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Uno de los fenómenos más característicos, en estos primeros años del siglo XXI, de la vida política española ha sido la vuelta de los regionalismos, nacionalismos, separatismos y particularismos. Son movimientos de secesión étnica, ideológica, religiosa y territorial que tratan de quebrar la unidad de España. Hoy estamos viviendo continuamente su tratamiento en los medios de comunicación haciendo alusión a la desintegración nacional no solo en las instituciones sino también en muchas asociaciones, entidades o, simplemente, en ciertos grupos sociales.
Tanto a nivel europeo como en el horizonte internacional, estamos pasando por una época de cambios y de transformaciones, algunas veces radicales, que afecta potencialmente a nuestra sociedad. En este marco de referencia, España tiene su propia evolución muy relacionada con la intrahistoria que señalaba Unamuno en su obra En torno al casticismo (1916), hace poco más de un siglo.
Parafraseando a Ortega y Gasset en su obra España invertebrada, publicada en 1921, “unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por el poder, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta faena de despedazamiento nacional que sin ellos y su ambiciosa labor no existiría”.
Un siglo después estamos en una situación con numerosas connotaciones similares a los primeros años mencionados del siglo XX, pero con repercusiones mucho más graves. Hoy España se va deshaciendo, desintegrándose para pasar de ser la 4ª nación de la UE con un gran prestigio y peso en el continente y en el mundo a convertirse en un pequeño peón en el entorno estratégico regional, precisamente en un momento en que se está configurando la unión e integración de todos los países europeos. Mientras que en Europa se camina hacia una entidad política superior, en nuestro país nos dirigimos por el camino contrario, la división, la desintegración de la nación.
Laín Entralgo, en su obra A qué llamamos España (1971) describía así a nuestro país “desde el Bidasoa a Tarifa, desde la bahía de Rosas hasta la boca del Miño, en sus porciones de más allá del mar, toda España constituye un fabuloso, un bellísimo mosaico multiforme de paisajes en que la tierra se nos hace, según los lugares, suelo, regazo o morada, drama, ternura, plenitud o armonioso contento”.
De los cuatro asertos que Laín Entralgo contesta a la pregunta ¿a qué llamamos España”, una sed, un conflicto, una posibilidad y una realidad, quiero detenerme en la posibilidad: “yo la sueño como una suma de términos regida y ordenada con el prefijo con: una convivencia que sea confederación armoniosa de un conjunto de modos de vivir y pensar capaces de cooperar y competir entre sí; una caminante comunidad de grupos humanamente diversos en cuyo seno sean realidad satisfactoria la libertad civil, la justicia social y la eficacia técnica; una sociedad en que se produzca la ciencia que se merece un país occidental entre treinta y cuarenta millones de habitantes”.
Diez años después (1981), Julián Marías en su libro Cinco años de España, decía “ha terminado una etapa y empieza otra, que va a ser el comienzo de la normalidad democrática, precisamente porque la democracia ha sido establecida y asegurada entre 1976 y 1980”.
Continuaba más adelante “lo que importa es que no se inicie una siniestra marcha atrás, hacia lo ya ensayado y fracasado por ambas partes; y que no se pierdan las posibilidades con que España cuenta, y que han permitido esa fantástica transformación creadora y su proyección esperanzada sobre los demás países de estirpe hispánica”.
Los cuatro importantes pensadores españoles que se han señalado, por un lado, Unamuno y Ortega exponiendo sus reflexiones en los años 20 del siglo pasado, en una realidad triste y afligida de regionalismos y separatismos; y, por otro, Laín Entralgo y Julián Marías en un ambiente mucho más optimista y esperanzador de hace 40-50 años, han hablado de España con ejemplar solidez y exactitud. En estos momentos estamos volviendo a recaer en la situación de hace un siglo.
En la impredecible situación actual, caracterizada por el populismo, la falta de respeto y consideración a las instituciones, la confrontación dialéctica entre los diferentes partidos políticos poniendo en cuestión la convivencia ciudadana, es un hecho objetivo que la unidad de España, junto con el interés nacional de garantizar la defensa de nuestra nación y de sus principios y valores constitucionales, está en cuestión o, mejor dicho, se está resquebrajando.
¿Qué hacer ante esta grave situación? Los partidos políticos debieran tener en cuenta que la unidad de España es indisoluble y está por encima de cualquier interés partidista ya que, por encima de todo, es un tema de Estado que todos los ciudadanos españoles deben asumir y defender en todo momento tal como se dice en el artículo 2 de nuestra Constitución.
Me duele España, en este año 2025, debido a que su futuro como entidad democrática, unida y plena, le percibo incierto y alarmante. Siempre he confiado en la sabiduría del pueblo español. No quiero pensar que España se pueda romper. Es imprescindible recuperar el espíritu de unidad e integración que fortalece a España. Este objetivo debiera ser la responsabilidad más importante de nuestros políticos.
GD (R) Jesús Argumosa
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