica, me permití escribir en cierta ocasión que la Edad Moderna también podría definirse, como la etapa de nuestra civilización que arranca en el momento en que la monarquía se impuso definitivamente a la nobleza, en que el rey deja de ser un primus inter pares (primero entre iguales), estableciendo un pacto tácito para su sustento con el estamento medio o burgués; hasta que este sector de la sociedad adquiere tal fuerza, que obliga a la realeza bien a virar hacia el parlamentarismo o bien a desaparecer, siendo sustituida por la república como forma de Estado.
Sin embargo, esto no se gestó de la noche a la mañana. Presumían los historiadores del Derecho anglosajones con cierta pomposidad, de que el parlamentarismo era “el mayor regalo de los ingleses a las civilizaciones del mundo” y, en el año 2013, por fin, la UNESCO manifestó que los denominados Decreta de León, de 1188, eran la “manifestación documental más antigua del sistema parlamentario europeo”, robándoles todo mérito y protagonismo. Es de justicia admitir que justo un investigador australiano, Jonh Keane, fue el principal defensor de esta idea.
Según el citado autor, en dicho año, el rey de León Alfonso IX reunió a la Curia Regia (posteriormente denominada Cortes) en el claustro de la basílica de San Isidoro. La novedad tan significativa es que en ella no sólo estaban representadas la aristocracia y el clero, estamentos privilegiados, sino también la burguesía de las ciudades y villas del reino, a través de unos personajes a los que se les denominaba “hombres buenos”.
Este notorio gesto del monarca leonés se ha justificado mediante una serie de problemas que le aquejaban, como su corta edad, el conflicto sucesorio, unas arcas reales casi vacías o el temor al avance musulmán. Sin poner en duda lo anterior, también es verdad que justo en ese periodo, diferentes y sucesivos reyes habían dado comienzo a una política de patrocinio regio a la fundación de villas en el norte, otorgándoles carta puebla y fuero (documento fundacional y un primer marco legal que amparaba unos derechos esenciales a sus pobladores). A comienzos de ese siglo el número de ciudades en la Cornisa Cantábrica eran poco más de media docena y, en una centuria y media, se generaron la mayoría de núcleos de población que hoy conocemos.
El objetivo era claro, las fundaciones regias permitían aumentar el porcentaje de población que escapaba del control señorial, laico o religioso, y que rendía vasallaje directamente al rey. Los burgueses y villanos le pagarían a él sus impuestos y tendrían la obligación de acudir en su defensa. El soberano, a cambio, garantizaría su seguridad, ciertos derechos como el de la propiedad privada o el tránsito entre urbes, y se obligaría a convocarlos antes de declarar la guerra a nadie. Esto por citar alguna de las consecuencias de este acercamiento, que demolerá el famoso sistema social tripartito medieval, compuesto exclusivamente por oratores, belatores y laboratores; es decir: clero, nobleza de corte guerrera y trabajadores, esencialmente campesinos y artesanos.
Ya en tiempos de los Reyes Católicos y sus más inmediatos descendientes, éstos y una serie de reyes también en Francia, dan lugar a una nueva forma de Estado, denominado Estado Moderno. Las grandes potencias europeas debían asumir ciertas reformas si pretendían expandirse y llegar a controlar territorios alejados de los centros de poder.
Entre los principales rasgos de este proceso se ha de citar la revolución fiscal, orientada a que la Corona pudiese recibir de forma directa un mayor número de ingresos. Esto motivó la elaboración de los primeros censos. También, el fortalecimiento significativo de la administración estatal e, incluso, la creación de un gran ejército permanente que respondiese únicamente ante el rey, queriendo éste dejar de depender en la guerra de que los nobles aportasen su cuota de combatientes. El resultado final es que se precisó de cientos de personas que, con la exigencia de poseer un cierto nivel de preparación, lo que aumentó el grado de alfabetización de la población en general, engrosarían los puestos de trabajo que todo este gran aparato requería. Surgían de derecho los conceptos burocracia y funcionariado y, aunque quienes servían en este sector no percibirían por ello cuantiosos sueldos, sí que se beneficiaron de otra forma de capital, la ventaja en las relaciones sociales.
En apenas dos décadas, la unión de Coronas de los Reyes Católicos dio tres pasos fundamentales. Primero, gracias al descubrimiento de Colón, adquirió una cantidad de posesiones que aumentaría notoriamente sus recursos, aunque se estableció una continua sangría demográfica hacia el Nuevo Mundo un tanto desfavorable. Luego, derrotó a Francia en la guerra de Nápoles, su principal enemiga y opositora. Y, finalmente, la cantidad de territorios que heredó Carlos V, le permitió aglutinar también un gran poder en la propia Europa. España se convirtió en la primera gran potencia global y, con ello, en el primer modelo de éxito a imitar.
Hemos visto qué sucedió con lo que hoy conocemos como sector público, que se potenció de forma inusitada, como adelantaba, con la creación del Estado Moderno. Ahora toca abordar lo concerniente al otro grupo integrante de ese estamento central o clase media, el privado, compuesto esencialmente por artesanos y comerciantes.
En la España del momento se apostó por generalizar fórmulas que, aunque no todas tuvieron su génesis aquí, sí que se normalizaron y volvieron cotidianas, constituyendo esto un serio impulso a la economía tal y como la entendemos. Un ejemplo de ello es el empleo de las letras de cambio. Surgidas en Italia en torno al siglo XII, en el XVI pasaron a ser la forma más común de ejecutar los grandes negocios y pagos. Uno depositaba la cantidad de dinero precisa en una localidad, se le entregaba un justificante, y podía retirarla en otra ciudad. Algo parecido sucedió con los seguros de transporte, principalmente por mar. Aunque los primeros se dice que fueron contratados en Inglaterra, la primera póliza registrada la firmó un navío de nombre Santa Clara que hacía la ruta de Génova a Mallorca, a mediados del XIV. Y su primera regulación se considera la Ordenanza del Seguro Marítimo expedida en Barcelona en 1435. Las grandes rutas comerciales del momento como el Galeón de Indias o el de Manila servirían para la consolidación de todos estos sistemas internacionales de garantías.
No obstante, ¿por qué si en España se sentaron las bases de esta clase media no terminó por consolidarse? Entiendo que al menos hubo tres factores fundamentales que lo justifican. El primero es que el florecimiento de la industria, como tal, es un fenómeno un tanto posterior.
El segundo, que las clases más adineradas siempre buscaron su posterior ennoblecimiento, lo que no les permitió adquirir plenamente conciencia de clase. La razón a esta conducta no tiene por qué radicar únicamente en la vanidad o la torpeza, pues somos una sociedad mediterránea que dispensa una gran importancia a la familia. Aun así, no fuimos capaces de continuar con la lógica evolución que va de una sociedad aristocrática a otra oligárquica.
Y, en tercer lugar, que el catolicismo imperante no permitió a esa clase media introducirse en el sector que, como ha demostrado la era contemporánea, más beneficios suele producir: el comercio con el propio capital y el cambio de divisas. Me explico, el préstamo, el cobro de intereses y, en esencia, la actividad bancaria, se consideraba usura, algo tan mal visto como perseguido. Esta función era necesaria, pero se permitía que extranjeros o judíos la asumiesen en pro de la salvación del alma, lo que a la postre lastró nuestro futuro. Mas, como tantas veces he defendido, en la elevada mentalidad que impuso la monarquía española a sus vasallos, hubo valores supremos al mero enriquecimiento.