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1876, de la Restauración (que teóricamente duró 55 años, hasta la Segunda República; o realmente 47 años, hasta la Dictadura de Primo de Rivera).
La actual Constitución fue un jalón decisivo en la transición política desde el régimen autoritario franquista a la democracia. Efectivamente fue el marco legal con que se inició dicha democracia, pero no significó, como muchos sociólogos y politólogos han postulado, la prueba definitiva de la consolidación democrática. Ésta no se ha producido, y como vengo insinuando durante más de una década con una gota de ironía, en España se produjo una transición modélica pero todavía tenemos la “consolidación pendiente” (véase mi ensayo, “La democracia en España: ¿la consolidación pendiente?”, en la obra colectiva Lo que hacen los sociólogos. Libro Homenaje a Carlos Moya Valgañón, CIS, Madrid, 2007).
De las 8 o 9 Constituciones liberales vigentes en la historia española (Enrique Tierno Galván incluye al Estatuto de Bayona de 1808 en su colección Leyes Políticas Españolas Fundamentales (1808-1936), Tecnos, Madrid, 1968; Jorge de Esteban lo excluye en la suya, Las Constituciones de España, Taurus, Madrid, 1988: aparte de otros proyectos tendríamos así los textos efectivos de 1808, 1812, 1834, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931, y 1978), la Constitución de 1978 es la única realizada por consenso de una gran mayoría de las fuerzas políticas y con una estructura organizativa del territorio nacional de lógica federal o federalizante, aunque la terminología adoptada, por una especie de tabú histórico para evitar mentar al federalismo (confundiéndolo con la confederación), fue de “autonomías” y “autonomismo”.
En una feliz celebración como son los cuarenta años de nuestra Constitución no debemos caer en falsos espejismos de autocomplacencia, y sin negar lo más positivo de la misma, como ha sido facilitar el marco legal de nuestra transición a la democracia, asimismo debemos reconocer sus límites, esto es, los problemas y obstáculos que han impedido su consolidación.
En 2018 se cumplen también los cuarenta años del primero de una serie de intentos de golpes de Estado que han jalonado nuestra débil democracia: la “Operación Galaxia” (1978), al que seguirán el “23-F” (1981), el intento de golpe poco conocido de los “Coroneles” (1982), y el fallido plan del “Zambombazo” en La Coruña (1985). Todos ellos con un cierto tono militarista y nostálgico-franquista, es decir, aparentemente derechista (aunque en el caso del “23-F” la fórmula del general Armada –al estilo francés del general De Gaulle- contó con la colaboración entusiasta del PSOE y parcial del PCE). Pero las izquierdas también tuvieron sus gestos golpistas en fase inicial conspiratoria -al estilo portugués del MFA- con el militarismo progresista de la UMD, y de una manera más efectiva o letal, evidentemente más grave, lo estamos viviendo hoy con el golpismo continuo, político, del “Procés” catalán.
Particularmente llamativa y preocupante es la recurrente historia golpista del PSOE, que bien por la vía violenta, bien apoyando métodos políticos legalmente dudosos o abiertamente anti-constitucionales, participó directa o indirectamente en las crisis españolas de 1909, 1917, 1923, 1931, 1934, 1936, 1981, 2004, y en la presente de 2018, resultado ésta de un voto de censura parlamentario aliándose a los anti-sistema separatistas y de extrema izquierda con acuerdos probablemente inconfesables.
Ninguna transición democrática ha estado exenta de dificultades en el proceso de consolidación. Por ejemplo la más antigua, la democracia estadounidense, establecida entre 1776 (Declaración de Independencia) y 1787 (Convención de Filadelfia y Constitución Federal), necesitaría casi cien años (más del doble que los años de la Constitución española) para consolidarse tras el desafío de la Secesión y la trágica Guerra Civil. Así el propio Lincoln (Discurso del 4 de Julio, 1861) identificó como “la cuestión pendiente todavía en el alero (…) el mantenimiento del experimento democrático”. En el mismo sentido, Ulysses S. Grant durante su presidencia en 1869-77 se referiría al momento de “validación” del mismo (citado por Ron Chernow, Grant, New York, 2018, p. 711), y Walt Whitman empleó la propia expresión al escribir sobre la necesaria “consolidación” del “embrión democrático” (Democratic Vistas, 1871).
Mantenimiento, validación, o consolidación de la democracia, implicaba sobre todo que la Constitución fuera normativa, es decir, que se afirmara definitivamente la unidad nacional y el Imperio de la Ley.
En un tratado ya clásico de Karl Loewenstein (Teoría de la Constitución, Tübingen, 1959; edición ampliada en 1969; ediciones en español por Ed. Ariel, Barcelona, 1965 y 1976) el profesor alemán ha diferenciado con claridad la Constitución normativa de la Constitución nominal. Desde un punto de vista “existencial” u “ontológico”, Loewenstein caracteriza como Constitución normativa cuando existe “concordancia de las normas constitucionales con la realidad del proceso del poder” (…) “la constitución es como un traje que sienta bien y que se lleva realmente”. Por el contrario, “una constitución podrá ser jurídicamente válida, pero si la dinámica del proceso político no se adapta a sus normas, la constitución carece de realidad existencial”, en cuyo caso cabe decir que se trata de una Constitución nominal y por tanto, según el símil del autor, “el traje cuelga durante un cierto tiempo en el armario y será puesto cuando el cuerpo nacional haya crecido”.
Obviamente la Constitución española ha sido en estos cuarenta una Constitución nominal, no normativa. Ha marcado un camino ideal, y como señala Loewenstein, ha cumplido una función educativa para la cultura política española, lastrada por otros cuarenta años de un régimen autoritario, y desde la muerte del dictador Francisco Franco por una partitocracia de la que todavía no nos hemos curado. Invito al lector a que reflexione sobre una atenta lectura simplemente de los seis primeros artículos del Título Preliminar de nuestra Constitución, y que particularmente se detenga en un simple y expreso mandato normativo del artículo 6 sobre los partidos políticos: “… Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.”
Hay muchos otros problemas, pero bastaría que los españoles cumpliéramos este mandato concreto – y que el Poder Judicial así lo exigiera- para que pudiéramos decir que ya estábamos en el camino de la consolidación democrática.