Está bien que de vez en cuando unos cuántos prohombres de la vida española se definan sobre cuestiones como esta, bien que sirva de poco como de poco sirvieron otras que la precedieron, de este signo o del contrario, que de manifiestos llevamos unos cuántos en nuestra corta pero larguísima vida democrática.
Esta vez aparecen entre los firmantes -no hemos conseguido la lista completa por ningún lado- Fernando Savater, Arcadi Espada, los socialistas o exsocialistas José Luis Corcuera, Joaquín Leguina y Nicolás Redondo Terreros, el también socialista pero francés ¿o español? Manuel Valls, los populares Soledad Becerril, José Manuel García Margallo y Cayetana Álvarez de Toledo, los ciudadanos Francisco Igea, Xavier Pericay y Francesc de Carreras, amén de historiadores, filósofos y escritores como Fernando Savater, Arcadi Espada, José Alvarez Junco, Andrés Trapiello, Félix de Azúa, Adela Cortina, Alvaro Delgado Gal, Rafael Spottorno, el ex ministro socialista y escritor César Antonio de Molina, etc. Nuestros respetos para Jose María Múgica, hijo de Fernando Múgica, asesinado por ETA, presente también en el Manifiesto.
En La Crítica nos solidarizamos con el contenido del Manifiesto y nos sumamos al mismo aunque sea de forma virtual.
"César en la infamia: Pablo Iglesias debe ser destituido.
A lo largo de su historia, la democracia española ha tenido gobernantes buenos, malos y mediocres, idóneos y vulgares, ejemplares y corruptos. Gobernantes con sentido de estado y gobernantes que antepusieron sus intereses al bien común. Lo que no había tenido nunca hasta ahora es un gobernante que no creyera en la dignidad democrática de su país, y así lo aventara al mundo para afrenta de la ciudadanía y desprestigio del nombre de España. Un gobernante que se pusiera del lado del crimen.
Nos referimos al actual vicepresidente de Gobierno y Ministro de Asuntos Sociales del Gobierno de España, Pablo Iglesias Turrión. Ya fue doloroso el ultraje de comparar la situación de Carles Puigdemont y su holgada estancia balnearia en Bruselas, fugado de la justicia española tras su fallida agresión al orden constitucional, con la de miles de compatriotas que dieron en el exilio, casi siempre miserable, a menudo atroz, tras la victoria franquista. La reacción de asco que sintió entonces la sociedad española, y en particular la parte que se le podía suponer ideológicamente más afín, hubiera debido propiciar un momento de reflexión para el Sr. Iglesias y para quienes le hicieron vicepresidente y le mantienen en el gobierno. Lejos de ello, el aún vicepresidente se permite, en plenas elecciones catalanas, declarar que en España «no hay una situación de normalidad democrática plena», socavando la imagen de nuestro país en un momento en que sus credenciales democráticas se ven oportunistamente puestas en duda por un ministro extranjero. A la injuria se suma así la deslealtad, con sus propios compañeros de gobierno, con todas las instituciones del Estado y con una inmensa mayoría de españoles, que seguimos apostando por la democracia nacida en 1978, dispuestos siempre a cambios y reformas que la mejoren, haciéndola más integradora y participativa.
La torrencial chabacanería intelectual y moral que ha derrochado el Sr. Iglesias en su carrera política merecería un inventario detallado que no haremos aquí. Admitimos sin embargo que él nunca ha engañado a nadie. Se ha presentado siempre como lo que es: una persona socializada en el rencor e incapaz de comprender la importancia histórica y la altura moral del gesto de reconciliación entre españoles que, en una Transición que desprecia, fundó nuestro régimen de convivencia democrático. Deshacer aquel abrazo entre españoles ha sido siempre su objetivo declarado. Las bofetadas a las víctimas del terror y los halagos a los criminales forman parte sin sombras y ocultaciones de su escaso bagaje. Como en aquella ocasión en que, buscando el aplauso de los fanáticos, alabó la perspicacia de ETA, por haber sido la primera en «darse cuenta» de que nuestra Constitución del 78, mero «papelito» a su decir, no había traído ninguna democracia digna del tal nombre, avalando así implícitamente la larga historia de terror de ETA.
No, Pablo Iglesias no ha engañado a nadie, aunque cabe preguntarse por qué forma parte del gobierno de un Estado que él mismo no considera plenamente democrático y de una nación que cree artificial y opresora (cuyo nombre, «España», según confesión propia, le cuesta pronunciar). Si realmente cree que España no es una democracia su deber es combatir a su gobierno gallardamente desde la oposición, sacrificando su generosa nómina de vicepresidente en el altar de sus ideales.
Pero la impostura de quien aspira a gobernar un país que desprecia es una curiosidad que no debe importarnos. Lo que nos importa es su presencia en el Gobierno de España, a invitación del Partido Socialista Obrero Español, después de que durante la campaña electoral el entonces candidato Pedro Sánchez negara su intención de formar gobierno con Unidas Podemos, haciendo precisamente de la presencia de Iglesias en el gabinete el principal escollo. Bien, el experimento ha agotado su curso. Ningún logro, ningún esfuerzo loable se le conoce al Sr. Iglesias en el ejercicio de su cargo. Hacer declaraciones imperdonables y ver series de televisión mientras parecen ser los únicos contenidos de su cartera y de su “amplio propósito” para la legislatura.
Por todo ello, pedimos el inmediato cese del vicepresidente Iglesias. Los patéticos intentos de disculpar su conducta comprometen a todo el gobierno –un órgano, recordemos, colegiado–. Si su destitución no se produce, el coste electoral que pueda sufrir el Partido Socialista será lo de menos. Más debería preocuparnos el precedente de haber llevado al gobierno a una persona cuya única virtud conocida es la demagogia y cuya única vocación es el frentismo. Las palabras tienen consecuencias. La democracia española no se puede permitir la presencia de un pirómano en el Consejo de Ministros. Ante la historia quedará la responsabilidad de quien lo nombró."