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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

Espadas, galeras y arcabuces: cuando España combatió al islam en el Índico

(Ilustración: La Crítica / IA)
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(Ilustración: La Crítica / IA)

LA CRÍTICA, 23 OCTUBRE 2025

Por Íñigo Castellano Barón
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Más allá de Lepanto, España libró una cruzada olvidada en los confines del mundo. Durante el siglo XVI, tropas hispánicas combatieron al islam en Etiopía, el mar Rojo y las islas del sudeste asiático, en alianza con cristianos abisinios y frente al poderío otomano. Este artículo rescata aquella epopeya ignorada: soldados que lucharon en tierra africana, galeras que surcaron el Índico y arcabuceros que abrieron paso a la fe y al Imperio por rutas casi borradas del mapa. (...)
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Cuando pensamos en las guerras entre la monarquía hispánica y el islam, nos vienen a la mente nombres familiares: Lepanto, Túnez, Argel, Orán. Pero hubo otra frontera, tan lejana como heroica, en la que los tercios españoles y los aliados portugueses libraron una lucha desigual y casi legendaria. Fue una campaña sin cronistas ilustres ni grandes cantores, donde se enfrentaron la media luna otomana y la cruz abisinia. El escenario no fue Europa, sino Etiopía, el mar Rojo, Yemen, Malaca y las costas de la India. Y el enemigo no fue solo el sultán de Estambul, sino también los emires árabes, los piratas musulmanes del Índico y las sombras de la yihad que se expandía por el África oriental.
Desde la firma de la unión dinástica en 1580, la monarquía hispánica controló, además de sus vastos dominios europeos y americanos, los enclaves y rutas que Portugal había conquistado desde el siglo XV: Goa, Malaca, Macao, Ormuz, Mozambique. Aunque estas posesiones ya estaban bajo control luso desde hacía décadas, fue con Felipe II cuando se integraron formalmente en una política imperial común. Las luchas por el Índico no eran nuevas, pero durante el periodo de la Unión Ibérica (1580–1640), España participó, directa o indirectamente, en aquellas campañas. Antes de esa unión formal, sin embargo, ya habían existido episodios de cooperación religiosa e interés estratégico. En el siglo XVI, el papado animó a las potencias ibéricas a defender a los cristianos orientales. La presencia de comunidades cristianas en Abisinia (actual Etiopía), en la India (los llamados «cristianos de Santo Tomás») y en Siria ofrecía un horizonte de cruzada más allá del Mediterráneo.

La cruzada en Etiopía. Uno de los episodios más fascinantes y menos divulgados de la historia hispánica fue la expedición portuguesa a Etiopía, entre 1541 y 1543. Aunque protagonizada por fuerzas portuguesas, se dio en el contexto de la común lucha de los reinos ibéricos contra el islam, y con el respaldo espiritual de Roma. El Reino Cristiano de Etiopía, aislado del resto de la cristiandad desde las conquistas árabes del siglo VII, había resistido durante siglos como bastión cristiano en África oriental. Sin embargo, a comienzos del siglo XVI se vio amenazado por el expansionismo del sultanato de Adal, aliado de los otomanos y decidido a someter a los abisinios. En respuesta a las peticiones del negus (emperador etíope), y animados por los jesuitas y el espíritu misionero, una expedición de poco más de 400 soldados portugueses partió desde la India y desembarcó en el Cuerno de África en 1541. Al mando del valeroso Cristóvão da Gama, hijo del célebre Vasco da Gama, los hombres de la cruz se adentraron en un terreno hostil, sin líneas de suministro y rodeados de enemigos.

Fue una guerra dura, de emboscadas, hambre y martirio. Cristóvão fue finalmente capturado y ejecutado por el imán Ahmad Gragn, pero sus hombres resistieron y lograron reorganizarse con las fuerzas etíopes. La victoria de las tropas abisinias, reforzadas por los arcabuceros lusitanos, en la batalla de Wayna Daga (1543) supuso la salvación del reino cristiano. Fue una Lepanto africana, olvidada por Europa. La expedición etíope tuvo también un componente espiritual. Los misioneros intentaron introducir ciertos elementos del catolicismo latino en el culto copto etíope, lo que generó tensiones con el clero local. A pesar de ello, durante décadas se mantuvo una alianza de fe y armas que permitió la supervivencia del cristianismo en la región. La figura del jesuita español Pedro Páez, que llegó a la corte del emperador Susenyos en 1603 y logró convertirlo al catolicismo, simboliza este esfuerzo. Páez no solo fue un misionero, sino también un geógrafo e historiador: fue el primer europeo en describir con exactitud las fuentes del Nilo Azul.
El Índico fue otro teatro de guerra permanente. Los otomanos, desde mediados del siglo XVI, pretendieron extender su influencia por el mar Rojo, Yemen y el golfo Pérsico, en un intento de rodear a los portugueses desde el este y el sur. La presencia española, aunque más tenue, no fue nula. Hubo soldados castellanos, arcabuceros en el mar Rojo, en galeras portuguesas, frailes misioneros hispanos que acompañaron las campañas, y espías enviados desde Madrid y Lisboa para informar sobre la expansión otomana en la región. La batalla de Massawa, los asedios de Suez o los combates en Hormuz tuvieron resonancias universales.

Las fortificaciones de Ormuz, en la entrada del golfo Pérsico, simbolizaban el control del comercio y del paso estratégico hacia Persia e India. Y fue precisamente bajo el reinado de Felipe III cuando Ormuz se convirtió en un enclave codiciado por ingleses, holandeses, otomanos y persas. Finalmente, los persas la arrebatarían con ayuda inglesa en 1622, poniendo fin a más de un siglo de control ibérico.

Las órdenes militares también tuvieron presencia. En los documentos conservados en Goa y en Lisboa se mencionan caballeros de Santiago y de Alcántara acompañando misiones diplomáticas, a menudo en funciones de protección o espionaje. Algunos de estos hombres fueron enterrados en enclaves remotos como Diu, Sofala o Bahrein.

Mientras en África se luchaba con arcabuz y coraza, en Asia se abría otro frente: las Filipinas. Fundadas por Miguel López de Legazpi en 1565 y nombradas así en honor de Felipe II, las islas pronto se convirtieron en base misionera y militar frente al islam del sultanato de Joló, Maguindanao y Brunei. Desde Manila partieron numerosas expediciones contra piratas musulmanes que azotaban las costas, y los jesuitas y agustinos extendieron la fe entre las islas bisayas y tagalas. En 1578, se libró la guerra de Castillejos (o guerra de Brunei), cuando una escuadra hispano-filipina logró desembarcar en territorio del sultanato de Brunei, obligando al sultán a huir, aunque sin poder consolidar la ocupación. Fue una guerra colonial y también religiosa, pues aquellos sultanatos eran musulmanes y veían con hostilidad la expansión cristiana. España mantuvo allí, durante siglos, una guerra de baja intensidad contra el islam, mucho antes de que Europa reconociera el conflicto en sus dimensiones globales.

No puede olvidarse que muchos de los soldados enviados a Filipinas procedían de Andalucía y del norte de Castilla, y que las órdenes religiosas actuaban como auténticos brazos diplomáticos, logrando pactos de vasallaje con jefes locales. Las crónicas de los padres jesuitas recogen combates, conversiones y pactos de no agresión que recuerdan, en su tono, a las Capitulaciones de Santa Fe o a las alianzas de la Reconquista.

Lo asombroso de esta epopeya olvidada es su escasa proyección histórica. España, unida a Portugal o actuando por cuenta propia, combatió al islam en los desiertos de Etiopía, en los estrechos del mar Rojo, en los manglares de Mindanao o en los pasos montañosos de Malaca. Allí no hubo premios, ni fanfarrias, ni monumentos. Fueron rutas invisibles y soldados sin gloria. Los soldados españoles y portugueses que cruzaron el Índico, construyeron fortalezas en Mozambique o defendieron Goa frente a los mogoles pero no entran en los libros escolares. Sin embargo, sin ellos, el cristianismo oriental quizá hubiera desaparecido del todo. Su presencia sostuvo durante décadas la resistencia de reinos aislados y permitió mantener abierta una vía de contacto con pueblos que aún hoy veneran la cruz.

Pero su legado que persiste. En lugares como Kerala, Malabar o Eritrea aún viven comunidades cristianas que conservan tradiciones vinculadas a aquellos encuentros. En Etiopía, el nombre de Cristóvão da Gama es venerado por algunos sectores ortodoxos. En Filipinas, el catolicismo es mayoría absoluta gracias a esa tenaz y olvidada evangelización hispánica. Conviene recordar que esta empresa no fue únicamente militar. Fue también espiritual y diplomática. Los jesuitas españoles enviados a Etiopía, los misioneros que llegaron a Japón desde Manila, los navegantes que doblaron el cabo de Buena Esperanza con el rosario en la mano, eran parte de una visión global que pretendía, no sin errores, extender una civilización basada en la cruz, la lengua y el derecho.

España no solo defendió Europa frente al islam en Lepanto o en Viena. También combatió por el alma del mundo en los confines del orbe. No lo hizo sola: lo hizo con portugueses, con cristianos orientales, con indígenas evangelizados, con aliados tan remotos como fieles. La historia de la lucha contra el islam en el Índico es también la historia de una civilización que se resistió a la oscuridad. Y aunque muchos de sus protagonistas quedaron sepultados por la arena de los desiertos o los arrecifes de los archipiélagos, su gesta, como una llama escondida, sigue ardiendo en las páginas ocultas de nuestra memoria.

Iñigo Castellano y Barón

Íñigo Castellano Barón

Escritor, historiador y articulista..

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